20 de agosto de 2011

Mena en Madrid. Una madrugada para la Historia



Rompo hoy mi silencio estival para tratar de expresar con palabras el torrente de emociones que me aturde tras haber tenido el privilegio de poder llevar a hombros esta madrugada al Cristo de la Buena Muerte.

Madrid parecía otra ciudad. Alegre y confiada, llena de luz y esperanza, de banderas que tremolaban con orgullo y sin odio y de oración. Madrid sonreía como nunca a los que venían en nombre del Señor.

La emoción me dio su primer aviso al filo de las 7 de la tarde, cuando un mar de jubilo recorría el Paseo de Recoletos saludando entusiasta al sucesor de Pedro. Se apoderó de mí en cada estación, viendo la devoción de millares de personas ante las preciosas meditaciones de las hermanitas de la Cruz, escritas con los pies en la tierra y la ayuda del Espíritu Santo.

Y a cada rato, trataba de acostumbrarme a contemplar al soberbio Cristo de Mena en el paisaje de Madrid. Era como si me estuviera diciendo: He venido a ti para que puedas llevarme.

Una vez en la vida. Era lo que me repetía una y otra vez para tratar de absorber cada minuto de ese 19 de agosto que para siempre quedará grabado en mi corazón. Le he llevado en mi pecho desde niño y por fin iba a poder levantarlo a pulso para llevarlo sobre mis hombros anunciando el sublime amor de Su entrega por las calles que me vieron hacerme hombre.

Y llegó la hora, tan esperada. La suerte había querido que mi querido hermano César compartiera varal y oxígeno en el trono. Qué más se puede pedir que disfrutar de esta ocasión con tu propia sangre.

Era la una y media de la madrugada cuando sonaba la campana del trono al tiempo que se escuchaban, a lo lejos, las cornetas y tambores del Tercio. Eran los legionarios, todos voluntarios que no querían dejar sólo a su Cristo protector por las calles de Madrid.

Apretados en los varales, levantamos el trono con energía y me di cuenta de lo que pesa de verdad. Siempre había pensado que siendo tantos los portadores, la carga sería liviana. Craso error y lo digo ahora, horas después, cuando le pido a mis hijas que no me toquen el hombro, que me duele de verdad.

Y minutos después, la emoción se apodera de todos al escuchar los primeros compases del Novio de la Muerte, que habríamos de entonar no menos de dieciséis veces hasta llegar a la Plaza de Oriente al filo de las seis de la mañana.

Imposible describir el ambiente y la devoción de la gente a nuestro paso. Sorprendente comprobar cómo desde las aceras, desde las farolas o los balcones, se entonaba el Novio de la Muerte por la gente más diversa, y se adivinaban lágrimas en los ojos de muchos, que se unían a las nuestras. Sé de muchos que han pensado, al paso de su Señor, que Él ha venido a su encuentro para que no tuvieran que ir ellos a verlo. Madrid vibraba al paso del Señor de la Buena Muerte que no ha querido faltar a una cita con la Historia.



Todo era tan insólito que durante el recorrido, en los descansos entre “tirones”, echaba la vista al Cristo para imprimir en mis retinas el paisaje que lo rodeaba, consciente de que era irrepetible. E insólito lo que vivimos en la calle Arrieta, cuando un todo terreno mal aparcado amenazaba con detener la procesión. Al grito de A mí la Legión, un antiguo caballero Legionario avisó a sus camaradas que esperaban a su Cristo en la Plaza de Ramales, y en unos segundos aparecieron viejos legionarios –algunos muy viejos- y entre veinte levantaron el pesado trasto como si levantaran su campamento.

Pasó el Cristo y llegó a la Plaza de Oriente. Formó la Legión pegada al palacio y se recrearon los portadores del segundo turno en un largo Novio de la Muerte que a todos se nos hizo corto porque, aunque rotos por el cansancio, no queríamos que aquello acabase nunca.

Cumplimos un sueño y aún mi hombro dolorido me ayuda a no despertar del todo. Tan grande fue la ilusión y tan bonita la vivencia.



Termino recordando las bellísimas palabras de un impecable pregón de la Semana Santa malagueña que el autor de mis días proclamó en 1957, cuando se refería al Cristo de Mena, que espero poder recitar de memoria como él hizo en su día:

Anochecido, sale de su templo el Cristo de los legionarios y sentimos al verlo el sudor de sus sienes, viendo en sus ojos, en su boca, en sus pómulos febriles el ansia y el esfuerzo por fijarse en todos los infortunios.

Entre las sombras de la noche todos miran a Cristo, rezan ante la dramática expresión de su agonía. Agonía de hombre que padece la angustia de todas las muertes, todos al mirarle sufren con él, adivinando la fiebre que le hunde en el cuerpo las uñas de la fe, el vibrante escozor de la garra ardiente de las manos, el dolor de las arterias que ayer llevaban las dulzuras de la vida y hoy se convierten en dogales aprisionantes, ante trance supremo se pasar la soledad humana de la muerte. Al contemplarlo parece que nos habla queriéndonos decir que sólo saber vivir quien bien se muere.

Entre una larga fila de enlutados penitentes, altos capirotes, hachones encendidos en la noche, el Cristo de la Buena Muerte camina, doblada la cabeza, lleno el rostro de paz, la desazón partida, vencedor por amor de la muerte, dulce muerte que ya no tiene el signo trágico de una guadaña ensangrentada por emblema, sino expresión de paz y reposo infinito. Todas las miradas se concentran en el negro clavel de sus heridas, marchan atrás los soldados del Tercio legionario, lento y firme andar tras de su himno que es, sin duda, la marcha nupcial del legionario cuando quiere desposarse con la muerte. Avanzan con los rostros erguidos, alta la frente, dura la mirada, embriagados de banderas y de gloria.

Ya entra la procesión por la calle de Larios y un escalofrío de emoción traspasa el alma, dulcemente mecido camina el Cristo ente banderas, guiones y estandartes, entre hombres rudos amigos del amor y de la muerte, entre un estruendo de tambores se escucha la romántica canción del legionario y entre músicas, plegarias y silencios, parece como si la muerte, por el borde de Dios fuera cantando.

Un abrazo en Cristo Rey.

LFU