Traigo aquí un curioso editorial del Diario "Pueblo" del mes de julio de 1974, elaborado sobre la percha de una bonita fotografía en la que aparezco con mi padre, llevando el uniforme de la OJE, contraponiendo la tecnocracia y el utilitarismo, representados por Garrigues, a la lucha imposible de mi padre por evitar que el Movimiento languideciese como un cascarón vacío que, en pocos años, acabaría por disolverse por falta de sustancia.
Sin embargo, me ha llamado la atención la siguiente frase por su indudable actualidad, cuarenta años después: «Malo sería que deseásemos volver a presuntos racionalismos en los que no fuese posible que la palabra política que se proyecte sobre el mañana se hiciese mano apoyada en el hombro de un niño. Y malo será que ese lenguaje no se entienda por quienes dicen que pretenden entender lo que es nuestro pueblo.»
LFU
"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
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27 de enero de 2015
20 de enero de 2015
España, Patria y Ejército. Por José Utrera Molina
Para dar vida a la vida, Dios creó la palabra. La palabra lo
es todo y no caben envolturas perniciosas que ataquen su propia esencia. Desde
mi niñez, he respetado siempre no ya el uso de las palabras, sino su propia raíz
para no crear confusiones ni desalientos. Hoy leo en las páginas del diario ABC
un artículo de Gabriel Albiac que encuentro absolutamente improcedente. Se
reitera en todos los medios de comunicación la exigencia de respeto a la
libertad de prensa, pero todos sabemos que esa palabra hermosa, justiciera y
universal a veces se quiebra en la vileza de las malas intenciones. El artículo
al que me refiero ofende no solamente a colectivos muy concretos sino a
muchísimos españoles, entre los que me cuento.
El Señor Albiac tiene derecho, que no discuto, a escribir lo
que le parezca oportuno. Pero hay límites a esa oportunidad. Afirma que en
España, la patria, el ejército y ella misma, fueron secuestradas por la
dictadura quebrantando el uso normal de su sentido en la lengua, que el sentido
de tales vocablos nos fue arrebatado por aquél régimen. Y yo le contesto que
tal aseveración no solamente constituye un error de visión, sino un ataque injusto
y miserable a los que hemos pronunciado el nombre de España con las entrañas de
nuestro corazón.
Estoy obligado a decir que al menos yo y muchos que pertenecen
a mi generación -y tengo ya 88 años-, hemos nombrado y comprendido a España
como un valor permanente y absoluto y no como una expresión insulsa y zarzuelera.
La hemos escuchado con emoción en labios de los que iban a morir, la hemos ensalzado
en estudios y en trabajos que valoraban en alto grado lo que nuestra patria
representaba. Es cierto, que el vocablo patria estuvo muy presente en la etapa
de la dictadura que el señor Albiac condena. “Todo por la patria” era el
emblema común que presidía nuestros acuartelamientos y centros militares. Quien
lo ideó no creo que estuviera ofendiendo con ese rótulo, -cuya significación es
de todos conocida- a un valor extraordinario y permanente. En relación con el ejército, al que me siento
ligado desde la etapa de la milicia universitaria, declaro que su contenido,
sus formas y su disciplina no constituían jamás un abuso sino una declaración
formal y efectiva de lo que como esencia permanente correspondía al nombre de
España. Creíamos entonces y lo recoge también el artículo 8 de la Constitución que
el ejército era la salvaguardia de lo permanente y no la referencia más o menos
retórica de un valor circulante.
Afirmar que España, patria y ejército han sido exhibiciones
permanentes de un régimen político determinado, no sólo no responde a la verdad
sino que entra en la infame categoría de las vilezas. Afirmar que el valor de
la patria, el sentido de España y la esencia del ejército se perdieron en 1939
es simplemente una mentira. Desde 1939 no secuestramos las palabras sino que las
rescatamos y ensalzamos orgullosos frente a aquellos que, primero las condenaron
al ostracismo, sustituyendo a España por la República y luego las insultaron
con aquellos gritos de ¡Muera España! que muchos todavía recordamos y que por su
edad el señor Albiac no ha podido conocer.
