"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
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27 de noviembre de 2019

José Antonio Primo de Rivera, patrimonio de todos los españoles





Artículo publicado en La Razón el 24 de noviembre de 2019, atribuido por error en la edición impresa a mi hermano César. 

Fue Enrique de Aguinaga, Decano de los cronistas madrileños quien acertadamente definió a José Antonio como arquetipo. Y al contemplar su figura y trayectoria cuando se cumplen 83 años de su asesinato “legal” por el gobierno del Frente Popular, su condición de modelo se agiganta con la simple comparación con la clase política que padecemos en la que la mediocridad es la regla.

La vida política de José Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario, es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del Derecho. Porque la verdadera vocación de José Antonio fue la de abogado, profesión que jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la República.

Esa nobleza es la que le lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad. Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del Tribunal Supremo:

“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría, debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la máxima cordura, la máxima pureza.”

Es esa noble causa y no una ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.

Con apenas 30 años, el joven José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la república se abre paso el ímpetu juvenil de su movimiento por su frescura y sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a seguirle hasta la muerte.

Es entonces, en respuesta a voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.

Todavía tendría tiempo de dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”. Y, finalmente la sublime declaración de su excepcional y emocionante testamento que debería hacer sonrojar a los sectarios funcionarios del Ministerio de la Verdad que ahora tienen su tumba en el punto de mira: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.

A José Antonio no le han hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los que decidieron petrificar su doctrina condenando cualquier desviación, ni los que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y la tradición, epítome de la elegancia y del estilo y, en definitiva, de la nobleza en lo político y en lo personal.  Pero sobre todo, un ejemplo de un español orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es patrimonio común de todos los españoles.

Luis Felipe Utrera-Molina


30 de octubre de 2019

Traidores. Por José Antonio Primo de RIvera


("Arriba", núm. 12, 6 de junio de 1935) Sólo tenéis que cambiar unos nombres por otros.....nada ha cambiado

TRAIDORES

Companys y varios de sus codelincuentes han ocupado el banquillo ante el Tribunal de Garantías Constitucionales. Pérez Farrás y otros sujetos han comparecido también, como testigos. La vista se ha celebrado en Madrid, capital de lo que todavía se llama España. Companys y los suyos se alzaron en memorable fecha contra la unidad de España: trataron de romper en pedazos a España, usando los mismos instrumentos que otros llamados españoles pusieron en sus manos. Aún está bien reciente en nuestra memoria el sonido escalofriante de la "radio" en aquella noche del 6 al 7 de octubre, los gritos de ¡Catalans, a les armes, a les armes!, y las proclamas de los jefes separatistas. Era de prever que el juicio se hubiera celebrado bajo la amenaza suficiente de la cólera popular, que los acusados no hubiesen apenas encontrado defensa sino en un último llamamiento al deber inexcusable de defensa que a todos los abogados toca y que los acusados hubiesen asumido un papel respetuoso de delincuentes sometidos a la Justicia.
Pero no: el juicio oral se ha convertido en una especie de apoteosis. Los procesados se han jactado, sin disimulo, de lo que hicieron; sus defensores –no nombrados de oficio, sino surgidos gustosamente de entre las más hinchadas figuras–, se han comportado, más que como defensores, como apologistas, y ni a la puerta del Tribunal, ni en los corros habituales, ni en parte alguna de Madrid, se ha notado el más mínimo movimiento de repulsión.
Para algunos esto será indicio de que vivimos en un pueblo civilizado, tolerante y respetuoso con la justicia. Para nosotros es indicio de que vivimos en un pueblo sometido a una larga educación de conformismo enfermizo y cobarde. Si el 2 de mayo de 1808 hubiera llegado precedido de la inmunda preparación espiritual de nuestros tiempos, el pueblo, en lugar de echarse a la calle, hubiera soportado con resignación bovina la presencia de los soldados de Napoleón. Así estamos soportando ahora la afrentosa presencia del repugnante Ossorio y el indigno espectáculo de la Prensa de izquierdas, cantora, bajo burdos pretextos, de los traidores a la Patria.
Digámoslo claro: mejor que esta actitud de maridos de vaudeville francés, que va adoptando ante todo este espectáculo nuestro refinamiento, es la ferocidad impetuosa y auténtica de los pueblos que aún saben ajusticiar a sus traidores.
NUBES A LA VISTA
Sólo a los ciegos puede ocultarse la cargazón revolucionaria que otra vez va aborrascando el horizonte. La rebelión de octubre, tan desastrosamente sustanciada desde todos los puntos de vista, no ha servido tampoco a los Gobiernos para intentar una política inteligente que impida las reincidencias. La Falange, por voz autorizada, dijo que el ensayo revolucionario reciente exigía dos cosas: una liquidación rápida y neta, un análisis de las justificaciones que hubiera podido tener la rebelión, para removerlas de raíz. Se ha venido a hacer cabalmente lo contrario: no se ha intentado, de una parte, ni pensado intentar a fondo, un reajuste de la estructura social y económica, menos intolerable para los millones de españoles que viven sin comer; y de otra parte, lo que debió ser final limpio, ejemplar y escueto de los sucesos revolucionarios, se ha diluido en inacabables dilaciones y aun macabros regateos con la vida de los condenados a la última pena.
Lo que pudo ser claro punto de arranque para una política fuerte y fecunda se ha quedado en turbia confusión de política estancada. Y los revolucionarios de octubre, que no pierden una, ya empiezan a recuperar posiciones descaradamente y a iniciar las escaramuzas preliminares de otra intentona.
No hay más que verlo: cada día nos trae una nueva insolencia y una nueva muestra de la tolerancia gubernamental. Separatismo y socialismo ya lanzan sus consignas al aire como si no hubiera pasado nada. Renacen las agresiones, que no se detienen ni ante la fuerza pública. Cada mitin de un mandarín de las fuerzas aliadas es como un recuento de reclutas en preparación para el choque y como una antología, más o menos encubierta, de amenazas. Los centros donde se preparó lo de octubre reanudan su vida normal. Y así todo.
Ahora hay quien dice que el señor Portela Valladares va a reintegrarse a su puesto de Barcelona y que al Ministerio de la Gobernación va a volver el señor Salazar Alonso. Es lo único que faltaba Pero ¿es que deliramos al recordar que el señor Salazar Alonso fue ministro de la Gobernación durante el verano de 1934, mientras se preparaba todo lo de octubre? El señor Salazar empleó el estío en dos actividades igualmente útiles: en mortificar a la Falange con cierres y registros y en escribir un librito precioso (Tarea) de cartas a una señora sobre política. En tan honestos pasatiempos le sorprendió la marimorena que por poco se le mete en el mismísimo Ministerio de la Gobernación. A que eso y otras cosas no pasaran contribuyó abnegadamente la mortificada Falange, cinco de cuyos mejores dieron la vida durante los sucesos de octubre.
¿Se pretende acaso, para que la reprise sea completa, colocar también al señor Salazar en Gobernación durante el verano de 1935? Sea; compondrá otra piececita literaria; se mostrará tan pizpireta como siempre en declaraciones periodísticas y al final le cogerá la tronada. Dicen que el señor Salazar Alonso es para Gobernación el favorito de la C.E.D.A. Dios conserve la vida a los populares agrarios.
NUEVAS LINDEZAS DE LA J.A.P.
El mejor número cómico de la semana pasada ha sido otro manifiesto de la J.A.P., publicado con puntos y comas en ABC y sabiamente pasado en silencio por El Debate. Firmaban ese manifiesto el diputado a Cortes señor Calzada y otro señor, cuyo nombre sentimos mucho no recordar.
Todo lo que se pueda decir en cuanto a plagios, ya, a fuerza de descarados, divertidos, se había dado cita en el documento; cuanto conocen desde hace dos años los que nos observan – invocaciones al Imperio, unidad o comunidad de destino, hasta "yugo y flechas", así, sin embozo– ha sido embutido llanamente por el señor Calzada y su colaborador en un bloque de prosa que era un verdadero regalo del espíritu; ver nuestras frases, al pie de la letra, incrustadas sin asimilación posible entre la maraña de un estilo totalmente diverso, nos ha deparado de veras una de las más sanas alegrías experimentadas en los últimos tiempos.
Hemos conocido colaboradores espontáneos de periódicos que enviaban, firmadas por ellos, no trozos literarios apenas conocidos, sino composiciones aureoladas por la más campechana popularidad. A un diario de provincias mandó cierto espontáneo aquello de
Oigo, patria, tu aflicción,
y escucho el triste concierto...
La redacción se sintió tan refrescada por el buen humor que hasta organizó un homenaje público al plagiario. Este lo aceptó con toda seriedad, convencido de que nadie había reparado en el hurto. ¿Por qué no organizamos un homenaje al señor Calzada, "autor" del manifiesto de la J.A.P.?


