"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

21 de julio de 2018

La última batalla de Francisco Franco



Tras la victoria en Mühlberg (1547) sus huestes propusieron al emperador Carlos exhumar a Lutero de su tumba y esparcir sus restos. La respuesta de Carlos, que dice tanto de la nobleza del rey como de la vileza de la pretensión, fue la siguiente: Dejadle reposar; ya ha encontrado su juez. Yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos.

Cinco siglos después, no son las huestes sino un gobernante de exigua estatura moral quien pretende hacer historia con minúsculas profanando la tumba de quien hace 82 años cometió la osadía de unirse a una sublevación cívico-militar contra un proceso revolucionario marxista y ser el primero y único en derrotar al comunismo en el campo de batalla: Francisco Franco Bahamonde. 

82 años ha tardado el Frente Popular en volver a gobernar en España y, como sucediera la otra vez, no lo ha hecho por la fuerza de las urnas. En febrero de 1936, su primera medida fue indultar a los condenados por el golpe de estado de octubre de 1934 haciendo ostentación de su desprecio por el Estado de derecho. En 2018 accede al poder con una propuesta estrella pronunciada solemnemente en el parlamento: exhumar a Francisco Franco, con el objeto de completar el círculo paranoide de una revancha retrospectiva iniciada por el gobernante más sectario de nuestra reciente historia, Rodríguez Zapatero.  Una revancha disfrazada cínicamente de reconciliación que ni un solo diputado del arco parlamentario nacional ha tenido la vergüenza torera de denunciar, no fuera a ser que se le tache de “fascista” como a los que paseaban en el 36.  

No demuestra el Partido socialista valor alguno, sino más bien todo lo contrario, con tan macabra pretensión. Valor habría hecho falta para sacar a Franco vivo del Pardo, pero ensañarse con su cadáver, cuarenta y tres años después de muerto, es un acto de suprema cobardía que pesará como un baldón sobre sus responsables.  Se trata de un acto ritual, de un macabro aquelarre con el que el Frente Popular pretende ganar simbólicamente, 80 años después, una guerra que provocó deliberadamente y perdió en el campo de batalla. Pero paradójicamente, para consumar su felonía, necesita ahora de la Iglesia católica, la misma que fue cobardemente perseguida y martirizada en los años 30 con más de 8.000 asesinados por causa de su fe y que ahora se encuentra ante el dilema de convertirse en cómplice de una póstuma humillación del hombre que salvó a la Iglesia del mayor genocidio que había sufrido desde tiempos de Nerón.

Con la ley en la mano, Sánchez no tiene nada fácil lograr su propósito, ante la rotunda negativa de los legítimos propietarios de los restos mortales del Generalísimo, sus nietos, quienes han hecho gala de una firmeza y dignidad encomiables ante las presiones recibidas del ejecutivo. El gobierno no ha dudado en mentir abiertamente lanzando mensajes falsos sobre la existencia de negociaciones y acuerdos con la familia que sólo han existido en la mente del nuevo gurú mediático de la Moncloa. 

Tampoco tiene asegurado, sino más bien difícil, el plácet de la Iglesia para que sus comandos exhumadores puedan entrar en un lugar sagrado que, como basílica pontificia, tiene carácter inviolable de acuerdo con los Acuerdos vigentes entre la Iglesia y el Estado. Una vez más, su pomposo anuncio se ha dado de bruces contra el muro de la dignidad de una Comunidad Benedictina que no está dispuesta a servir de comparsa de las macabras pretensiones socialistas.

Con todo ello, es enorme el poder de un gobierno en un país en el que los mecanismos de contrapoder son escasos, lentos y pesados. Como dijera Franco en el año 1936, ellos lo tienen todo, menos la razón.  Sánchez se arriesga muy seriamente a tener que responder ante la justicia si decide despreciar el estado de derecho para no quedar en ridículo ante sus huestes, sedientas de rencor y de venganza contra la media España que entonces no se resignó a sucumbir.

