20 de octubre de 2017

Cartas a mi padre (I)

Querido Papá:

          Hace apenas seis meses que emprendiste, con emocionante serenidad,  tu última marcha por etapas con destino a los luceros, donde recibirías el abrazo alegre de tantos amigos cuyos nombres recitabas en el silencio de cada noche antes de dormir. A medida que ibas despidiendo a tus amigos y camaradas, solías repetir que envejecer no es otra cosa que quedarse sin testigos. Pero a pesar de que fueron legión los que te precedieron en el tránsito, tú jamás envejeciste porque tu corazón, aunque maltrecho, seguía enamorado, continuaba latiendo con arrebatada pasión por tu mujer, por tu familia, por tus amigos (aún por el último y más recientemente adquirido en una tienda cualquiera, en un vivero o en una frutería), pero sobre todo, por España a la que serviste con lealtad hasta el último aliento de tu vida.

               Desde entonces, no ha habido un solo día en que no haya añorado tu voz, extrañado tu aliento y anhelado tu apoyo y tu consejo. He tenido la inmensa fortuna de conocerte a fondo en estos últimos veinte años de mi vida y a medida que te ibas desnudando ante mi madurez, iba creciendo mi admiración por tu figura, por tu entrega incondicional a todas las causas nobles, por haber sabido vivir con el corazón en la palma de la mano, sin miedo a otra cosa que no fuera vivir en la impostura.

               Ahora que me adentro en la intimidad de tus diarios quisiera arrancarle horas a la vida para abrumarte con preguntas, llenar de palabras el espacio de tantos silencios a tu lado y contarte muchas cosas de mí que acaso tú adivinabas con sólo mirarme a los ojos. Y me doy cuenta de la profundidad de tus reflexiones, de la autenticidad de tus sentimientos y del coraje de tus actuaciones, en definitiva, de lo lejos que estoy de llegarte a la suela de los zapatos.
        
Pero hoy quiero hablarte de lo que sucede en España.  Lo único que puedo celebrar es que tú nos contemples hoy con la distancia y ternura metafísica de quien ya ha conocido la Verdad, porque tu corazón mortal no habría podido soportar el triste espectáculo al que día tras día asistimos desde hace meses en Cataluña que no es sino el desenlace previsible de lo que tú advertías ya cuando se discutía el texto constitucional en 1978 mientras ABC estrenaba contigo aquél pie de página en el que no se hacía responsable de la opinión vertida en el artículo.  El monstruo nacionalista alimentado durante décadas por los grandes partidos de gobierno se ha hecho mayor y ya no se contenta con dinero, competencias o apaños judiciales.

Ante el anunciado desafío por parte de la Generalidad que se ha situado al margen de la ley aprobando leyes de desconexión con España, celebrando un referéndum ilegal y controlando una fuerza armada fuertemente politizada de 17.000 hombres, el gobierno de la nación ha mostrado una debilidad balbuceante y una manifiesta falta de previsión, actuando siempre a remolque de las actuaciones del montaraz gobierno catalán. Más interesado en preservar sus perspectivas electorales que en garantizar el cumplimiento de la ley, el gobierno ha tratado de eludir responsabilidades, primero tratando de que jueces y tribunales le hiciesen el trabajo y asegurándose después de no tomar decisión alguna que contase con el beneplácito del Partido socialista que busca pescar en aguas revueltas y juega como siempre a dos bandas por lo que pudiera suceder.

Pero si el gobierno está mostrando una irritable debilidad frente a los sediciosos golpistas, te gustará saber que, ante los balbuceos del gobierno y –lo que es más importante- contra su expresa voluntad, el rey de España supo estar a la altura de las circunstancias, lanzando un mensaje de firmeza en la defensa de la unidad de España y exigiendo el inmediato restablecimiento de la legalidad.  El rey habló a los españoles diciendo la verdad sin ambajes, llamando a las cosas por su nombre –lo que no hacen ninguno de los políticos al uso- y exigiendo el inmediato restablecimiento del orden.   Más te gustará saber de la emocionante reacción patriótica del pueblo español que ha inundado de banderas nacionales los balcones de las ciudades, salió en masa en Barcelona al grito de “Cataluña es España” y reventó las previsiones de asistencia de público en el desfile del 12 de octubre que se convirtió en toda una reivindicación de españolidad y homenaje al Ejército y a las Fuerzas del orden.