18 de junio de 2019

Otra memoria. Por Gonzalo Cerezo Barredo



La memoria, persistente, se aferra al subsuelo de la vida, hunde en ella tan profundamente sus asideros que no es fácil desarraigarla. Los recuerdos claman por su objeto de deseo. Nada satisfará el incumplido anhelo de recuperarlos, excepto su contemplación.

Una reciente estancia en Alicante me ha permitido recobrar el deseo largamente demorado de visitar la tumba de José Antonio en el cementerio de la ciudad mediterránea. Tan solo de paso en ella un par de ocasiones, no tuve la oportunidad de acercarme al memorial de José Antonio que a ella nos vincula a tantos de los suyos: la prisión donde fue juzgado y ejecutado, y la fosa marcada con su huella, donde reposaron sus restos. Esta vez sí. Me llegué a ellos con una mezcla de variados sentimientos:

Íntimo reconocimiento por lo que su magisterio y persona han significado para nosotros, y por la contribución a dignificar el hombre que ahora somos; melancólica sensación de pérdida del tiempo desvanecido; ominosa reserva por lo que podría encontrar, o no; satisfacción del deseo postergado... 

De todo esto hubo un poco en realidad. La prisión donde José Antonio fue juzgado y ejecutado, ya no existe. En su solar se edificó un Colegio Menor del Frente de Juventudes que ha sido redenominado ahora Residencia Juvenil La Florida. Se conserva, sí, el patio donde fue fusilado, cubierto por una cúpula visible desde el exterior. Acoge también una capilla. Ignoro si con culto o sin él.

El cementerio está situado en las afueras de la ciudad. En un apartado rincón se encuentra, discreto, el lugar destinado a las fosas comunes. Un espacio cubierto de césped no demasiado cuidado. Lo rodean cipreses y otros árboles funerarios que dan solemnidad al conjunto.

Salpican aquí y allá el recuadro de césped, pequeños estelas, a modo de lápidas verticales, con inscripciones rememorando a víctimas de la guerra civil. De ambos lados. Corresponden unas al período de dominio republicano. Otras al posterior. Me llaman especialmente la atención las que se atribuyen a los nacionales, probablemente las más recientes, y, con casi total seguridad, posteriores a la llamada memoria histórica. Una recuerda el bombardeo de la ciudad y otra a las víctimas de Callosa del  Segura, no lejos de donde estuviera José Antonio. Inevitablemente se viene a la otra memoria el fallido intento de rescatar al encarcelado fundador de Falange por parte de un puñado de camaradas de esa localidad. Sorprendidos en una emboscada, muertos en la acción o ejecutados sumariamente después.

Algo más allá, al extremo del recuadro que contiene las fosas -no mayor que un par de canchas de baloncesto- se sitúa la tumba que buscaba. De unos dos por tres metros, destaca por estar pintada de rojo y negro, los colores de la bandera falangista. Es el único signo externo llamativo. Al acercarse a ella, se ve a sus pies una marchita corona de laurel. En las cuatro esquinas, modestas flores de plástico… (no son las únicas; adornan prácticamente todas las tumbas). En la cabecera de la lápida una mirilla de cristal se supone debería permitir ver la oquedad de la huella,  preservada por un vaciado,  de los restos de José Antonio. No es posible. El tiempo lo ha empañado de tal modo que apenas se vislumbra la bandera que la cubre. 

Nada excesivo. Todo sobrio y sencillo. Del gusto de José Antonio si mostrara cierta elegante estética , nada incompatible con su simple geometría . En cualquier caso, no tiene nada que ver con el monumentalismo de la época.

El conjunto se resiente de las flores de plástico -esa maldición de nuestro tiempo- que me habría complacido ver sustituidas por nuestras cinco rosas, depositadas acaso por alguna piadosa mano anónima… Es verdad que tampoco se veían flores naturales en los otras estelas. Triste consuelo.

Coloqué junto a la reseca corona de laurel una ramita de ciprés con su fúnebre fruto. Y una de aquellas patéticas flores de plástico, caída de su ramillete.