Ya va siendo hora de que estos vocablos enaltecedores de
valores permanentes y absolutos mantengan su valor sin menoscabar su esencia. Que
se pronuncien, como entonces, con orgullo y sin estúpidos complejos. Sostener que
el régimen anterior arrebató a los españoles el uso normal de tales palabras no
es un error, es una infamia y como tal espero que quien ha escrito esas
palabras indeseables sepa rectificar cabalmente. Ya va siendo hora de que se
diga la verdad y toda la verdad.
JOSÉ UTRERA MOLINA
25 de septiembre de 2014
15 de septiembre de 2014
Cataluña en el alma. Por José Utrera Molina
El hombre está compuesto de esperanzas y de recuerdos.
Algunos de estos últimos configuran toda una vida. De ellos arranca una
borrachera del corazón, un episodio inolvidable que resuena en nuestras almas.
A partir de ellos se configura toda una vida y se fortalece una gran ilusión.
Del dolor arrancan siempre las mayores cuestiones, los más inolvidables
episodios. Todo aquello que dio a nuestros músculos tensión, a nuestra mente el
clamor alborotado, a las decisiones de nuestra voluntad, fortaleza y valor.
Han pasado muchos años. Yo apenas contaba con la
inexperiencia de los diez abriles pero la inolvidable imagen de mi abuelo
vencido ante un aparato Telefunken que trasmitía las noticias sobre la quiebra
de la unidad española abanderada por Luis Companys, ha dejado
en mí una huella tan definitiva y profunda que puedo afirmar que de ahí arranca
el sentido último de mi patriotismo, siempre basado en la unidad de las tierras
de España.
Son pues las lágrimas de mi abuelo las que acaso fecunden mi
tremendo dolor actual. He llevado siempre a Cataluña en el corazón. Sus modos
ejemplares de convivencia, la finura de sus caracteres y su ambición llevada a
todas las partes del mundo con el sello de su irreversible personalidad, no
pueden ser una anécdota vana. Pero ahora,
cuando el griterío demagógico de una parte de los catalanes se empeña en
trocear la unidad española, quiero alzar mi voz, tal vez poco resonante pero
dramáticamente sincera, en defensa de la irreversible españolidad de Cataluña.
A todos nos corresponde la defensa de España y no puede tolerarse
ya ningún avance más en esta ofensiva secesionista llena de zafiedad y nacida
de la mentira que no tiene otro propósito que romper una hermandad con muchos
siglos de historia y que ahora aparece falseada en artículos y en lecciones que
han aprendido para el mal varias generaciones catalanas. Hay ocasiones de nuestra historia en las que el
silencio no es solo culpable, sino alevoso y criminal. Lo que estamos viviendo en
estos días es un episodio trascendente que tiene estas señales malditas. Las
profundas raíces históricas de la españolidad de Cataluña llevan más de 30 años
siendo borradas y manipuladas con notable impunidad por un nacionalismo tan
mezquino como astuto que ha contado con el beneplácito silente e irresponsable
de los partidos mayoritarios como precio intolerable de su apoyo parlamentario.
Yo denuncio esta intolerable actitud de quienes no quisieron atisbar las
consecuencias de su dejación y recuerdo las lágrimas de mi abuelo, que se
enjugan con las mías de ahora, con la voluntad y atrevimiento de ofrecer mi
propia vida si la ocasión lo permite, para defender la españolidad de Cataluña.
He tenido entre mis colaboradores a catalanes excepcionales.
He convivido con ellos y he aprendido la lección de su sobriedad y la pureza de
sus empeños. Casi todos han muerto ya, pero acaso Dios ha querido que yo esté
vivo todavía para denunciar esta monstruosa intención secesionista y para
llamar a las cosas por su nombre y a los políticos tibios y amedrantados como verdaderos
traidores que la historia habrá de juzgar algún día. Ha llegado la hora de que el gobierno escuche, por
fin, el clamor de quienes lo consideran todo perdido y se sienten abandonados a
su suerte en esa parte entrañable de España y demuestre firmeza sin complejos en
el cumplimiento de la ley.
