(Rescato de la hemeroteca este artículo, publicado hace 36 años, por su indudable calidad y su rabiosa actualidad. Lo único que ha quedado superado por los acontecimientos es el título, puesto que el 18 de julio se ha convertido en una fecha no agredida, sino anatemizada, salvo para cobrar la paga extraordinaria, claro)
AGRESIÓN AL 18 DE JULIO
(publicado en El Alcázar,
18 de julio de 1981)
El destierro a la memoria de que hablaba don Miguel de Unamuno es sin duda el riesgo temerario del recuerdo. Por eso tuve desde siempre
un radical desacuerdo con los que hacían de los aniversarios plataformas habituales de proclamación política, convirtiéndolos en territorios de recreación retórica,
en refugio de nostalgias o en amparo de añoranzas
 y de melancolías.
Pero hay ocasiones
en que es preciso y necesario recordar,
hay circunstancias en que el recuerdo se convierte en exigencia ética, en deber de conciencia, en compromiso moral,  en demanda inesquivable, en urgente requerimiento.  Ocurre esto cuando
 peligra la verdad
 que
un día honestamente
 defendimos,
cuando secuestra  un hecho y se manipula con su intención, cuando se desnaturaliza la historia y se
falsifica y corrompe la naturaleza
 de la realidad,
 alterando sensiblemente su nominación  y su espíritu,
cuando
 se descalifica y se injuria,
cuando se menosprecia  y no se respeta
un caudal de sacrificio
y de
heroísmo.
Pienso que cuando
esto ocurre, conmemorar  no es tan sólo volver
a pasar por la memoria
sino también volver
a recorrer el corazón, dar testimonio de fidelidad, levantar
justamente la voz para responder serenamente a
los agravios y ofrecer clara
mente nuestra voluntad
para combatir sin miedo la deformación y la injusticia.
En estos días presenciamos
 una ofensiva
de determinados medios de comunicación  social –convertidos en habituales vehículos de la difamación,  de la calumnia y del resentimiento
–con el propósito de alterar la significación histórica
y política del 18  de julio
de 1936.  Lo que fue el inicio de un afanoso y fecundo proceso  de  reconstrucción   nacional,  se presenta como  una fecha sombría,
como
un hecho vergonzoso,
 como un acto indigno,
como  una  traición a la llamada representación democrática.  No se hace mención de la podredumbre de un sistema que cayó derribado
 por sus propias culpas,
por la falsificación de su esencia,  por la esterilidad de su representación social y política
y por el atentado  que supuso  su radical empeño de desmembración y de sometimiento a poderes extraños que operaron
 a extramuros  de los intereses nacionales.
Ante esta siniestra manipulación,  ante  este
vil y despiadado ataque no podemos
permanecer en silencio. Callar no sería otra cosa que replegarse cobardemente, con dimisión
humillante de nuestro
 propio honor  y dignidad.
 Dejo a un lado la
repugnancia  que siento ante  los que
 fueron  durante  muchos
años fervorosos apologistas
 del Movimiento Nacional del 18 de julio y que hoy permanecen mudos, con sus plumas,
y sus palabras clausuradas, por el miedo a perder beneficios, a abandonar  privilegios, a cesar en los consejos
de administración  o a comprometer
su seguridad  personal.
 Para nosotros, el 18 de julio no fue la voluntad
de perpetuar un enfrentamiento, sino el comienzo de una
 nueva era en la que pudieran
 integrarse las razones dolientes del alma partida de España,
en un común impulso de superación
de
pasadas  y amargas diferencias, fue un emocionante
 proyecto popular
que sin duda en parte se frustró después  por egoísmos
 inconfesables,  por mercaderes
 y por arribistas de toda especie.
El 18 de julio no fue un movimiento de clase, ni el triunfo de
una tendencia partidista, sino el reencuentro con nuestro destino  nacional  en tantas  ocasiones malogrado,  el levantamiento de un pueblo
que  no quiso morir estrangulado
 por la tiranía del marxismo, la heroica y ejemplar
decisión de un Ejército que quiso impedir
la desmembración de España, y la voluntad joven, ardiente y revolucionaria de emprender todos juntos un
nuevo camino  de sincera
y auténtica  participación
 popular, una vez probada
 de forma evidente la esterilidad partitocrática.
Las razones de 18 de julio fueron lícitas; no
se combatió una legalidad,
 la legalidad se había  derrumbado ella misma.
De aquella fecha arrancó una etapa histórica que tuvo, como toda obra  humana,  errores,  defectos
 y equivocaciones, pero  que ofrece sin embargo en su conjunto un balance colosalmente
positivo. Los españoles sintieron la alegría del reencuentro con una incitante tarea colectiva,
donde se armonizó la libertad con la autoridad  para preparar  una vida democrática sin artificios y una convivencia civilizada en un marco sereno
 de diálogo
y no en un plano de beligerancia y de disputa.  El orden social mejoró con el desarrollo
económico y el impulso industrial
fue uno de los más vigorosos y espectaculares que ha conocido el mundo
occidental. España recuperó
su impulso vital, su memoria
 su ambición
histórica, de ser mediatizados por Europa, pasamos a tener  prestigio, independencia y
dignidad, sobre
todo respeto, en extensos ámbitos
internacionales.