Antes de abandonar el cementerio musité una oración por cuantos descansaba allí de uno y otro lado. No estaría mal que algún día pudiera llamarse a este lugar que acoge lo que sobremuere de aquella contienda “pradera de los caídos”. Si eso sucediera alguna vez, sería el triunfo de la “otra memoria”. La que representan todos estos restos que cayeron del lado “equivocado” -según creía cada uno del “otro”- reconciliados, al fin, en el territorio sin fronteras ni exclusiones que les ofrece un más allá de la muerte.

No sería ninguna novedad. En la década de los 40 del pasado siglo, así lo creíamos ya muchos. Yo mismo publiqué en aquellos años juveniles un poema titulado Elegía por un muerto que cayó del otro lado. Era la revista Alcalá, del SEU, que dirigía Jaime Suárez. Pero entonces nadie había inventado aún la memoria histórica. La nuestra era, simplemente, otra memoria.

Madrid, 15 de junio de 2019

Gonzalo Cerezo Barredo

3 de marzo de 2014

Ante la maleta de José Antonio

Cuando salí de allí, me temblaban las piernas.

Fue algo más de una hora el tiempo que permanecí contemplando absorto la última maleta que hizo José Antonio antes de partir hacia los luceros. 

Apenas hablé. Tener en mis manos el auténtico testamento -para mí la obra más limpia, brillante y lúcida de su vida, verdadero compendio de valores e ideales, que a nadie, absolutamente a nadie, puede ofender y que nadie puede dejar de admirar….- Desenroscar la pluma Astoria que utilizó para escribirlo sin enmienda alguna y también aquellas cartas inolvidables de despedida la noche antes de su fusilamiento…..me convirtió por un rato inolvidable en un mudo, incapaz de articular palabra por la emoción de estar ante las reliquias de un hombre excepcional.

Coger con mis propias manos la pelota de trapo con la que agotara sus últimos momentos de ocio, sus últimas sonrisas….. abrir el librito de oraciones que inspiró su última plegaria ……doblar con unción el mono azul que le sirvió de atuendo en el presidio….

Hurgar entre sus últimos papeles, sonetos, cartas, Alarico Alfós, Germánicos contra Bereberes….contemplar en mis manos aquél telegrama de mujer en el que, desde París le decía “Je pensé a toi. Love. Elizabeth”….bucear entre el rigor ordenado del guión de su defensa ante el Tribunal Popular....acaso pensó que merecía la pena emplear lo mejor de su oratoria y su oficio de abogado para afrontar con serena dignidad un proceso cuyo fallo ya estaba redactado.

 Tener en la palma de mi mano la medalla de la Santa Faz que le regalara  algún camarada alicantino, el “detente” escrito y dibujado a mano el Sagrado Corazón…el trozo de tela de raso rojinegra que apretase en su puño en sus últimos días…

Allí estaban el vaso y la cucharilla de plata tal y como él los dejó aquella maldita madrugada de noviembre, sus toallas, su peine Hércules, su brocha y su maquinilla de afeitar, sus gafas circulares con las patillas de carey rotas en mil pedazos y la vieja llave de algún secreter que aún debe estar esperando a ser abierto.

Imposible describir con palabras el torrente de sensaciones, de imágenes y de pensamientos que me asaltaban ante la visión de esa vieja maleta de cuero en la que, primorosamente ordenada, está de nuevo guardada la intimidad del hombre al que la muerte convirtió en mito, pero cuya intensa y corta vida, su incomparable estilo e intachable conducta le elevan como arquetipo de honradez, generosidad y coraje en el servicio a España.


En cualquier nación seria y orgullosa de su historia, esa maleta justificaría un museo. La España de hoy, amnésica y amoral, corrupta y envilecida, no lo merece. Tanta grandeza como encierra esa pequeña maleta resultaría una afrenta, una verdadera provocación.  

En buenas manos está este tesoro aguardando, tal vez, una nueva primavera en la que los españoles se hagan merecedores del legado de un español excepcional.

Mi gratitud eterna a quienes me han concedido la enorme dicha de poder tenerla, por una vez en mi vida, entre mis manos.


LFU

23 de diciembre de 2013

Una decisión miserable

La Junta del Gobierno del Colegio de Abogados de Madrid, en silencio, nocturnidad y alevosía y hurtando a la Junta General convocada el debate sobre el asunto, ha decidido retirar los honores concedidos a José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco Bahamonde por otra Junta de Gobierno en el mes de marzo de 1939.

La decisión respecto al anterior Jefe del Estado cabe enmarcarla en la categoría gregaria de las actuaciones de «antifranquismo retrospectivo», que denotan, además de una terrible falta de perspectiva histórica, una carencia considerable de valentía. Sin embargo, la retirada de honores a José Antonio Primo de Rivera, abogado colegiado asesinado en 1936, sólo merece el calificativo de mezquina y miserable.

José Antonio fue, desde muy joven, un abogado brillante y profundamente enamorado de su vocación jurídica. Sin haber cumplido los treinta años, tras escuchar un informe oral suyo el Tribunal Supremo, el entonces Decano del Colegio Francisco Bergamín –que defendía a su contrario- comenzó su intervención diciendo que acababa de escuchar a una gloria del foro.  José Antonio quiso separar su vocación política –a la que llegó para defender el nombre de su padre- de su vocación como jurista. Como él mismo diría un año antes de ser asesinado: “Seamos, pues, políticos, francamente, cuando nos movamos por inquietudes políticas; y luego, en nuestros trabajos profesionales, tengamos la pulcritud de no traer ingredientes de fuera. El juego impasible de las normas es siempre más seguro que nuestra apreciación personal, lo mismo que la balanza pesa con más rigor que nuestra mano. Cuidemos una técnica limpia y exacta, y no olvidemos que en el Derecho toda construcción confusa lleva en el fondo, agazapada, una injusticia.”

Prestó su último servicio como abogado en un memorable y estremecedor informe oral ante el Tribunal Popular de Alicante -que ya tenía de antemano decidida su ejecución- en su propia defensa y en la de su hermano y su cuñada. Al día siguiente, ya condenado a muerte, escribiría con insólita serenidad lo siguiente: Ayer, por última vez, expliqué al Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. (…) Una vez más, observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero con el asombro y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: "¡Si hubiésemos sabido que era esto, no estaríamos aquí!" Y, ciertamente, ni hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por los campos de España. (…).  A esto tendí, y no a granjearme con gallardía de oropel la póstuma reputación de héroe. No me hice responsable de todo ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón romántico. Me defendí con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan profundamente querido y cultivado con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales. Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid reprochable ni a nadie comprometía con mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a la de mis hermanos Margot y Miguel, procesados conmigo y amenazados de penas gravísimas.”