Sé que mis palabras apenas nada significan, que mi emoción
está amordazada, que mi decisión de combatir está lastrada, pero declaro
firmemente que no quisiera morir sin haber presenciado la resurrección de
España. Considero que no vale la pena vivir viendo nuestra patria derrotada y
agonizante. Hoy más que nunca, el
silencio ante esta cuestión vital es culpable. Pidamos a Dios que la historia
no nos condene por cobardía ni nos castiguen por indiferentes, en lo alto de
los valles, en la profundidad de nuestras llanuras, en la longitud de nuestras
playas, en los pueblos en que viven, tal vez olvidados, los catalanes que
sienten a España en su corazón, a los que quiero hacer llegar esta proclama:
Nadie tiene derecho a romper lo que los siglos han amasado con gloria, dolor y
lágrimas.
José Utrera
Molina
8 de septiembre de 2014
Ha muerto el soldado Palomo. Por José Utrera Molina
Ninguna etapa de mi vida ha tenido una resonancia en mi
corazón tan fuerte y definitiva como los años inolvidables del servicio
militar. Allí tuve la ocasión de conocer
a un hombre excepcional. Una mañana, en el cuartel de San Jerónimo (Granada), sorprendí
a un grupo de soldados que atendían absortos a las palabras de un soldado de
filas, para mí desconocido. Me acerqué al grupo y escuché con admiración las
palabras cortantes, lacónicas y firmes que utilizaba el soldado Francisco
Palomo. Cuando terminó, le pregunté: soldado,
¿vendrías conmigo a donde yo te dijera? “Aunque fuera al infierno” -me contesto-.
“Al infierno, no –le dije-, pero tienes derecho a conocer muchas cosas de la
vida, porque creo en tu valor, en tu inteligencia y mereces una vida nueva.
Cuando termine mis prácticas de Alférez, quiero que vengas conmigo.”
No lo dudó y desde entonces tuve el extraordinario honor
de su compañía. Lo llevé conmigo al Gobierno civil de Ciudad Real, luego a
Burgos y por fin a Sevilla, donde se asentó, ya casado, en una pequeña vivienda
juntó a la que instaló un quiosco en el que vendía todo aquello que sabía que
la gente necesitaba.
Jamás se interrumpió nuestra amistad. Hablábamos con
frecuencia. Palomo amaba a España con la intimidad de su corazón insatisfecho.
Decía que su patria era la mejor del mundo, cuando él había nacido sin ningún
medio y perpetuaba su existencia sin lujos de ninguna clase.
Pasó el tiempo. Yo cesé de ministro, abandoné mis responsabilidades
políticas y con el tiempo, también las privadas pagaron el precio de mi lealtad.
Palomo, que sabía de mi abundante carga familiar, me llamó un día y me dijo: “Mi
alférez: tengo cinco millones ahorrados. Son para usted”. Las lágrimas que
derramo ahora, brotaron entonces de la emoción y le dije: “Gracias, amigo.
Puedo todavía enfrentarme con la vida sin ninguna clase de ayuda, pero jamás
olvidaré tu enorme gesto de generosidad.” Esa era la nobleza de un hombre sencillo
que atesoraba una riqueza en el corazón que no he conocido en nadie más.
Hace tres días me llamó su mujer: “Mi alférez, soy la
mujer de Palomo y le llamo para decirle que se ha ido”. ¿Dónde se ha ido?, le
pregunté. “Se ha ido, para siempre”, me contestó. Aquella lacónica comunicación
me produjo una perturbación emocional que nunca había conocido. Palomo, mi
soldado, mi entrañable amigo, había muerto, y su viejo Alférez lloraba de dolor.
Era su corazón el más puro, el más auténtico que traté
jamás. Poseía un altísimo grado de
intuición, que es siempre el principio motor de la sabiduría. Tenía valor, pero
sus límites estaban claros y limitados por su bondad. Ya no escucharé más su
voz preguntándome “¿cómo está, mi Alférez?” Pero yo seguiré cada día, mientras pronuncie
su nombre en mi oración de cada mañana,
contestándole lo acostumbrado: “voy viviendo, Palomo.”