Ese pueblo español, dormido durante décadas, no se siente representado hoy por ninguno de los partidos mayoritarios que mercadean de forma vergonzante con el respeto a la ley y la unidad de España  sin atreverse a emplear contra los golpistas toda la fuerza de la ley.  Ese pueblo español contempla anonadado cómo se ofrece continuamente diálogo a los golpistas en lugar de ordenar su detención, cómo mantienen sus puestos, sueldos públicos y el control de las instituciones, desde las que planifican el próximo ataque a la nación y cómo cualquier sospecha de acuerdos claudicantes se torna verosímil. Ojalá toda esa energía nacional liberada pudiera ser encauzada por alguna fuerza política libre de las ataduras de lo políticamente correcto. Ojalá la catarsis que se avecina por la anunciada resistencia de los golpistas pueda ser aprovechada para comenzar sin complejos a desandar un camino centrifugador  hacia el abismo que comenzó hace décadas con vergonzosa irresponsabilidad.

Por mi parte, sólo decirte que, aunque me abruma la responsabilidad, estoy dispuesto a recoger tu testigo. Mi pluma y mi voz no descansarán en defensa de la esencialidad y la grandeza de España y prometo mantener alzada la bandera que con tan limpia dignidad honraste durante toda tu vida, mientras me quede sangre en las entrañas.  

Un abrazo muy fuerte papá.

LFU

10 de octubre de 2017

Los criminales, a prisión.

Puigdemont, Junqueras, Forcadell y Trapero deben ir a prisión, más pronto que tarde, independientemente de lo que hagan hoy, porque los delitos cometidos son gravísimos y el Estado de Derecho no admite excepciones ni privilegios en función de las circunstancias que rodean la comisión del delito. Lo único que pueden hacer hoy es acelerar su detención y provocar la declaración del estado de excepción en Cataluña para proteger los intereses generales de todos los catalanes y españoles. 
Debe quedar meridianamente claro que con los criminales y con los golpistas decididos a quebrar nuestra convivencia y subvertir el orden jurídico no hay nada que dialogar ni negociar. 
Que haya estúpidos demagogos que no sepan contar y prefieran presentar a Pablo Casado como un pirómano por recordar lo que pasó hace 83 años es algo consustancial a una parte de la sociedad que ha perdido el norte, la decencia y la dignidad.
Yo no sé qué pasará esta tarde, pero no puede tolerarse otro espectáculo de fracaso en la previsión, en la coordinación y en la eficacia de la fuerza por parte del gobierno. Y si hay violencia será culpa del miedo y de la falta de determinación del gobierno en impedir ex ante un plan revolucionario ideado al detalle por los nacionalistas desde hace años. Si asistimos a escenas de violencia serán debidas a la planificación revolucionaria y a la falta de coraje para aplicar las leyes y defender la libertad atacada por unos iluminados a los que la sociedad catalana, ahora aterrada ante el precipicio al que se asoma, ha venido dando alas desde hace decenios.

LFU

4 de octubre de 2017

El Silencio culpable . José Utrera Molina

Ante la gravísima hora que vive España, amenazada en su unidad, rescato el artículo que mi  publicó el 22 de junio de 1978 en ABC. Se estaba elaborando la Constitución, concretamente el Título VIII y el artículo -que fue tachado de alarmista y dio origen al primer pie de artículo de ABC desvinculándose del contenido del artículo- resulta leído hoy estremecedoramente profético.  Lo advirtió en 1978, lo siguió haciendo hasta que Dios le dio vida y no había que ser un visionario para verlo. Tan sólo había que ser decente y honrado, cosa que no eran la gran mayoría de los políticos de la transición.

Hay silencios limpios, serenos, honorables, y hay, por el contra­rio, mutismos envilecedores, oscuros y serviles. Hay silencios claros, como el que Maragall ponía en el alma de los pastores. Silencios respetuosos, emocionados, pero hay también silencios sombríos y culpables, silencios del alma, silencios escandalosos, capaces de arruinar, por sí solos, el sentido de toda una vida y de desmentir la autenticidad  de muchas de las lealtades que ayer se proclamaban estentóreamente,  con risueña comodidad, sin la presencia de adversarios amenazantes.

Callar en esta hora significa no solamente desentenderse por completo de un pasado que, de alguna forma, honrosamente nos obliga, sino también una huida de las exigencias del presen­ te y un volver la espalda al reto del futuro. Se atribuye al viejo filósofo Lao Tse la propiedad de una sentencia tan significativa como sobrecogedora: Los más grave padecimientos  -escribía-que gravitan sobre el corazón del hombre, los constituyen el dolor de la indiferencia y el silencio de la cobardía.