El 6 de septiembre de 1936, la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados, tras declarar su fervorosa adhesión al gobierno del Frente Popular “y, continuando en su misión, tanto de apoyo a la legalidad constitucional como de colaboración en la obra revolucionaria de transformar profundamente la magistratura y de crear la nueva Justicia popular” decidió expulsar de su seno, por indeseables, a 25 colegiados, entre los cuales figuraban Gil Robles, Alcalá Zamora y José Antonio, entonces preso en la prisión de Alicante así como otros, varios de los cuales fueron asesinados en Paracuellos del Jarama poco después de haber sido señalados.

“Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.”. Así se expresaba horas, antes de caer fulminado bajo el trallazo de las balas, el político más excepcional que ha conocido España durante el siglo XX y que, sin embargo, sigue siendo para muchos un perfecto desconocido.

El pasado jueves, otra Junta Colegial, interpretando a la perfección la partitura del odio que había escrito previamente una sectaria asociación de abogados de corte marxista, cometió la postrera villanía de escupir sobre la tumba de un auténtico modelo de hombre y de abogado que entregó su vida por España. Mi hermano César y otros muchos compañeros me acompañaron hasta la madrugada del viernes para tratar de dar testimonio de dignidad ante la felonía que se proponía perpetrar. Pero la Junta de Gobierno nos hurtó la posibilidad de pronunciarnos ocultando arteramente que había hecho suya tan miserable proposición. No importa. Entrada ya la noche, cuando salíamos de aquella Junta, algunos sabíamos que, entre los luceros de la noche clara, nos iluminaba uno que brillaba con la luz propia de la enorme dignidad que jamás una Junta de gobierno de tan escasa talla podrá mancillar.

Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

Abogado 

12 de diciembre de 2013

Una propuesta miserable

Según informaba ayer el Diario El Mundo, el próximo día 19 de diciembre, el Colegio de Abogados de Madrid someterá a votación la 4ª proposición promovida por la Asociación Libre de Abogados proponiendo acordar la retirada del título honorífico de Decano honorario del ICAM a José Antonio Primo de Rivera y a Francisco Franco Bahamonde “por su participación en el golpe y posterior alzamiento militar”. Naturalmente, la propuesta obvia que José Antonio Primo de Rivera, ilustre abogado madrileño –del cual el propio Decano Bergamín dijo que era una de las glorias del foro tras escucharle informar en el Supremo-, estaba encarcelado ilegalmente desde principios de marzo de 1936 por el gobierno “democrático” del Frente popular para su posterior asesinato “legal” en el mes de noviembre. En cuanto al anterior Jefe del Estado, todo vale a 38 años de su fallecimiento, siendo de destacar la valentía retrospectiva de la propuesta.

            De sobra sé del poco entusiasmo con el que los abogados se toman las Juntas Colegiales, pero en este caso yo al menos haré una excepción para votar en contra de esta indecente proposición, cobarde donde las haya.  Sin duda hay quien añora aquella junta de gobierno que en 1936 expulsó por "indeseables" y enemigos de la justicia popular revolucionaria, entre otros, a José Antonio Primo de Rivera. Afortunadamente, Francisco Franco nos libró, entre otras cosas, de aquella junta de facinerosos, que ahora, casi ochenta años después, regresa de manos de los herederos del odio.

LFU

20 de noviembre de 2013

Para mí sí es una referencia

Decía ayer un ministro que ni para el Gobierno ni para el Pp, la fecha del 20 de noviembre es ninguna referencia. No me sorprende, entre otras cosas, porque esa fecha les recuerda que llevan dos años en el poder sin cambiar prácticamente nada de lo que hizo Zapatero en 8 años de nefasto gobierno.

En cambio para mí, como para muchísimos españoles de bien, este aniversario sí es una referencia. Una referencia de dignidad, de orgullo y de gratitud.

El 20 de noviembre de 1936 cayó fusilado  el que sin lugar a dudas ha sido el político más limpio, más brillante, más valiente y más preclaro del siglo XX español, José Antonio Primo de Rivera. En sólo 3 años diseñó el germen de una doctrina que jamás pudo desarrollarse en plenitud pero que nacía del ardiente deseo juvenil de superar la atmósfera turbia de una partitocracia que a la postre acabaría desencadenando la peor guerra fratricida de nuestra patria. Su sueño, el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, la justicia social en la superación de la lucha de clases, la reivindicación de la dignidad de la persona como portador de valores eternos y la defensa de la unidad de la patria.  Su nombre debía ser un referente para cualquier político cabal, pero el sectarismo de la izquierda y la cobardía de la derecha lo han arrumbado al desván al que va a parar todo lo que molesta por revolver conciencias atormentadas.

Naturalmente, José Antonio no puede suponer un referente para quienes se han acomodado en un sistema pútrido que ha causado el desprestigio de las instituciones del Estado, para quienes conviven con leyes injustas y criminales como la ley del aborto del gobierno socialista y responden con insólita tibieza e imposibles invitaciones al diálogo a la mayor amenaza secesionista que ha sufrido España en los últimos 500 años

El 20 de noviembre de 1975 murió cristianamente, bajo el manto de la Virgen del Pilar, en la cama de un hospital de la Seguridad Social que él creó, el mejor gobernante que ha tenido España desde Felipe II: Francisco Franco. Fruto de una contingencia histórica dramática, el régimen que él fundó -el primero que venció al comunismo- rescató a España de la miseria para dejarla  situada como novena potencia industrial, con pleno empleo, con una clase media pujante, la presión fiscal más baja de Europa, el mayor nivel de convergencia con Europa en términos de renta per cápita de los últimos 40 años  y un sistema de protección social en la vivienda y en el trabajo que causa sonrojo a los socialdemócratas. Dejó un país en paz y preparado para una democracia constructiva que no fue posible por la ambición, irresponsabilidad  y egoísmo del rey y  los políticos de la transición

Tampoco Francisco Franco puede ser referente alguno para un gobierno y un partido que ha claudicado apresuradamente ante Tribunales como el de Estrasburgo, agachando la cabeza y demostrando  el insignificante peso específico de nuestra nación en el mundo. Para un gobierno que, incumpliendo sus promesas, ahoga a las clases medias con una presión fiscal asfixiante, administra 6 millones de parados y se pliega sumiso a los dictados de la ley de memoria histórica con la que la izquierda más sectaria quiso que muchos de los populares pisoteasen la tumba de sus padres.  