Escribo esto en homenaje a su hombría de bien, a su profundo
amor a España, a su generosidad y a su amor por su familia. Fue un soldado
ejemplar. Un hombre de una pieza. Yo le rindo mi homenaje y se me rompe el
corazón al recordarlo. Tengo la seguridad de que ahora nos mirará desde el
lugar de privilegio que Dios tiene reservado para quienes pasan por la vida
haciendo el bien, sin proclamarlo.
Descansa en paz, Palomo, amigo del alma.
José Utrera Molina, Exministro y Alférez del Arma de
Ingenieros
1 de julio de 2014
4 de junio de 2014
Ante la Abidicación del rey, "Asumir la Historia" Por José Utrera Molina
(Ante la negativa del Diario ABC a publicarlo, "Arriba" lo hace con orgullo.)
Tras escuchar atentamente a su Majestad
el Rey de España, hacer un resumen de su vida sin hacer la menor mención a
quien fue el verdadero artífice de que la monarquía se instaurara en España, me
he preguntado sobre la oportunidad y acierto de esta omisión, en mi opinión injusta, aunque
políticamente comprensible. Hago mías, aquí, las palabras de Nietzsche citadas
por Ortega, precisamente, en su elogio a la Monarquía británica por mostrar su
afán de continuidad escrito en «La rebelión de las masas», «cuando define al hombre superior como el ser de más larga memoria».
Relatar el presente inmediato mutilando parte de los eslabones que explican la
continuidad con el pasado, no deja de ser una operación cosmética que disimula
pero no puede borrar el pasado. Nadie, nunca, comienza enteramente de nuevo. El
pasado es el patrimonio singular del hombre como especie, su privilegio y
señal. Asumirlo, sin jactancias y olvidos, es propio del hombre seguro de sí.
Ningún historiador riguroso puede negar,
sin incurrir en una clamorosa parcialidad, la tenaz voluntad de Franco para
instaurar en España el régimen monárquico continuando la línea dinástica de
Alfonso XIII, su padrino de boda. Jamás tuvo la menor vacilación en su decisión
cuando no fue una cuestión nada fácil, políticamente hablando, dentro del
Régimen anterior, donde los monárquicos no eran precisamente legión y D. Juan
de Borbón- sin duda mal aconsejado-, no ayudó precisamente con su célebre e
inoportuno Manifiesto de Laussane. Me
encuentro en la obligación de señalar este pequeño detalle de olvido por un
elemental imperativo de justicia. Y es que hubiese bastado una levísima señal
que en modo alguno le comprometiera ante nadie. Asumir la historia en su
integridad es muestra de fortaleza, de superación valiente de añejos rencores.
Ojalá que el nuevo Rey de España, que
estoy seguro que el pueblo espera y aclamará, mantenga una sabia neutralidad y distancia
en relación con tantos y tantos vuelcos que ha tenido la historia española. Que
sirva con su innegable juventud a España enfrentándose a los riesgos del
futuro. Yo lo espero así porque tiene condiciones suficientes para cumplir su
misión limpiamente. Él no debe nada a nadie sino a su padre y es depositario de
una tradición histórica secular.
Pido a Dios que le asista en su
andadura. No hay en mí el menor reproche a su imagen y a las palabras que hasta
ahora ha pronunciado. Creo en él y pido a Dios que le asista para que España
fuertemente unida alcance los ideales de bienestar y de grandeza que muchos
españoles seguimos soñado.
JOSÉ UTRERA MOLINA
20 de mayo de 2014
18 de marzo de 2014
La "memoria democrática"” de Andalucía. Por José Utrera Molina
Siento verdadero
dolor al insistir sobre una cuestión que martillea continuamente mi conciencia
y lastima sensiblemente mi corazón. El gobierno social-comunista de la Junta de
Andalucía ha decidido dar un paso más en el proyecto de ingeniería social
iniciado por el gobierno Zapatero -y mantenido con enorme irresponsabilidad por
el actual gobierno del Partido Popular-, consistente en la manipulación institucional
de la historia con fines políticos y su imposición coactiva, prescindiendo del
método científico y vulnerando la neutralidad y el espíritu crítico que debe
presidir la labor del historiador.