Resulta paradójico, pues, que desde determinadas
posiciones del régimen
actual se ejerza la crítica
demoledora  del sistema anterior, cuando el vigente no puede ofrecer
nada más que  un panorama
desolador,
 donde,
 podrida
 la libertad,
sólo prospera la injusticia, la zafiedad, el mal gusto,
el desbarajuste social, la disgregación y el desencanto.
Desde muy calificados y penetrantes medios
 de comunicación social se aniquilan los fundamentos de la sociedad,
 se caricaturizan nuestras tradiciones, se hace burla y escarnio
de nuestras creencias
religiosas, se atenta descaradamente contra
la institución familiar,
se presentan  como lógicas,
normales y deseables  las mayores  aberraciones sexuales,  se fomenta  la prostitución y se destruye
con un sarcasmo  que estremece
 la
misma esencia del amor. Lo cierto es, y acaso lo más penoso, que  nos encontramos indefensos ante esta invasión
negadora de todo principio moral.
Evito también  referirme a los que, hoy enemigos
y adversarios,
pero correligionarios  ayer, situados  en 
puestos oficiales de preminencia,  no sólo callan sus antiguos fervores, sino que contribuyen con sus conductas
y con sus actuaciones  a la desmembración de
España y, por lo
tanto, a abatir la razón integradora de aquella fecha, porque creo que tarde o temprano serán juzgados implacablemente por el rotundo juicio
de la Historia. En estas circunstancias yo sólo me limito, porque no
estoy habituado  a mudar de creencias, a dar testimonio de mi lealtad y a no renunciar, aunque  las circunstancias sean adversas,
al compromiso  histórico que suscribí ante mí mismo y al juramento que  un día presté de defender unos principios poniendo a Dios por testigo.
Yo no escribo
hoy del 18 de julio de 1936 con memoria
de protagonista. Por razones de edad no participé en aquella contienda y, por lo tanto, no me refiero a ella a través de vivencias
de luchador y de combatiente. No tengo, pues,
recuerdos de riscos conquistados o de trincheras
defendidas, escribo tan sólo con
la memoria de la paz y
de la concordia, con entera
fidelidad  a un propósito  de entendimiento y de solidaridad  entre todos los españoles.
Muchos
de los hombres de mi generación entendimos con generosidad  la significación de aquella fecha.
No hubo jamás en nosotros
descalificación de los hombres que se enfrentaron
en trincheras distintas
ni el menos asomo de agresividad a los
que resultaron vencidos en aquel
conflicto fraterno, ni por supuesto la más ligera condena
 dialéctica a los que defendieron con valor y nobleza sus propios ideales.
Hubo, por el contrario, un enorme respeto por el caudal de decisión
y de brío que los
combatientes de una y otra parte
demostraron.
Cabe
preguntarse, ¿qué oscuro,
tenebroso e inconfesable proyecto se esconde detrás de estas campañas? Sólo cabe una respuesta coherente: se intenta la destrucción de todo un orden moral, la mutilación de toda vertiente espiritualista, la siembra del rencor y del odio, la negación, en definitiva, del respeto a la dignidad
y a la libertad del hombre.
Estamos en presencia de una profunda crisis económica, de una escandalosa elevación del gasto público,  la unidad  de España
 se resquebraja,  se grita la independencia  en el Nou Camp de Barcelona, en Vizcaya se suceden
 las demandas de
autodeterminación y
en Navarra, puño  en alto en la plaza de toros,
se insulta al Ejército y se canta  la canción del soldado
 vasco. La representación
social baja,  mientras se eleva a la más alta cota el terrorismo, que es, sin duda, el más grave de Europa.
Se falsea la democracia y paso a paso perdemos el pudor histórico y ganamos en indignidad colectiva. Se desconocen
 las reglas morales, se rompe sistemáticamente nuestro destino comunitario,
no hay el menor respeto a los grupos divergentes, los grandes valores de
nuestra historia se ridiculizan, España se desvertebra, prospera el
enfrentamiento sobre el diálogo responsable, se acentúan los conflictos entre
el poder central y las autonomías, progresan las diferencias entre el ejecutivo
y el legislativo, se señalan diferencias entre políticos y Fuerzas Armadas,
entre Policía y Poder Judicial. Todo es provisional, indeciso e inseguro, y la
vida política está llena de peligrosas incongruencias.
Y yo me pregunto,
¿desde este miserable haber histórico, desde esta evidente realidad, se puede
denostar una época que fue fecunda en realizaciones y envilecer su sustancia
ideológica propiciadora de fraterna solidaridad, con falsedades y calumnias?
Desde esta
confortable perspectiva, ¿se tiene legitimidad moral para mancillar el honor
del 18 de julio?
José Utrera Molina