Para mí, hoy es un día de recuerdo y de Esperanza. Porque España ha sido capaz de dar y ensalzar  grandes hombres como los que hoy recordamos. Porque, en la hora de los enanos, los nombres de José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco se elevan a la cima de nuestra historia que, algún día, no muy lejano, reconocerá su grandeza como también la pequeñez de los que con tanto desparpajo se atrevieron a ningunearles.

¡Arriba España!


LFU

29 de octubre de 2013

Hace 80 años....

Yo creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!. José Antonio

Hoy hace 80 años que un joven abogado madrileño rompió, en una mañana de octubre, con la atmósfera turbia que, ayer como hoy, envolvía la política española. Su discurso venía a estrenar un nuevo estilo alejado tanto del capitalismo insensible de unos como del marxismo revolucionario de los otros. 


José Antonio sigue siendo hoy el gran desconocido de la historia reciente de España y, recordando las palabras de Enrique de Aguinaga, hoy me vuelvo a sentir joseantoniano: .  

«Ser joseantoniano es entender a José Antonio, por encima de cualquier bandería, como patrimonio de todos los españoles, fuente de ética, que nos propone, sobre las accidentalidades políticas, una profunda manera de ser, un estilo de vida, en el que la acción se somete a la inteligencia y se proclama el antiguo e ilustre sabor de la norma. Y todo ello, encuadrado en una portentosa personalidad, concentrado en una brevísima vida pública y culminado por un testamento estremecedor

LFU

25 de julio de 2013

El 18 de julio. Por José Utrera Molina

(Reproduzco a continuación el contenido íntegro del artículo publicado hoy, con algunos recortes, en la Gaceta)

Hay quienes afirman, con toda razón, que envejecer no es otra cosa que quedarse sin testigos. Yo quiero declarar aquí con toda firmeza que fui testigo del inicio del Alzamiento Nacional el 18 de julio de 1936. Tenía sólo 10 años, pero el alboroto, el sobresalto y la anarquía llegaban por aquel entonces a las proximidades de mi casa. En esa tarde del 18 de julio permanecí en mi pequeño jardín con un íntimo amigo que se llamaba Enrique Morante Villegas que años después y a edad muy joven, marchó a la División Azul y que murió hace unos meses no sin antes haberme visitado para despedirse de mí cuando el ya consideraba próxima su muerte y entregarme el cuaderno con las efemérides militares españolas que tuvieron lugar en las tierras de Rusia.

Aquella tarde comenzamos a escuchar disparos que él atribuía a fuegos de artificio. Yo, sin embargo, le dije que me parecía que eran tiros. Pasados unos minutos abandonamos nuestros juegos y sólo unas horas después, Enrique Morante tuvo que presenciar el asesinato de su padre que fue arrojado por un balcón de la vivienda que habitaban por una milicianada enardecida y rencorosa. Por cierto, los anales de mi memoria, todavía no deteriorados me recuerdan aquel joven compañero mío que nunca tuvo una palabra de rencor y de odio hacia los que habían asesinado a su padre y a muchos de sus familiares.
Mantenía una actitud de fidelidad a nuestros símbolos primeros. Él y yo habíamos pintado en la fachada las flechas rojas que unos amigos mayores nos habían mostrado. Nos parecía entonces que llevábamos a cabo una heroicidad.

El 18 de julio que yo presencié en Málaga fue una explosión revolucionaria donde el eco del rencor y la muerte invadió toda la ciudad. Todas las noches, desde mi casa,  oíamos los disparos de un lugar cercano donde cada noche caían fusilados cientos de malagueños. Recuerdo, porque son instantes que atraviesan el corazón en mi memoria, las largas colas de mujeres y hombres que iban a ensañarse con los cadáveres que estaban allí amontonados. Mis ojos no daban crédito a lo que acontecía delante de nosotros.  Pocos días después, el cadáver del Capitán Huelin que heroicamente mandaba una compañía que intento liberar Málaga, fue expuesto desnudo con un crucifijo en sus partes más íntimas. Puede decirse sin temor a equivocación que el odio había invadido por completo a una parte importante de la ciudad. No entro a considerar las razones de aquellas huestes bárbaras y devastadores. Posiblemente era el resultado de muchos años de escandalosa injusticia social aventado por los comisarios políticos de la Komintern. Pasado el tiempo, con una perspectiva serena, los datos e imágenes que entonces habíamos conocido de manera directa se convirtieron en motivos de reflexión.

Pasados siete meses, Málaga fue liberada de aquella situación insostenible. España entera había sufrido análogas y dramáticas circunstancias. Ya se había declarado una guerra entre hermanos y en las trincheras unos alababan la patria y otros maldecían su existencia. Yo defiendo con toda mi alma la justicia de aquél alzamiento militar. No niego que hubiese razones en las que el bando contrario encontrase una justificación de sus posiciones, pero lo cierto es que España estaba dividida en dos mitades irreconciliables y no era posible la paz.

El Alzamiento no fue un intento grosero de liquidar al oponente sino una necesidad imperiosa de defender a la patria y a le fe frente a quienes las perseguían con saña inusitada quemando iglesias, asesinando brutalmente a religiosos y seglares y exaltando la Unión Soviética frente a la propia patria. No se trataba de aniquilar a los vencidos sino de incorporarlos en un proyecto nuevo de fraterna colaboración.  El propósito del movimiento nacional no fue otro que rescatar a España del riesgo cierto de caer en manos del comunismo libertario que amenazaba con aniquilar el alma milenaria y cristiana de España.  Ante esa situación, españoles de muy diversa condición se unieron en la defensa de Dios y de España en torno al Ejército, la Falange y el Requeté, haciendo de su vida una generosa ofrenda que difícilmente pueden llegar a comprender y apreciar los jóvenes de hoy.