Hago
referencia al proyecto de Ley denominado esta vez de “Memoria Democrática” y a la adopción de diversas disposiciones
sectoriales que la acompañan, algunas de las cuales alcanzan cotas
inimaginables de cinismo y falsedad histórica.
Recientemente, la Consejería de Administración Local de la Junta adoptó
un acuerdo declarando treinta y cuatro lugares de “Memoria Histórica de Andalucía”. Entre ellos se menciona la antigua
prisión provincial de Málaga que, según el citado decreto, «cumplió con los objetivos de reinserción del
gobierno republicano» y que, «sobre
todo a partir de la ocupación franquista el 8 de febrero de 1937», se convirtió en un centro de terror y
sufrimiento. Ignoro el significado que para la Junta de Andalucía tiene el
término «reinserción», pero por mi
edad he conocido cientos de familiares de hombres, mujeres y niños reinsertados durante la dominación roja
de Málaga. Algo más de 2.600 reinsertados
durante el año 1936 que jamás volvieron a ver la luz del día.
No aparece,
entre los lugares de memoria señalados, el sitio donde la turba asesinó,
arrancó los ojos y mutiló salvajemente al Capitán Agustín Huelin, sometiendo a
su cadáver a las más bajas humillaciones. Tampoco figura el lugar del Camino Nuevo
en el que, noche tras noche, se fusilaba a decenas de malagueños desafectos al frente popular y a sacerdotes
–algunos aún imberbes- que no tenían más demérito que haber sido fieles a su
vocación, y en el que a la luz del día siguiente acudía una macabra romería
para escupir y profanar los cuerpos sin vida de unos fascistas que ni siquiera sabían que lo eran. No me lo ha contado
nadie. Yo lo viví con diez años y aún resuenan en mis oídos las descargas de
los fusiles, los tiros de gracia y las risas y aspavientos de una turba
enloquecida. Y así podría seguir, hasta llenar páginas de horror de aquellas
fechas que, en mi ingenuidad, creí superadas para siempre.
La Junta de
Andalucía –la del 46% del paro juvenil- se apresta también a imponer el estudio
del «franquismo» (más bien su visión manipulada del mismo) a los niños
andaluces, aleccionándoles con una clara y bastarda finalidad política. Y en
las páginas de ABC, el designado Director General de la “Memoria democrática” –eufemismo con el que se trata de encubrir al
moderno comisario político- amenazaba abiertamente a la Iglesia Católica con
eliminar cualquier vestigio de la contienda de Iglesias y Conventos, olvidando
que las principales huellas de la guerra civil yacen silentes en las tumbas de
los más de 7.500 religiosos asesinados por los que ahora son llamados «defensores de la legalidad republicana».
Y me pregunto
si alguien en su sensatez podrá parar esta increíble inmoralidad. Recuerda Joaquín Leguina en su libro “Zapatero el gran organizador de derrotas”,
que he leído con honda admiración, que en la Tribuna de las Cortes, un día de
octubre del año 1977, el líder de Comisiones Obreras, Marcelino Camacho, hablando
en nombre del Partido Comunista, refiriéndose al espíritu de reconciliación que
había de presidir la transición, pronunció las siguientes palabras: “Hoy no queremos recordar el pasado porque
hemos enterrado a nuestros muertos y a nuestros rencores”. Me pregunto si
esta afirmación tan contundente como aleccionadora encontrará alguna vez eco en
el corazón de los desalmados que pretenden volver a recordar una tragedia que
para el bien de todos tratábamos de dejar en la tribuna de la historia, para
que sólo ella, desde la serenidad que otorgan los años, se encargue de otorgar
la razón a quien la tuvo y arrancarla de cuajo a aquellos que la han utilizado
a su favor.
