Con frecuencia, los comentarios a
vuelapluma sobre la actualidad política y social adolecen de una aplastante
falta de perspectiva. Nos fijamos en el análisis de lo sucedido y en la
predicción del inmediato porvenir sin pararnos a pensar con serenidad en las
causas y los efectos de cada situación, sin ir al fondo de las cosas, ejercicio
que requiere una dosis de belmontismo: parar, templar y mandar, y llevar el
toro a nuestro terreno.
Durante la esperpéntica crisis
catalana, los españoles hemos contemplado atónitos cómo cada día la realidad
superaba a la ficción y el Gobierno español renunciaba a tomar cualquier iniciativa
toreando siempre en los terrenos del nacionalismo separatista en una estrategia
de acción-reacción sujeta por las bridas del cálculo electoral y la corrección
política que convertía a nuestra nación en una nave a la deriva, sin rumbo
definido ni capitán al mando, al socaire de la última ocurrencia de unos
trileros arropados en la bandera suprema de la mentira.
Muchos españoles sufrimos el 1 de
octubre una nueva humillación al constatar la impotencia del gobierno ante un deja vú del 9 de noviembre de 2014. La
improvisación de las fuerzas de seguridad y el aparato de propaganda de los
separatistas convirtieron aquella jornada en un triunfo mediático del disparate
y la chulería nacionalista, mientras el gobierno seguía balbuceando que nada
había pasado.
La sensación de vacío de
poder y el pánico por un desenlace rupturista se apoderó de los españoles hasta
que en la noche del 3 de octubre Su Majestad el Rey Felipe VI decidió con su
mensaje dar un golpe de autoridad moral hablando con la claridad que había
faltado, no sólo en el gobierno, sino en la clase política en general. El mensaje real llevó el alivio a millones de
hogares en los que cundía la zozobra y la desesperanza, y fue un verdadero
aldabonazo que acabó con los complejos de un gobierno que se resistía balbuceante
a asumir su responsabilidad y aplicar el mecanismo previsto en la Constitución para
afrontar tamaño desafío.
El gobierno debió aplicar el artículo 155 el día en que se convocó el
referéndum ilegal y ni un minuto más tarde. En mi opinión, se aplicó tarde y
mal porque el limitadísimo alcance que el gobierno ha querido dar a este
precepto lo convierte en un instrumento insuficiente para atacar el
verdadero origen del desafío separatista que no es otro que la dejación por
parte del Estado español en orden a la exigencia del cumplimiento de la ley y
las sentencias judiciales en Cataluña durante los últimos 35 años. No es
posible que, con lo que ha sucedido, se siga mirando para otro lado ante el
bochornoso adoctrinamiento separatista de los niños en escuelas y colegios, se
mantenga inalterado el actual sistema de inmersión lingüística en la enseñanza
catalana que hace prácticamente imposible escolarizar a los niños en español;
que se vulnere sistemáticamente el derecho de los administrados a utilizar la
lengua española en sus relaciones con la administración y se vulnere impunemente
la libertad de los comerciantes para utilizar una u otra lengua co-oficial en
sus relaciones con los clientes.
Hay una generación de catalanes
que no se siente española porque ha crecido bajo un bombardeo sistemático de
mentiras sobre la historia de España y Cataluña que haría sonrojar a
cualquiera; que ha vivido de espaldas a la realidad española porque los
distintos gobiernos centrales han permitido que así fuera; que ha asumido con
normalidad que se persiga a quien rotulaba en español en sus comercios; que en
las cartas de los restaurantes el español haya sido relegado por el inglés y el
francés; que personas que siempre se han llamado José tengan que cambiar su
nombre de pila por el equivalente catalán Josep miedo a ser señalados; que en
la ópera se subtitule en catalán y no en español, una generación que siente la
lengua vernácula, no como un elemento enriquecedor sino como un instrumento separador
al servicio de la xenofobia del supremacismo separatista.
Nada impedía al gobierno mantener la aplicación del artículo 155 durante
un año o incluso durante el resto de la legislatura catalana. Claro que había que elegir entre la comodidad
del consenso con el PSOE y la incomodidad de asumir sin dicho consenso una
decisión que hubiera sido mucho mejor para España y para Cataluña y, quién sabe
si también mejor para un Partido popular a la deriva por sus complejos y su
falta absoluta de rumbo.
El panorama que deja el resultado
de las elecciones es ciertamente desolador y nos lleva a pensar que si hoy no
lo han conseguido, nada impedirá, si nada cambia, que lo consigan dentro de 10
años, con una generación más de catalanes víctimas de la inmersión en la
mentira separatista ante la perplejidad de un pueblo español que sabe
reaccionar ante la adversidad, que no se resiste a perecer, pero carece de un
líder que la dirija. Como en el Mío Cid, no podemos sino decir, una vez más: ¡Dios que buen vassallo si oviesse buen
señor!
LFU