Para mí, que era entonces muy pequeño pero que conocía ya la muerte de muchos de mis familiares en uno y otro bando, el 18 de julio fue al principio una espina que atravesaba mi corazón sin paliativos, pero hoy es un recuerdo vigoroso y gallardo,  sobre todo frente a los que se empeñan en extender día tras día, a través de medios de comunicación, la gran mentira sobre el movimiento nacional y el 18 de julio. Nadie niega que aquella situación fuera durísima y que en una parte y en la otra se produjeran situaciones injustificables.  Pero no perdamos nunca de vista que la idea de la salvación de España estuvo en un lugar mientras que en el otro, su destrucción y su aniquilamiento eran consignas que se trasmitían a través de los micrófonos y de los medios de comunicación. El clamor extendido en Madrid del ¡Viva Rusia! y el ensalzamiento del materialismo marxista, fueron las claves que explican que España tuviese que ofrecer al mundo en holocausto el perfil sangriento de la primera derrota del comunismo internacional. Así lo reconoció con honestidad el propio Julián Besteiro poco después: “La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas: estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos...”.

Hoy, que conmemoramos algunos que aún permanecemos de pie aquella efeméride trágica, pero trascendente y liberadora, pedimos a Dios que no vuelvan otra vez tiempos de ensañamientos y de beligerancias sino que nos incorporemos de verdad a una tarea común con olvido de trágicas situaciones superadas.

Reina la paz en España, pero en el horizonte de nuestra patria están cuajando densos nubarrones en los que aflora la mentira, la falsedad y la injusticia. Ayer mismo, en el trascurso de un espacio para hablar de la guerra civil se afirmaba nada más y nada menos que los muertos de un bando habían sido superiores a los del otro, pretendiendo enfrentar a los muertos de ayer con el recuerdo de los testigos de ahora.  Si hubo un grito unánime y vigoroso en aquellos días aciagos de mi infancia fue el de ¡Arriba España!.  Aquel grito era la manifestación de una voluntad colectiva de levantar a España de la ruina y la destrucción hacia la realidad confortadora de una España unida en paz, proyectando estos sentimientos hacia el futuro. Yo he servido estos ideales durante los años que duró el Estado del 18 de julio. No he traicionado su espíritu, he comprendido su justificación y sobre todo, en mi memoria limpia y en muchas ocasiones rejuvenecida, permanece viva la imagen de un hombre atrozmente asesinado en las tierras de Alicante que se llamó José Antonio Primo de Rivera, líder juvenil, apuesto y gallardo de una minoría que engrandeció los límites de su proyección política y la del conductor de un pueblo en marcha que se llamó Francisco Franco, que levantó a España de una postración secular proyectándola hacia un futuro en paz y prosperidad.  

Declaro aquí, una vez más, mi lealtad al espíritu del 18 de julio y aspiro a que algún día los españoles comprendan el necesario sacrificio de aquel grupo de hombres que alzó sus estandartes y banderas soñando y amando la verdadera libertad de España, por la que combatieron con espléndido sacrificio e indudable heroísmo.

JOSE UTRERA MOLINA

Abogado y Ex ministro

24 de julio de 2013

José Antonio, católico. Por Fray Justo Pérez de Urbel

El que recorra las obras de José Antonio, sus discursos, sus cartas, sus artículos, se encontrará con sorpresa que este gran defensor de una España integral habla muy rara vez de las verdades religiosas, del cristianismo, de la tradición católica. ¿Era olvido? ¿Era indiferencia? ¿Era táctica? Indudablemente, ese silencio o esas expresiones vagas que se le escapan de los puntos de la pluma no obedecen a una posición negativa como la de su maestro en tantas cosas, José Ortega, sino más bien a su actitud de fundador y jefe de una agrupación que debía comprender a todos los españoles que quisiesen trabajar por una patria más próspera y más justa.
Entre los objetos que contenía la célebre maleta de José Antonio, se aprecian
una medalla de la Santa Faz y un "detente" que le acompañaron hasta su muerte

Él, ciertamente, no pensaba, como Azaña, que España había dejado de ser católica, pues todavía en el verano de 1935 afirmaba que la religión católica «es la de casi todos los nacidos en nuestras tierras»; pero su llamamiento se dirigía también a los obreros envenenados por las ideas socialistas, a los estudiantes minados por la incredulidad, que podían aceptar su programa político, sin por eso abandonar sus dudas o sus extravíos de orden religioso. Entre sus primeros compañeros estaba aquel Mateo, venido del comunismo, que angustiado por no tener la fe que veía en la mayor parte de sus camaradas, le decía a uno de ellos: «¿Por qué no le dices al Jefe que me hable de Dios?» José Antonio podría haberle hablado maravillosamente, pero es bien conocida su respuesta: «Yo soy solamente misionero de España».

Esta actitud era ciertamente hábil en un político, pero podía tener sus inconvenientes. Y pronto se vio que los tuvo. El mismo José Antonio alardeaba de no ser un reaccionario, y se ha podido decir que en su ideal falangista no había nada de beato y gazmoño. Esto, unido a sus diatribas contra los latifundios y los terratenientes, a sus campañas de nacionalización de muchos servicios públicos, a sus desprecios contra las derechas y las izquierdas, a sus consignas revolucionarias, a sus ataques contra los ociosos, los zánganos, los rentistas y los convidados, debía poner a muchos en guardia contra él y contra su sistema político. «O está loco o es un bolchevique», se decía de él en algunos centros conservadores y ciegamente cerrados al movimiento social que él propugnaba. Y era fácil ver la afinidad que existía entre la Falange y los sistemas políticos que acababan de triunfar en Italia y Alemania, uno y otro de ortodoxia muy dudosa. ¿No caería el sistema español en los mismos errores? Esta va a ser la acusación venenosa de los enemigos. Inútilmente repetía el Fundador que la Falange no es copia del fascismo; inútilmente protestaba que se negaba a asumir una serie de accidentes intercambiables que existían en el fascismo. Si el fascismo era laico y chocaba con las organizaciones italianas de Acción Católica, ¿no podría temerse otro tanto de la Falange? ¿Y no era de esperar que la Falange se contaminase con los excesos racistas, paganos y totalitarios del nacional-socialismo alemán?

Los Puntos Iniciales de la Falange aparecidos a fines de 1933 cayeron como una piedra en la charca de las ranas. No podía exigirse nada más claro y rotundo. Es la condenación de toda interpretación materialista de la vida, la afirmación católica frente a las eternas preguntas sobre la vida y la muerte; la aceptación del sentido católico de la vida, en primer lugar porque es el verdadero y, además, porque, históricamente, es el español; la incorporación, por tanto, de este concepto religioso en toda la reconstrucción de España.

Todo esto con tres corolarios que no podían despertar recelos en nadie: que la era de las persecuciones religiosas ha pasado; que el Estado no asumirá funciones religiosas propias de la Iglesia; que la Iglesia, a su vez, evitará toda clase de intromisiones contrarias a la dignidad del Estado. Era ésta una advertencia necesaria para los feroces jabalíes de la izquierda.