La borrachera de poder que siguió a la patética moción de censura que le aposentó en la Moncloa, le llevó a prometer con mucha pompa que iba a disponer de algo que no era suyo y que se encontraba en un lugar sobre el que carece de jurisdicción, sin que fuera advertido de ello por los sesudos y forrados sanedrines de la memoria histórica.  Olvida el gobierno que Franco fue enterrado en el Valle de los Caídos con autorización de su familia y que ésta no está dispuesta a que el cadáver de su abuelo sea públicamente humillado para complacer a una turba sedienta de venganza. Y sin la autorización de la familia, la jerarquía de la Iglesia no puede tolerar la pretendida profanación sin incurrir en gravísima responsabilidad, no sólo jurídica, sino también moral.

Nada más lejos de mi intención que despreciar al enemigo, porque en este caso dispone de todos los resortes del poder y cuenta con la indiferencia de la mayoría de los españoles, que viven en la inopia y a los que esta aberración histórica les trae sin cuidado. Pero son demasiadas las variables que no controla Sánchez en esta batalla sin par contra el cadáver de un General invicto que, si la Iglesia no lo impide, podría ganar, cuarenta y tres años después de su muerte y emulando al Cid Campeador, la última y más mediática de sus batallas.

Luis Felipe Utrera-Molina


19 de junio de 2018

Aún Cabalga. Por José Utrera Molina


El 21 de marzo de 2005, tras la retirada ilegal de la estatua ecuestre de Francisco Franco en la Plaza de San Juan de la Cruz, José Utrera Molina escribió este artículo que salió publicado en el diario La Razón. He pensado que hoy, en el fragor del debate miserable sobre la eventual exhumación del cadáver del Generalísimo, hubiera escrito algo muy parecido, porque jamás estuvo dispuesto a darse por vencido en su defensa de la verdad y en su lealtad al mejor gobernante que ha tenido España desde Felipe II. 



AÚN CABALGA

 «Pese a quien pese Franco cabalga aún en la Historia española. Somos ya minorías los que nos atrevemos a defenderle, pero no cabe duda de que estamos dispuestos hasta el último momento de nuestra existencia a ser leales con el hombre que entregó su vida por el bien de España y de los españoles.»

El derribo, con cobarde nocturnidad de la estatua de Franco, no es en modo alguno un episodio intrascendente. Es todo un escándalo emblemático, una acción torticera y malévola. Muchos españoles entre los cuales yo me encuentro, estimábamos que la transición había cubierto una etapa de la vida española en la cual la mirada hacia el porvenir, dejaba atrás las contiendas del pasado. Ya no es así. Me considero un superviviente de una de las etapas, a mi juicio más fértiles de la historia española. No hice la guerra en razón de mi edad, pero contribuí con mi esfuerzo a que una España marginada y deshecha pudiera reencontrarse con su destino. Estos ideales los trasmití a los que fueron mis camaradas, mis compañeros, muchos de los cuales ya no viven. Nunca creí que los embalses del odio pudieran estar tan repletos. Hoy los vemos rebosantes y el odio es siempre una pasión aniquilante y devastadora. Volver otra vez a resucitar las dos Españas no es solamente una desdicha, es un acto de barbarie histórica. Las estatuas son el testimonio de una época, que queramos o no, están inscritas en la historia. Para unos con gloria, para otros posiblemente con sentimientos contrarios, pero los hechos no se pueden arrancar de raíz. No se puede prescindir en modo alguno con descalificaciones, manipulaciones y con el cultivo sistemático de la mentira, la historia de España.

Son muchos los que en estos días se han referido al criterio de Felipe González. También le menciono yo, porque creo que acertó al decir que “a Franco de alguna forma, debieron derribarlo cuando estaba vivo y montado a caballo y no muerto y convertido en esfinge”. Somos muchos, todavía, los españoles que al menos al término de nuestra vida no aceptamos este juego cínico, repulsivo e hiriente. Nuestra aspiración de vivir en paz no reside en la descalificación de los que pudieran ser nuestros adversarios. Hay un horizonte amplio y luminoso de porvenir en el cual debe instalarse la definitiva reconciliación de los españoles. Yo afirmo, que luché por ella y en mis discursos en la etapa en que tuve responsabilidad política se pueden leer frases que dicen: “Hay que unir la sangre de los que murieron con la sangre de los que mataron y abrir con esa unión un espacio de legítima esperanza”. Declaro que me siento humillado y escarnecido por la vejación que representa el hecho de ese atentado miserable iniciado  por el gobierno y ejecutado con repugnante alegría por la ministra Magdalena Álvarez.

