2 de diciembre de 2021

Santiago

 


Conocí a Santiago Abascal hace alrededor de 20 años. Un amigo común quiso presentarnos porque, según me dijo, nos unía a ambos un denominador común: el amor a la patria y la admiración por nuestro padre, que no dejan de ser dos formas de cumplir el cuarto mandamiento.

Almorzamos juntos en dos o tres ocasiones, la última ya a las puertas ya de la primera sede de Vox en un piso de la calle Diego de León. No recuerdo lo que hablamos; es posible que cometiera incluso el atrevimiento -y la solemne estupidez- de darle consejos sin que me los pidiese, pero creo sinceramente que nos caímos bien. Me llamaron la atención su fuerza y la claridad de su mirada. No era la suya una mirada esquiva o dispersa, sino una mirada limpia, franca y descarada, como la de quien sabe que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a iluminar la tarea justa que Dios le tiene asignada en la armonía del mundo.

La siguiente vez que me lo encontré fue en un semáforo. En moto él, y yo en el coche con mi mujer. Se quitó el casco, me dio un toque en la ventanilla y dijo: ¡Luis Felipe! Y al ver que me quedaba con cara de haba, me dijo: ¡Santiago Abascal!. Y entonces, caí.  

Aún no era famoso y ni él ni yo podíamos imaginar lo que vino después.

Decir que somos amigos sería pretencioso por mi parte, pues, aunque siempre hemos mantenido el contacto, ni siquiera nuestras mujeres se conocen. Pero él sabe bien el profundo aprecio y admiración que le tengo.  No soy mucho de dar la lata, y cuando Santiago pasó de vocear sobre el cajón de frutas a liderar la tercera fuerza política de España, me limité a seguirle como uno más, en La Latina, en Vistalegre, y en tantos sitios y a enviarle, de cuando en cuando, mensajes telefónicos que nunca ha dejado de contestar, aún en los momentos más delicados, como tras la contestación al indignante discurso de Pablo Casado en la moción de censura.  

Hace unos días tuve la suerte de compartir de nuevo mesa y mantel con Santiago junto con un grupo de amigos comunes, en casa de un buen amigo. Hablamos de lo divino y de lo humano, pero, como aquella primera vez que nos conocimos, me volvió a impresionar, la fuerza, la limpieza y la claridad de su mirada. La mirada de alguien que es capaz de decir que es de Amurrio sin despeinarse, cuando la conversación se eleva más allá de lo inteligible; la mirada de alguien sin ambición pero que no está dispuesto a ejercer de capitán araña; la mirada de quien no tiene miedo, porque sabe lo que implica vivir rodeado de cobardes; la mirada de alguien que, no sin un cierto vértigo, se ha convertido en todo un referente en defensa de la unidad y de la grandeza de nuestra patria.  

No sé lo que nos deparará el mañana. Como me gusta decir, si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes y como le dijo mi padre a su viejo capitán cuando cesó como ministro, para pasar de la choza al palacio hay que tener el corazón preparado para pasar del palacio a la choza.  Que Santiago es de esos, no me cabe la menor duda.  Sabe que ahora tiene amigos como setas, pero sabe también que de todos esos, podrían ser legión los que mañana desvíen la mirada. Y sabe bien que, pase lo que pase, en el resplandor de las estrellas o en la soledad de la caída, podrá contar siempre con mi aliento, y mi amistad y con una mirada lealmente correspondida.


Luis Felipe Utrera-Molina

1 de diciembre de 2021

El peligro de la politización del poder judicial

Artículo publicado en El Debate
No ha pasado desapercibido entre la opinión pública el reciente -y bochornoso- espectáculo del reparto entre los dos primeros partidos nacionales (PP y PSOE) de cuatro de los vocales del Tribunal Constitucional. 

Resulta paradójico que el PP haya hecho cuestión de principios la negativa a repartirse los asientos del Consejo General del Poder Judicial hasta que no se garantice su elección por jueces y magistrados y, sin embargo, haya accedido a pactar el nombramiento como vocales del Alto Tribunal de personas de claro perfil ideológico, prescindiendo de cualquier criterio de independencia, mérito y capacidad. 

Estéril es dirigir este reproche a un Gobierno que defiende sin complejos la necesaria intervención del legislativo en el poder judicial. Pero no es de recibo que un partido que se afirma liberal se preste a colaborar en el desprestigio de un Tribunal cuya independencia resulta absolutamente vital por ser una pieza clave del Estado de derecho. 