Nada había en este programa que pudiese molestar al católico más exigente; y no obstante, fue entonces cuando surgió un conflicto inesperado, fue entonces cuando un camarada de la primera hora que, además, era miembro del Consejo Nacional de la Falange, intimidado por la gritería que acusaba al fascismo de incompatible con la religión católica, de panteísta y de acumulador de la personalidad humana, se separó de José Antonio, publicando una nota en que recogía lo más importante de las calumnias que contra la Falange recordaba el movimiento de la Acción Francesa, justamente condenado, que adoptaba una actitud laica frente al hecho religioso y que subordinaba los intereses de la Iglesia a los del Estado.

El escándalo fue grande, pero no produjo el efecto que los adversarios imaginaron desde el primer momento. José Antonio sintió la traición del amigo, y a su nota contestó con otra muy serena y rebosante de buen humor. Estaba seguro de la ortodoxia de su programa doctrinal «que coincidía -afirmaba- con la manera de entender el problema que tuvieron nuestros más preclaros y católicos reyes [...] Además -añadía humildemente-, la Iglesia tiene sus doctores para calificar el acierto de cada cual en materia religiosa». En cuanto a sus propias convicciones, no admitía dudas ni sospechas maliciosas. Jamás disimuló su fe ni en sus palabras ni en su manera de obrar. «Yo soy católico convencido», había dicho a Francisco Bravo en una carta particular unos meses antes del incidente. Era católico, pero a la manera del siglo XX. «La tolerancia es ya una norma inevitable impuesta por los tiempos», y aceptada siempre, podríamos decir, si no por la sociedad católica, sí por la Iglesia católica. «A nadie puede ocurrírsele hoy perseguir a los herejes como hace siglos, cuando era posiblemente necesario». Conformes también, y conforme con estas palabras finales de aquella efusión hecha en la intimidad de la amistad: «Nosotros haremos un concordato con Roma en el que se reconozca toda la importancia del espíritu católico de la mayoría de nuestro pueblo, delimitando facultades».

Es verdad que él admitía en la hermandad sagrada de la Falange a cuantos quisiesen compartir sus ideas políticas sin preguntarles sus sentimientos religiosos, pero estaba seguro de que a su lado el espíritu más descreído, el tránsfuga del marxismo o del socialismo, el mismo ateo, encontrarían un clima espiritual y tal vez un camino hacia la fe. En una carta bien conocida, había escrito estas certeras palabras: «En España, ¿a qué puede conducir la exaltación de lo genuino nacional sino a encontrar las constantes católicas de nuestra misión en el mundo?» No era una orden religiosa lo que José Antonio fundaba, sino una institución política, pero una institución política que suponía para todos sus adeptos un acercamiento al sentido más profundo de la España auténtica, al mundo del espíritu, a las más hermosas verdades del alma y a un concepto de la vida que empezaba por reconocer que el hombre es portador de valores eternos. Si José Antonio, tal vez por considerarse indigno del título de misionero de Dios, aquella gran amplitud de espíritu, aquella maravillosa tolerancia, que debían formar el clima de la Falange, eran ya de suyo ejemplares y misioneras, y a ellas se unía, según el consejo del Fundador, «la propaganda con la ejemplaridad de la conducta» -esto era verdad sobre todo en el Jefe-, sin proponérselo, sin meterse a predicador, sin mezclar la política con la religión, sin alharacas y sin exhibiciones, su sencillez en las prácticas religiosas atrajo a muchos de los que le rodeaban a la aceptación de las verdades de la fe y al cumplimiento consecuente con ellas. Los más antiguos camaradas, los que vivieron en su intimidad durante aquellos años de lucha y de difamación, nos cuentan hermosas anécdotas, que nos descubren su actitud de hijo sumiso de la Iglesia, como aquella que oí una vez, si mal no recuerdo, al camarada Julián Pemartín. Invitados ambos a cenar un viernes de Cuaresma en una casa, donde importaban poco las prescripciones de la abstinencia eclesiástica, apenas se extendió por el comedor el olorcillo de la carne asada, José Antonio se levantó, y cogiendo del brazo a su amigo, le dijo: «Vámonos. ¡Sería tan tonto condenarse por una chuleta…!».

Revelador también es lo que Ximénez de Sandovál nos cuenta como un recuerdo personalísimo. Era ya en los comienzos del año 36. Una tarde, dice el biógrafo, José Antonio nos pidió a Agustín de Foxá y a mí que le acompañásemos la próxima Cuaresma a hacer ejercicios espirituales. Como el ilustre poeta y yo ensayásemos alguna resistencia, él, seriamente, nos dijo: «Os harían un gran bien. Yo he hecho dos veces este retiro, una de ellas con ocasión de una gran crisis espiritual, y me sirvieron de gran alivio y vigorización». «Si nos lo ordenas, iremos contigo como falangistas subordinados», contestó Foxá. Pero él replicó vivamente: «Yo no puedo ni debo mandar eso como Jefe. Os lo aconsejo como amigo. Ahora bien, si no os ponéis a bien con Dios y os toca caer un día, no aleguéis allá arriba el acto de servicio para libraros del infierno».

Los acontecimientos se precipitaron. Vinieron las elecciones, el hundimiento de las derechas, el desencadenamiento de la barbarie, la persecución, los procesos, la Cárcel Modelo, Alicante. En el retiro de la cárcel, donde haría aquellos últimos ejercicios proyectados. Y tras ellos vendría la liberación, la victoria final, la inmortalidad a través de la muerte. Le mataron los rojos, porque sabían muy bien que su doctrina era el más poderoso valladar frente a sus organizaciones marxistas y españolas; pero pudieron haberle matado muchas gentes de orden que le miraban como un apestado o como un aguafiestas, o como un desertor de los círculos aristocráticos, que por pura vanidad se entregaba a actividades indignas de su apellido y de su tradición familiar. Hoy todo aparece claro y lógico: el fervor españolista del Fundador se armonizaba con una conciencia perfectamente católica; las consignas revolucionarias, que tanto asustaban a muchos espíritus timoratos, van poco a poco haciéndose realidad, y desgraciados de nosotros si no logramos implantarlas íntegramente; los clamores de justicia social tan similares a los postulados de la encíclica Mater et Magistra, ya no pueden extrañar a nadie después que tantas voces tan altas y tan prestigiosas han venido desde las cimas de la jerarquía eclesiástica o desde las esferas de la Universidad a juntarse con aquella voz que parecía surgir solitaria entre la polvareda de las pasiones políticas.