Creo que somos  muchos los españoles  que,  sin tener  el ánimo propicio a pronosticar catástrofe, coincidimos en considerar los momentos que vive hoy nuestra patria como graves y decisivos.

La Constitución española se está elaborando en estos días. En el seno de la Comisión Parlamentaria, constituida al efecto, han pasado sus preceptos en medio de silencios estruendosos, hurtados, contra todo pronóstico y esperanza, al gran debate nacional. La consecuencia es que la Constitución no sólo no despierta  ningún entusiasmo  -lo que la época  romántica  del constitucionalismo-, sino que está sumiendo a nuestro pueblo en la confusión y en la perplejidad, al ofrecerle ambigüedades sospechosas que, a cambio de oportunistas consensos de hoy, anuncian larvados enfrentamientos de mañana.

Son muchas las cuestiones graves que han quedado así aplazadas a una interpretación  más o menos audaz de los Gobiernos y los legisladores venideros. No voy a referirme a temas como el divorcio, la libertad  de enseñanza, la estructura  del poder judicial y otros que han sido enunciados.  Hay uno, sin embargo,  que es el que,  en estos momentos,  como español, más me duele y me preocupa,  más me indigna y desasosiega: La sospecha de que esta Constitución pueda ser instrumento liquidador de algo tan sustantivo como nuestra propia identidad nacional.  Atentar contra  ella supone  un crimen sin remisión posible y una traición a nuestra propia naturaleza histórica. Pienso, pues, que la esencialidad española  debe quedar siempre al margen de cualquier alternativa y fuera,  por tanto,  de diferencias ideológicas.

Una Constitución sólo se justifica en el intento de articular la concordia de un pueblo y no propiciar antagonismos  y enfrentamientos. Una Constitución ha de estar dotada  de un ver dadero sincronismo y no acierto a ver en su articulado actual una auténtica confluencia conciliadora; la normativa existente nada tiene que ver con el consenso,  porque  mientras aquélla se asienta  en  los principios -acaso pocos,  pero  imprescindibles- que deben configurar el ser nacional y la voluntad de un proyecto común de futuro, más allá de las opiniones de los partidos, éste se establece sobre la ambigüedad y el travestismo político de las palabras  aptas  para  acoger,  bajo su equívoco ropaje, los más escandalosos cambios de sexo. No se pretende la exaltación de la diversidad,  sino el puzzle. No se busca  la necesaria descentralización, sino el mosaico gratuito. Estamos asistiendo a una malversación de fondos históricos.

Tal es el caso del término “nacionalidades”, auténtica bomba de relojería, situada,  consciente o inconscientemente,  por los muñidores del consenso, bajo la línea de flotación de la unidad nacional.

No pretendo entrar en disquisiciones semánticas o históricas que, por otra parte, se han hecho ya y se harán -así lo espero-con mucha mayor autoridad. Como político o como simple español de a pie no puedo ver en ese término otra cosa que la enquistada pretensión de una explotación futura amparada  en su reconocimiento constitucional.

El que afirma que el problema de aceptar o no la voz nacionalidades se reduce a una cuestión terminológica, o no tiene sentido de la política, ni de la Historia, o no obra de buena fe. En política no hay palabras  inocuas cuando se pretende  con ellas movilizar sentimientos. El término nacionalidad  remite a nación o Estado. Cuando alguien dice recientemente que Cataluña es la nación europea, sin Estado, que ha sabido mantener mejor su Identidad,   resulta  muy difícil no ver, por  no decir imposible, que se está denunciando una «Privación del ser», que  tiende  «A ser colmado  para  alcanzar  su  perfección»,  y preparando  una sutil concienciación para reclamar un día ese estado independiente a que la imparable dinámica del concepto de nacionalidad  habrá de conducir hábilmente  manejada.  El propuesto cantonalismo generará la hostilidad entre vecinos, la rencilla aldeana y el despilfarro del común  patrimonio. Se está haciendo  la artificial desunión  de España  y, además,  sin explicarle al pueblo lo que le van a costar las tarifas. Se quiere parcelar lo que está agrupado,  malbaratando siglos de Historia. Cuando  otros se esfuerzan en aglutinar lo distinto, aquí se pretende  desguazar lo aglutinado y cuando se sueña  con una Europa  unida aquí parece como si se persiguiera el establecimiento de pasaportes  interiores que habría que mostrar cada vez que cruzáramos una región.