La Constitución trató de forzar el consenso en el nombramiento de los magistrados del Alto Tribunal estableciendo una mayoría cualificada de 3/5 de las Cámaras y garantizar la independencia de los magistrados alargando su mandato a 9 años. Pero los dos partidos mayoritarios han pervertido desde hace décadas el espíritu del legislador constituyente, convirtiendo al Tribunal Constitucional en un órgano que, con contadas excepciones, refleja la composición del legislativo en cada momento, siendo notorio el carácter «conservador» o «progresista» de ponentes y vocales, con lo que se elimina todo atisbo de la necesaria independencia que debe presidir la actuación del Tribunal. 

Desde la sentencia de la expropiación de Rumasa por Decreto Ley han sido muchas las ocasiones en las que el Tribunal Constitucional ha sido altamente obsequioso con el poder de turno, no sólo en sus pronunciamientos, sino también en sus silencios, como lo demuestran los once años que lleva el Tribunal sin pronunciarse sobre el recurso de inconstitucionalidad contra la denominada ley Aído de 2010, que consagró el aborto como derecho subjetivo. 

La premura del Gobierno por modificar la actual composición del Tribunal Constitucional ha sido explicitada con singular descaro en el Congreso por el portavoz de Podemos, escandalizado por que se hayan admitido a trámite y estimado tantos recursos interpuestos por Vox, eso sí mediante resoluciones extemporáneas que no han impedido la efectiva vulneración de derechos fundamentales. Iglesias Turrión se ha apresurado a apostillar que el Tribunal Constitucional debe tener una composición progresista en línea con la mayoría parlamentaria. 

En definitiva, los partidos mayoritarios se muestran cómodos con el reparto de los vocales del Tribunal Constitucional, socavando cualquier atisbo de independencia de un órgano creado para garantizar el amparo de los ciudadanos frente a violaciones de sus derechos fundamentales por parte de alguno de los poderes del Estado y para controlar que la producción legislativa del ejecutivo y legislativo se ajusten a la Constitución. 

La independencia judicial y el Estado de derecho no se defienden con palabras sino con hechos. Hasta la fecha ha habido cuatro fórmulas diferentes de elegir a los vocales del Consejo del Poder Judicial: la primera, en 1980, la segunda en 1985, la tercera en 2001 y la última en 2013. Y el resultado de la labor de los partidos mayoritarios es que los veinte vocales son elegidos por mayoría de 3/5 de las Cortes: ocho entre juristas de reconocida competencia con más de quince años de experiencia, y doce entre jueces y magistrados en servicio activo. Esta fórmula obedece a un propósito del poder político de influir de forma decisiva en la política judicial, condicionando los nombramientos judiciales al perfil ideológico de sus miembros. 

Mientras esto sucede, socialistas y populares se dan golpes de pecho y aplauden sin recato –en un colosal acto de cinismo– la condena del Tribunal de Justicia de la Unión Europea a Polonia por entender que se ha producido una quiebra en la impermeabilidad del Consejo Nacional del Poder Judicial frente a influencias directas o indirectas de los poderes Legislativo y Ejecutivo. Aquello de la paja en el ojo ajeno. 

Nadie que defienda la pervivencia del actual sistema de nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional puede presumir de demócrata, sino más bien de lo contrario. Porque la confianza en que los jueces y tribunales resuelvan los conflictos sociales y los problemas de los ciudadanos con plena independencia del resto de poderes del Estado es el último baluarte de los ciudadanos contra el abuso de poder de la administración y del legislativo.

Es verdad que vamos cuarenta años tarde, pero como reza el viejo refrán castellano, nunca es tarde si la dicha es buena. Ha tenido que llegar un Gobierno falaz, dispuesto a retorcer la ley a su antojo, indultar a golpistas y secuestradores de menores, profanar sepulturas por decreto ley y eliminar cualquier atisbo de independencia de la Fiscalía General del Estado para que los españoles tomen conciencia del peligro de muerte que corre la libertad ante la tentación totalitaria de controlar todos los resortes del poder. 

La sociedad civil debe rebelarse contra esta anomalía democrática y exigir un cambio radical en el sistema de nombramientos que salvaguarde la independencia del poder judicial frente al poder político. Y es que en la defensa de la separación de poderes frente a las pulsiones totalitarias del Gobierno nos jugamos algo más importante que la democracia: la libertad. 

Luis Felipe Utrera-Molina