Confieso mi perplejidad y me uno de todo corazón con las voces vibrantes y juveniles que ayer mostraron la adhesión a un Caudillo que no conocieron, empuño como ellos sus mismas banderas, me identifico con sus exclamaciones, me uno a sus vítores y ni me arrepiento ni me olvido de nada. Estos jóvenes estiman que el nombre de Franco está en la historia con letras de limpieza inmaculada. Por ello, me uno a sus canciones, a la expresión de sus amores desesperados y veo en ellos el germen de un nuevo horizonte, donde habrán de florecer de nuevo el respeto y la verdad. Podrán arrancar de su pedestal la estatua de Franco, podrán quebrar los planos materiales de su sustento, podrán mutilar su figura, podrán almacenar en un rincón cualquiera los restos de su imagen, pero con ello no van a terminar en modo alguno con su recuerdo. Pese a quien pese Franco cabalga aún en la Historia española. Somos ya minorías los que nos atrevemos a defenderle, pero no cabe duda de que estamos dispuestos hasta el último momento de nuestra existencia a ser leales con el hombre que entregó su vida por el bien de España y de los españoles. Mientras otros, que protagonizaron escalofriantes y atroces genocidios, reciben homenajes reales. Las brumas del tiempo oscurecerán transitoriamente la figura de Franco, las nubes del rencor intentarán lapidar su imagen, los torrentes del odio desatado creerán que han destruido su obra y su persona, pero contra viento y marea no podrán hacer bajar del pedestal de la historia a quien sirvió con abnegación y sacrificio los intereses de todos. Pienso con dolor que se inicia una nueva primavera bajo un signo inquietante de futuros enfrentamientos. Dios haga el milagro de que no volvamos como quiso José Antonio Primo de Rivera, a que los españoles nos entreguemos de nuevo al drama de discordias civiles. Repito como final, pese a la voluntad del gobierno, frente al sectarismo de los que no renuncian a ver con claridad la vida de España, Franco cabalga aún sereno y majestuoso en el aire de la Historia. He leído precisamente esta noche el inmortal soneto de Quevedo, en uno de sus versos se dice: “Vencido por la edad, sentí mi espada”, pues bien, ni los años podrán quebrantar mi ánimo, ni el peso de tan crueles injusticias abatir mi voluntad y el poder de mi fe”.



JOSE UTRERA MOLINA


14 de junio de 2018

Compañía de Jesús y Memoria histórica

Ahora que la historia y la verdad padecen y perecen en cuanto desafían al pensamiento único dominante, pocos recuerdan que la Compañía de Jesús fue disuelta en enero de 1932 por el Gobierno presidido por Manuel Azaña, en aplicación del artículo 26 de la Constitución republicana, que declaraba disueltas aquellas órdenes religiosas que impusieran un voto especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. La disolución afectó a los 3.622 jesuitas españoles y, de la noche a la mañana, se clausuraron y nacionalizaron ochenta casas en España, dos universidades, tres seminarios, veintiún colegios de enseñanza secundaria, 163 de enseñanza elemental y profesional, conventos y casas de ejercicios, diecinueve templos, 47 residencias, 33 locales de enseñanza, 79 fincas urbanas y 120 rústicas. Se incautaron también saldos de cuentas bancarias y valores mobiliarios y todos sus bienes pasaron a manos del Estado.
En mayo de 1938, en plena guerra, Franco derogó el decreto de 1932, devolvió a la Compañía todas las propiedades incautadas por la República y parte del patrimonio incautado por Carlos III en 1772. En señal de agradecimiento, el entonces general de la Compañía, el P. Ledochowski, añadió el nombre del Generalísimo al de los fundadores y grandes benefactores de la Compañía y, posteriormente, en 1943, el P. Magni, vicario general, hizo llegar al Generalísimo un documento por el que la Compañía le agradecía el inmenso beneficio de la devolución de todos los bienes que la revolución le había arrebatado. En dicho documento -conocido como «Carta de hermandad»- se le comunica que se le hacía «participante de todas las misas, oraciones, penitencias y obras de celo que por la gracia de Dios se hacen y en adelante se harán en nuestras provincias de España». Con tan alta y excepcionalísima distinción, la Compañía cumplía con lo previsto en el capítulo I de la IV Parte de sus Constituciones, «De la memoria a los fundadores y bienhechores», afirmando que «es muy debido corresponder de nuestra parte a la devoción y beneficencia que usan con la Compañía».
No fue este, sin embargo, el único favor que recibió de Franco la Compañía. En 1968, el Generalísimo intervino directamente, a petición del rector de la Universidad Pontificia de Comillas, P. Baeza, para lograr el traslado de las facultades a Madrid, lo que provocó no sólo que este le renovase «mi gratitud que es mía muy especial pero que es de nuestra Compañía, a la que en plena Cruzada V. E. restauró en España y le devolución sus bienes y personalidad jurídica», sino una carta personal de gratitud del P. Arrupe que terminaba así: «En mis oraciones tengo siempre muy presente la persona y las intenciones de Vuestra Excelencia».