La incomprensión fue acaso uno de los más grandes dolores de José Antonio en su última hora. «Me asombra -dirá poco antes de morir- que aún después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a entendernos, y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima información». Por un lado, sólo veía saña; por otro, antipatía.

Como sucede con frecuencia, la comprensión empezó a abrirse camino con la muerte, aquella muerte sublime que en una vida tan lógica corno aquélla no podía ser de otra manera, aquella muerte en que el heroísmo adquiere toda su grandeza, los valores humanos todo su esplendor y el sentimiento cristiano su más bella y genuina manifestación. Se había cumplido una misión histórica trascendente, sólo quedaba sellarla con la sangre. Conocemos los gestos, las palabras, los escritos de las veinticuatro últimas horas, aquellas cartas bellísimas a los familiares y a los amigos, aquel testamento admirable. Es la muerte del caballero cristiano, que siente morir en plena juventud, pero que se entrega generosamente. Ni jactancia, ni debilidad, ni apocamiento, ni fanfarronería. Una serenidad plena, una calma espiritual admirable; una previsión y una clarividencia que llena de asombro a cuantos le rodean. Su mirada se dirige con la emoción del recuerdo hacia cuanto había amado en este mundo: hacia aquella España rota y desangrada, hacia aquella Falange perseguida, cuyo porvenir incierto le preocupa, hacia aquellos camaradas a quienes él había lanzado al combate. «Hasta el final os acompañará mi afecto». No le tiembla el pulso, la fe le sostiene. Es entonces cuando aparece con toda su fuerza. Ahora las consideraciones de la prudencia, necesarias en la propaganda política, habían terminado. Era el momento de la verdad, de la gran realidad: Dios; el momento en que para un hombre realista y con profundas convicciones, el político debía eclipsarse ante el cristiano: Pensemos en Carlos y en el mismo Napoleón: «Espero la muerte sin desesperación, pero ya te figurarás que sin gusto». ¡Qué confesión tan noble! ¡Qué belleza en esta sinceridad! De su carta a su tía la monja son estas palabras: «Dos letras para confirmarte la buena noticia de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios quiere que viva». ¿Qué hace entre tanto? Lee, reza, escribe, medita, pasea y hasta duerme. Unas frases a un amigo, una conversación con el sacerdote, unas palabras confortadoras de Cristo. «Tengo sobre la mesa, como última compañía -escribe a Carmen Werner, una de las primeras camaradas de la Sección Femenina- la Biblia que tuviste el acierto de enviarme a la cárcel de Madrid. De ella leo trozos de los Evangelios en estas, quizá, últimas horas de mi vida». Y en posdata: «Ayer hice una buena confesión». La alegría de la confesión hecha le rebosa en el alma y en los ojos y salta hasta los puntos de la pluma una y otra vez. Por ejemplo, en carta íntima a su tío Antón Sáenz de Heredia: «Ayer confesé con un sacerdote viejecito y simpático que está preso aquí, y estoy lleno de paz». Con esta paz escribe la primera cláusula de su testamento: «Deseo ser enterrado conforme al rito de la religión católica, apostólica, romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz». Dios cumplió su deseo y le trajo a descansar al amparo de una Cruz colosal, digna de su grandeza.

Así fue la doctrina y así fue el hombre. No puedo olvidar el estupor de unos y la satisfacción de otros cuando un prelado insigne de la Iglesia española, el arzobispo de Valladolid, con motivo del segundo aniversario del 20 de noviembre, ante una asamblea en que estaba representada toda la España Nacional, proclamó con palabras inolvidables la nobleza de aquel corazón, la honradez de aquella vida y la sinceridad de aquella fe. «Él supo vivir -decía- y, sobre todo, supo morir, como siervo bueno y como hijo bueno de la Patria y de la Iglesia. Y Dios ordenó en su Providencia amorosísima que el mismo José Antonio nos dejase un retrato sublime de su corazón en aquellas horas que precedieron a su muerte: su Testamento, prueba palmaria de que fue un hijo preclarísimo de España y un hijo ferviente de la Iglesia católica. No era un estoico, era un cristiano; y el cristiano es divino y es humano [...] El cristiano, por ser divino, por llevar en su entendimiento la luz sobrenatural de la fe y las aspiraciones sobrenaturales de la esperanza en el corazón, y los ardores de la caridad en la voluntad, no por eso deja de ser humano; más aún: aquellas fuerzas sobrenaturales aumentan, vigorizan y exaltan todas las fuerzas ordenadas de la naturaleza humana. Ved, pues, a José Antonio valiente, activísimo, denodado hasta el sacrificio, hasta la muerte, y a la vez de corazón sensible. No merece le recriminación del Apóstol: sine afectione [...] Evidentemente, la España que soñaba el Fundador de la Falange es una España en consonancia con el espíritu español y católico, que informa, y anima, y vivifica, y engrandece, y sublima su Testamento». 

Fray Justo Pérez de Urbel

Del libro: José Antonio. Edit. Delegación Nacional de Organizaciones del Movimiento
noviembre de 1961
http://www.plataforma2003.org

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16 de julio de 2008

Fraga y la legitimidad del Régimen del 18 de julio

"Durante muchos años la legitimidad de los régimenes políticos ha querido medirse exclusivamente por el patrón de la experiencia concreta, la democracia parlamentaria, cuya expresión más acabada eran los sistemas inglés y francés. El surgimiento a lo largo de toda la geografía mundial ha hecho revisar la valoración de estos sistemas y hoy se acepta de modo muy general la relación entre las formas políticas y la base social sobre las que se sustentan. Pero conviene no dar la espalda al concepto de legitimidad.

La legitimidad de un régimen político es una realidad esencialmente histórica, y que consiste esencialmente en la aceptación por parte de un pueblo de un sistema político como el más adecuado a sus condiciones sociales, en la coyuntura presente, en relación con experiencias anteriores, y con lo que aspira a ser en el futuro. Por eso hablaban los clásicos de la legitimidad de origen (un régimen en relación con los anteriores) y la legitimidad de ejercicio (un régimen, su obra presente y sus posibilidades de futuro)."


Fraga Iribarne, Manuel. El orden político en los principios del Movimiento Nacional. Madrid. Instituto de Estudios Políticos, 1963, tomo I, p.41s.


No puedo estar más de acuerdo. El texto promete, y por lo tanto, habrá más....


LFU