Frente a esta peligrosa ambigüedad  hay que afirmar, una y mil veces, que la nación española es una y no admite, por tanto, subdividirse en nacionalidades. España  creó hace siglos una nueva fórmula de comunidad humana, basada en una realidad geográfica, cultural e histórica. Fue un hallazgo moderno,  con sentido de universalidad. Cambiar el curso de la Historia, incorporando a la nueva Constitución estímulos fragmentadores, es mucho más que un disparate colosal, es alentar hoy la traición de mañana,  y me anticipo a negar mi acto de fe en una Constitución que se inicia con esta amenaza.

Creo que hay que robustecer el hecho regional, que hay que descentralizar a ultranza, que hay que armonizar la unidad  y la diversidad,  pero creo que  nadie  puede  romper  la unidad nacional  porque  eso representaría  el secuestro  de la libertad de España y la dolorosa hipoteca de su destino.

Pienso, finalmente, que hay quienes tienen derecho a su silencio; hay quienes  no pueden,  en modo alguno, ser ofendidos por su mutismo; hay quienes pueden callar con humildad y compostura,  y hay, también, quienes ya tienen helados sus silencios porque la muerte les acogió sin que conocieran esta posible  y próxima  desventura, pero  creo  que  los que  ayer repitieron hasta la afonía, desde tribunas públicas notorias, la invocación de España una, los que hicieron la fácil retórica de la unidad, los que nos explicaron sus valentías a los que, por razón de edad,  no conocimos  contiendas ni trincheras,  no tienen derecho al silencio. Podrán, tal vez padecer el dolor de la indiferencia, en cuyo caso son dignos de compasión  y de lástima, pero si se callan hoy por miedo o se esconden por utilidad y conveniencia, no encontrarán  en los demás justificación posible y, por supuesto, ellos mismos no podrán redimirse del drama íntimo de su autodesprecio.

Callar cuando la unidad de España está en peligro sería la peor de las cobardías. Yo, al menos, no quiero dejar de sumar mi voz a las que, con escándalo y alarma, se levantan frente al riesgo clarísimo de perdería. Quiero que se sepa que no todos los españoles estuvimos de acuerdo en quedarnos  sin Patria.


(ABC, 22 de junio de 1978)

2 de octubre de 2017

Delenda est España

El denigrante espectáculo de ayer, en el que un gobierno cobarde desamparó a unas fuerzas de seguridad que se emplearon de forma impecable en cumplimiento de las órdenes judiciales, tras ser traicionadas de forma vergonzosa por los Mozos de Escuadra, cuyo control debía haber asumido el Gobierno días atrás; en el que un gobierno medroso, agazapado tras jueces y fiscales e incapaz de dar la cara ante la más grave situación que ha sufrido la unidad de España en sus últimos doscientos años, salió a decir algo así como que nada había pasado y ofreciendo diálogo a quienes quieren destruir España;  en el que los golpistas siguen en sus despachos planificando el próximo ataque mortal contra nuestra patria, cobrando su sueldo de todos los españoles; en el que el rey de España ha desaparecido por completo enviando el insólito mensaje de que ha despejado su agenda; en el que a la mayoría de los españoles les importa una higa lo que le suceda a España porque sólo piensan en donde van a pasar el próximo puente del Pilar; en las que no ha habido un solo militar que recuerde en voz alta cual es la misión del ejército consagrada en el ordenamiento constitucional, nos dice muy claro que España no tiene ya quien la defienda.

Esta semana veremos de nuevo cómo desde un balcón se hiere de muerte a la nación española y tampoco pasará nada, porque lo primero es pensar en las próximas elecciones antes que pensar en España, lo primero, recibir la nómina a fin de mes y luego ya veremos.

A mí me duele España, me duelen las entrañas y me atenaza la tristeza. Pero soy, somos muy pocos quienes lo sentimos y nada podemos hacer nada frente a la indolencia de una sociedad que sigue pensando que España es algo que se puede votar cada 100 años,  que no es algo que no nos pertenece, que hemos recibido de nuestros mayores y tenemos la obligación de legársela a nuestros hijos. Una sociedad que ha sido incapaz de plantarle cara a la mentira y la sinrazón de un separatismo al que se ha vendido España por treinta monedas.

Estamos a punto de ver desaparecer a nuestra patria y son muy pocos los que alzan su voz en esta hora triste para una de las naciones más antiguas del mundo. Responderán ante Dios y ante la historia porque hoy ya no queda apenas ninguna esperanza. Malditos quienes faltan a su juramento mientras España desaparece por el desagüe de su cobardía y su indignidad.  Yo no pienso faltar jamás a un juramento que hice dos veces ante Dios y ante mi Patria a la que seguiré amando y defendiendo aunque se desangre.

¡Arriba España!   


LFU