Resulta obligado este recordatorio porque me consta que, en uno de los colegios señeros de la Compañía, se veta desde hace años a los alumnos la posibilidad de hacer un trabajo sobre Francisco Franco, como personaje de la historia de España. No sucede lo mismo con Largo Caballero o con Azaña, verdadero artífice de la expulsión y disolución de la Compañía. Se trata tan solo de una anécdota, pero ciertamente ilustrativa de los estragos que la dictadura de lo políticamente correcto está haciendo, no sólo en la tradición abierta que siempre presidió la enseñanza en los colegios jesuitas, sino también al valor de la gratitud que, como recordaba recientemente el rector de la Pontificia Comillas, debe presidir siempre la actuación del cristiano en la vida pública.
Nadie puede negar, con un mínimo de rigor, que la Iglesia, con cerca de 8.000 sacerdotes y religiosas martirizados en la guerra civil (entre ellos 119 jesuitas que decidieron quedarse en la clandestinidad) consideró a Franco como su salvador, entre otras cosas porque los obispos de entonces (trece de ellos fueron brutalmente asesinados) tenían muy presente la horrible persecución que acababan de sufrir.
Hoy, ochenta años después de aquella tragedia, no faltarán jesuitas que se sorprendan al descubrir la alta distinción otorgada a Franco como gran benefactor de la Compañía, y más aún de las piadosas obligaciones que dicho tributo conlleva, claro que ellos ni recogieron en las cunetas los cadáveres de sus hermanos, ni vieron sus iglesias y bibliotecas incendiadas, ni todos sus bienes incautados, ni tuvieron que estudiar fuera de España para ingresar en la Compañía.
La historia no debería utilizarse jamás para aventar odios o venganzas, sino como aprendizaje en la formación del mañana. El conocimiento crítico y el debate sobre el pasado, con sus luces y sus sombras, es el mejor equipaje que puede ofrecerse a un estudiante, sin prostituirlo con censuras o vetos selectivos. Vivimos tiempos recios en los que la verdad está seriamente amenazada, otra vez, por tentaciones totalitarias, pero también por la ingratitud y la cobardía. Ojalá estas líneas sirvan para despertar a tantas conciencias anestesiadas dentro y fuera de la Iglesia y de la Compañía de Jesús y guiados por la búsqueda de la verdad y la excelencia -verdaderas señas de identidad jesuita- dejen, de una vez por todas, de colaborar activa o pasivamente con la falsificación hemipléjica de la historia de España.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez es Abogado

N. del A.: Se equivocan gravemente quienes vean en este artículo una crítica a la Compañía de Jesús. Los hechos que se describen, tanto los históricos como los recientes, son rigurosamente ciertos y desconocidos para la mayoría. La denuncia de algunos comportamientos sectarios e injustos en el seno de cualquier organización humana, no sólo es oportuna sino necesaria para su propia autocrítica y no impide mi reconocimiento hacia la labor de la Compañía de Jesús -de la que he sido alumno durante 16 años de mi vida-  a lo largo de su historia.  En un tiempo en el que la mentira -arma favorita del maligno- preside amplios espacios de la sociedad, nuestra obligación como cristianos es combatirla sin miedo, so pena de convertirnos en cómplices de la misma.  

5 de junio de 2018

José Utrera Molina, la unidad que hace posible una vida

Transcurrido más de un año tras el fallecimiento de mi padre, quisiera aportar un retrato más nítido de la persona, porque a través del recuerdo íntimo y familiar es posible arrojar una luz más completa no sólo del personaje público, si no del tiempo y de la España que hizo posible su peripecia vital. Una recurrente mentira del tiempo presente es la pretendida separación entre la vida privada y la pública como si se tratara de ámbitos independientes e incomunicados. Por el contrario, las claves para entender un personaje público nunca se hallan lejos de su acontecer privado. Desde el afecto filial, pero con la distancia generacional de ser el benjamín de sus hijos, entiendo que la vida de mi padre es una noble y ejemplar impugnación de esa artificial separación. Existe un hilo rojo que vertebra su ciclo vital, que explica su acontecer público a lo largo de su prolongada, venturosa y también sacrificada historia personal y espero que estas líneas sirvan para desentrañarlo.
 
Un padre siempre acompañado.
 
Me es difícil recordar a mi padre solo, tuvo una vida bendecida por la compañía. Tomando la afortunada expresión de Juan Manuel de Prada mi padre fue un “atleta de la amistad”. Tenía el reconocible don de hacer sentir en su interlocutor la cercanía y un afecto real y profundo que no era jamás un recurso o estrategia, sino la expresión de que cada persona para mi padre, era alguien único. Esa calidez, sin duda, tenía que ver con la dulzura templada de su Málaga natal, la honda estirpe andaluza de la que procedía, acrisolada por una fe intensamente vivida. De Madrid, de Málaga, Sevilla, Burgos o Ciudad Real, mi padre tenía una larga nómina de amigos que recurrentemente aparecían por casa. Su presencia, sus visitas frecuentes, eran una vigorosa, fecunda y alegre muestra de las relaciones que mi padre había ido acumulando a lo largo de los años.
 
De diversa índole y condición, mi padre mantenía intactas amistades de la niñez cuyos derroteros vitales, a veces, poco tenían que ver con mi padre, pero cuya amistad se mantuvo incólume pese al paso de los años. Manuel Alcántara, Tomás Molina, Joaquín Ligero, Pepe González de la Puerta y Julio Valverde, entre otros muchos, han sido testigos de que mi padre nunca dejó de sentirse unido a la ciudad que le vio nacer, a los amigos que allí estuvieron.
 
También su vida política entre colaboradores y personajes públicos que frecuentó le procuró una escogida y nutrida gavilla de fuertes vínculos que perduraron y atestiguaban que dejó recuerdos y relaciones, que le mantenían enraizado allí donde tuvo responsabilidad política. La presencia en la vida familiar de los Dancausa, los Rodríguez Acosta, los Ariza y tantos otros, me hicieron entender que la vida pública de mi padre estaba vinculada siempre a personas, rostros concretos, con las que compartió a fondo sus ilusiones y a las que hizo partícipe de sus proyectos políticos. Recuerdo con nitidez que en las contadas ocasiones que mi padre hablaba en mi presencia de alguna realización o logro, especialmente querido de su trayectoria, siempre hablaba en plural: “hicimos, tratamos de conseguir, alcanzamos…” y que mi padre destacaba siempre la especial habilidad o talento de éste colaborador o de aquél otro. Ese plural era definitorio del concepto que mi padre tuvo de la política, un empeño común, siempre en compañía en el que el liderazgo que desempeñó era un catalizador del talento de otros que compartieron el empeño de mi padre, siempre enfocado en el servicio a los que más necesitaban.
 
Nunca cesó en su empeño de mantener, cuidar y acrecentar la nómina de amistades adquiridas, construyó fuertes vínculos con los padres de los amigos de sus hijos, con los políticos de sus hijos y con personas que fueron apareciendo por distintos avatares de la vida, por vecindades más o menos temporales o por las propias necesidades de la vida. Los Romero, los Arias, Rafael de Penagos, los Roberge o los Mira, han sido compañías que en el otoño de su vida atestiguan que es posible seguir haciendo amigos como al inicio de la misma, pues un corazón vivo no cesa de anhelar del regalo de la verdadera amistad que no tiene fecha de caducidad. No puedo dejar de recordar con especial emoción, el vínculo cordialísimo, crepuscular, tiernamente cervantino que estableció con su cuidador Adriano, al que llamaba “mi amigo” y que le asistió hasta el último momento.
 
Mi padre en familia.
 
Siendo el benjamín de los hijos de José Utrera Molina y pese a nacer en el cénit de su vida pública tras llegar a ser ministro, nunca fui testigo directo y consciente de la misma y en cambio sí lo fui de la vida familiar de mi padre. Mi padre era alérgico a un sentido endogámico de la familia, al contrario, era el dintel de entrada a un mundo de relaciones que nunca se quedaban allí. Había en él una adhesión cordial y sincera a cada miembro de la familia, lejana o cercana, admirando las virtudes, subrayando los dones de éste o de aquél. De alguna manera era consciente del regalo de una familia amplia y su entrega y afanes por la familia eran expresión del agradecimiento sincero que experimentaba por los lazos de sangre, que él tornaba siempre en vínculos de corazón con su actitud acogedora y su casa abierta. Con sus hijos, con sus nietos y bisnietos, con la familia política que nunca se sintió como tal, conseguía sin fingimiento que cada uno sintiera su predilección porque su corazón se ensanchaba sin límite ante el regalo de su estirpe continuada.
 
La vida de mi padre no se explica sin los 68 años junto a mi madre. Fue su aliento permanente en los momentos de prueba, el estímulo para continuar sus luchas, su confidente, su pilar y motivo de perpetua alegría. En mis padres hemos podido ver todos los hermanos que la promesa de vida fecunda y plena que el matrimonio cristiano ofrece es posible y real, no es un ideal y hemos sido testigos de una vida conyugal, motivo de inspiración y ejemplo. Es posible vivir enamorado y quererse hasta el último segundo de aliento vital. Su mirada profunda y generosa de la familia es un trasunto de la mirada grande que el cristianismo regala al ser humano, la fraternidad universal a la que estamos llamados y que sólo se construye, empezando por los más cercanos.
 
El quehacer de mi padre como exiliado interior
 
Con el tiempo fui percibiendo progresivamente la singularidad política de mi padre a medida que fui teniendo uso de razón. Un hito importante en la toma de conciencia de la estatura política de mi padre, lo constituyó el viaje a Barcelona en las navidades del año 1988 cuando mi padre a punto de publicar sus memorias en la colección Espejo de España de Planeta, cerró con Rafael Borrás Betriu, mano derecha de Lara, los detalles de la edición de su libro Sin Cambiar de Bandera. Con catorce años cumplidos por la Barcelona preolímpica, tras varias conversaciones con mi padre y echando cuentas de muchos detalles que trataba de ordenar en mi memoria, mi padre constituía una rareza en el panorama público español. Eligió salir del tiempo político presente sin ninguna ganancia personal, para constituirse desde el inicio de la democracia, tras presentarse en las primeras elecciones y financiar su campaña de su bolsillo, en una de las pocas voces que trataba de hacer justicia a un tiempo de la historia de España, el del régimen de Franco, que el consenso político quiso dar por sepultado para siempre de la memoria de los españoles.
 
Los motivos del “exilio” interior de mi padre estaban muy lejos de la nostalgia: el amor a la verdad histórica, la preocupación por el futuro de España, los juramentos contraídos no le dejaron otra alternativa, que cargar sólo, en muchas ocasiones, contra los nuevos molinos de viento. Tuvo la convicción profética de que construir España desde el desprecio injusto al pasado inmediato, sin asumir razonablemente el balance del tiempo anterior, alimentaría un mañana enfermo por el rencor y la falta de identidad auténtica. Ninguna nación puede saltarse su pasado, ni dejar de asumirlo. Nunca se resignó, nunca dejó de indignarse por aquello que lo merecía.
 
Un motivo de admiración constante fue cómo mi padre encajó el aparente fracaso de sus empeños mundanos, la dignidad sobria y alegre con la que se condujo cuando dejó para siempre la responsabilidad política. Desde la humildad siempre fue consciente de que el legado político del Régimen de Franco, la España reconstruida en la que advino la democracia, ha permitido la construcción de una nueva sociedad mucho más digna y justa, junto con el periodo más largo de paz en España en los últimos dos siglos. Esa victoria silenciada pero a la que el tiempo hará justicia, le sostuvo siempre, frente a la tentación del derrotismo y el desánimo.
 
Mi padre, hombre de cultura y fe. Mi padre no perdía el tiempo, la búsqueda y el aprecio de la belleza acompañaba a mi padre en sus quehaceres. Parte de su tiempo, lo dedicó a leer novelas, ensayos y biografías, a meditar sobre la historia y los hombres que la protagonizaron para entender tanto el pasado como el presente, y a leer y escribir poesía. Tenía oído, sentido del ritmo y su amor a la literatura se recondujo en los sonetos que fue escribiendo a lo largo del tiempo. Sonetos que cristalizaron lo mejor de sus empeños, recuerdos personales y experiencias. En esta dedicación de mi padre habitaba el presentimiento jubiloso de que la búsqueda de la belleza y el disfrute de su contemplación, en sus distintas facetas, conducen necesariamente al Misterio, al Dios que reúne y acoge todo lo que de verdadero y hermoso existe.
 
La fe de mi padre era una fe sencilla, sostenida por la oración, la práctica sacramental y la fidelidad a la Iglesia. Un agradecimiento profundo por lo recibido era una actitud común en él. Tenía facilidad y humildad para agradecer todo aquello que se le brindaba, merecidamente o no. La gratitud decía “es una de las más profundas expresiones del ser humano” y no era infrecuente en los últimos años oírle dar las gracias por un sinfín de bienes de los que pudo disfrutar: sus ocho hijos, sus 19 nietos y sus dos bisnietos, la amistad durante una vida entera de muchos amigos, el reconocimiento de gentes sencillas que siempre guardaron memoria de los esfuerzos que mi padre hizo por ellos. Se despidió de su madre cuando ésta entregó su alma a Dios, dándole gracias por haberle dado la vida, por haberle transmitido la fe y el amor a España. Así se despidió de él, mi hermano mayor, José Antonio, en nombre de todos sus hijos en los últimos días de mi padre.
 
Su fe estaba enraizada en imágenes concretas que le acompañaron durante toda la vida. El Cristo de la Buena Muerte que llevó siempre en su pecho, simbolizó su identificación con un modo de vivir, del Tercio y de la milicia que llevaba en su sangre y en su corazón por generaciones. La imagen de la Esperanza de Málaga, ocupaba también parte de su corazón. En su Basílica de Málaga descansan sus restos, continuando una devoción mariana que está en la raíz de la fe sencilla del pueblo español, con la que mi padre se identificaba como uno más.
 
En definitiva, la fe y el amor explican el hilo perfectamente reconocible de su conducta, la continuidad de su quehacer, la fecundidad misteriosa de su ejemplo. Hijo solicito, buen esposo, padre ejemplar y amigo fiel dieron lugar al hombre público íntegro que fue, que supo lidiar con el poder sin que le cambiara. Puedo decir con orgullo y gratitud que no tengo duda de la Gracia abundó en él, porque la fe y el amor, el amor y la fe le sostuvieron en todos esas facetas, pues Dios no olvida y abandona nunca a quién guarda “fe y palabra y ser fiel a quien debe”, resumen del empeño de la vida de mi padre, José Utrera Molina, un caballero cristiano.
 


1 de junio de 2018

España, en manos de sus enemigos.


Nunca sabremos si estaba o no escrito, pero podemos afirmar que hoy es un día muy triste para la historia de España. No porque se vaya Rajoy, el presidente que más poder ha acumulado en los últimos 40 años y el que más lo ha desaprovechado, con un dontancredismo que le ha permitido permanecer en la Moncloa hasta hoy, pero que nos deja con el proyecto de ingeniería social de Zapatero intacto y con la aplicación timorata y cobarde de la ley en Cataluña ante un golpe de Estado que, de no haber sido por los jueces, habría tenido mucho más recorrido.

Lo es porque accede a la presidencia un hombre que ha hecho gala de una carencia absoluta de principios, gracias al apoyo de todos los partidos que odian a España y buscan su destrucción, que hoy celebrarán con algarabía su victoria y su venganza.  España, hoy, está en manos de los separatistas, de los cómplices de los terroristas, de los comunistas y bolivarianos de salón y de quienes acaban de dar un golpe de Estado en Cataluña, cuyos efectos continúan y que inevitablemente conducirá a la violencia entre catalanes.

Dios sabe el porqué y algún día nosotros también lo sabremos. Mientras tanto preparémonos para lo peor,  esperemos que no se alargue demasiado y recemos a quienes desde lo alto pueden interceder por nuestra querida Patria.

Y como es muy posible que en unos meses este blog sea prohibido y se convierta en prueba de cargo contra su autor, vuelvo a gritar con más ganas que nunca ¡ARRIBA ESPAÑA!   

27 de abril de 2018

Soneto a mi padre


Un año ya del día que te fuiste, de aquella madrugada junto al mar que no ha cambiado y en el que no ha habido uno sólo en el que no estuvieras presente. Pensé en dedicarte un artículo, pero ya te he escrito algunos y otros podrán hacerlo mejor que yo. Pensé entonces que te haría más ilusión que te dedicase un soneto.

Como tú nos decías cuando te pedíamos uno, esto es mucho más difícil de lo que parece.Tejer un soneto es un reto que lleva mucho tiempo, se lleva retales de tu corazón, requiere paz y te da muchísima guerra.  Son muchos, cientos, los versos abortados, tercetos enteros que de parecer redondos, han terminado en el cubo de la basura, rimas soñadas que no han visto nunca la luz, noches enteras de insomnio para conseguir una rima digna. Nunca podría haberlo hecho sin tu ayuda y sin tu inspiración y tampoco sin los sabios consejos de mi amigo y admirado Enrique García-Máiquez que ha sabido ser indulgente, pero certero en su crítica.

Espero que, desde el azul intenso de tu lucero, leas con indulgencia estos versos que son tuyos, ésta cárcel de endecasílabos en la que he tratado de desahogar mi corazón, atribulado por tu ausencia y al tiempo consolado con la fe de saber que compartes la gloria con aquellos por los que rezabas cada noche. Esperanzado porque, como nunca te cansaste de repetir, no hay noche sin aurora.

Va por tí, papá.

Mecido entre recuerdos me he dormido
tratando de alcanzar tus largos pasos,
añorando el calor de tus abrazos,
rescatando mi infancia del olvido.

En sueños nos hablamos todavía.
Tú ya eres luz, yo sigo mi andadura.
Oigo tu voz, que alivia la amargura
de no verte a la luz del nuevo día.

Te acompañó mi alma en tu partida,
luchando contra el miedo de perderte.
Y al contemplar ayer tu cuerpo inerte,

le dije adiós a mi niñez perdida.
Anoche te lloré por vez primera
esperando una nueva primavera.


Luis Felipe
  




11 de abril de 2018

En el XC cumpleaños de Juan Romero



Hoy no procede la estrechez de una llamada telefónica para expresar lo que Juan Romero merece en su 90 cumpleaños, y sobre todo lo que significa para la familia de su amigo Pepe Utrera, convencida de que también él, desde los luceros, lo celebrará al igual que tu queridísima Agustina.

Juan Romero es la encarnación de la mejor y más entrañable forma de entender la amistad, en constante entrega a los demás, de concebir la vida como una vocación de servicio y de ejemplo heroico ante la adversidad.

Juan Romero, coronel del Tercio legendario, es sinónimo de lealtad a España, y a su credo legionario, desde el que ha forjado una vida ejemplar, que deja su impronta donde quiera que esté.

Elegante, alegre, impasible el ademán, de impecable compostura y eternamente joven, disfruta del cariño y admiración de una gran familia en la que se siente felizmente continuado.

Hoy en su 90 cumpleaños, toda la familia Utrera en el sentido más amplio, queremos brindar por un español ejemplar, consciente de la fortuna y el privilegio que es contar con su amistad y con nuestro mayor deseo de felicidad. Que Dios te bendiga y te siga colmando con años de venturosa andadura, que desde el cielo te abraza también hoy tu amigo que tanto te quería y te escribió estos versos para el recuerdo


 A mi amigo Juan Romero

Nos conocimos para siempre un día,
Recorrimos después España entera,
vivimos en abril la primavera
bajo un sol que a morir se resistía.

Agustina y Juan, una armonía
pactada en libertad siempre a la espera
de descubrir el mar o la ribera
que bajo un cielo azul se revestía.

Capitán legionario todavía,
su porte, su ademán le atestiguaba,
estaba licenciado en gallardía.

La vida que con ellos compartía,
supo de un corazón que se acababa,
sentí su mano en mi frente fría.

               José Utrera Molina