Como yo soy
testigo de todo aquello, con mis ochenta y siete años puedo decir bien alto que
es mentira que el Alzamiento Nacional fuera una asonada de militares codiciosos
y resentidos. Soy testigo de que fue el pueblo el que se levantó en armas
contra el terror organizado por el Frente Popular dominado por el comunismo
estalinista, que amenazaba con destruir el propio ser de nuestra nación. Son
palabras de Julián Besteiro, no mías: “La
verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas: estamos derrotados
nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la
aberración política más grande que han conocido quizás los siglos... La
reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea
bolchevique la representan genuinamente, sean los que fueran sus defectos, los
nacionalistas (es decir, el bando llamado “Nacional”, capitaneado por Franco),
que se han batido en su gran cruzada anti-Komitern.”
En mi propia
carne, torturando mi sangre, están todavía los sucesos de la guerra civil, que,
rompieron en pedazos la familia de mi madre como la de muchos miles de
españoles. Hora es ya de dejar de remover los muertos y mirar al futuro.
Pero si vamos
a tolerar que una de aquellas Españas imponga su verdad después de ochenta
años, reclamo el derecho a defender a los miles de hombres y mujeres que
levantaron la bandera de la hidalguía y de la libertad de España en la llamada
zona nacional, sin condenar y zaherir a los que lucharon por su ideal en la
trinchera contraria. A lo largo de mi vida política, con cerca de 900
intervenciones públicas, jamás utilicé una palabra de reproche a los vencidos.
Quise siempre unir en una nueva España a los hijos de los que mataron con los
hijos de los que murieron. Por eso ahora tengo derecho a denunciar lo que considero
un miserable intento de las instituciones de dividir otra vez a los españoles
en buenos y malos.
Todo esto lo
escribo cuando he llegado al paroxismo de mi indignación. ¿Cómo es posible que
pueda permitirse un falseamiento de la historia tan lleno de cinismo y de
desvergüenza?. ¿Cómo es posible que me encuentre sólo en mi denuncia cuando
están aún vivas tantas voces que debiendo unirse a la mía, permanecen
cobardemente silenciosas? ¡No lo entiendo!. La agresividad con que se muestran los
llamados apóstoles de la reconciliación, que no son otra cosa que sembradores
de la discordia, debe tener un mentís rotundo por parte de todos aquellos que
hemos presenciado aquella tragedia y que ahora la tratamos con noble
consideración. Y mis palabras no son el producto de ningún resentimiento, sino
el recuerdo de una realidad dolorosamente vivida. ¡Me duele España!.
Los que
aprendimos el patriotismo con notas de dolor y con afán de perfección, no podemos
permanecer impasibles ante lo que constituye una ignominia que nos lleva
irremisiblemente a una sociedad indecente que la gran mayoría de los españoles
no nos merecemos. Tenemos derecho a alzar nuestra voz enronquecida, después de
tantas provocaciones y pedirle a Dios que España encuentre alguna vez la paz y
el sosiego que necesita para conquistar su futuro.
JOSÉ UTRERA MOLINA
Ex-Ministro
7 de marzo de 2014
El cinismo de Rodríguez Zapatero. Por José Utrera Molina
Existen cumbres borrascosas y cumbres
tan recubiertas de cinismo que ocultan por completo la realidad. Creo que el
señor Rodríguez Zapatero, anterior presidente del gobierno español, ha
alcanzado últimamente las últimas cumbres del cinismo haciendo una apelación a
la mesura y a la prudencia en los conflictos que actualmente y con inusitada
gravedad, afectan a España. Me refiero a sus manifestaciones sobre el continuo acoso
de nuestra frontera con Marruecos por parte de las mafias que comercian con el
drama de la inmigración ilegal.
Al leer las declaraciones del ilustre
político, me doy cuenta de que jamás tuvo verdadera conciencia de la realidad de su iniquidad. Resulta muy difícil de entender
que pida mesura y prudencia, quien jamás
conoció ni aplicó tales virtudes en la etapa en que rigió los destinos de
España. El hombre que volvió a dividir a
España entre buenos y malos, vencedores y vencidos, doblando la balanza hacia
los que fueron derrotados y humillando sin piedad a aquellos que enarbolaron
banderas victoriosas y hoy aparecen ante los ojos de la historia oficial como
malvados y truhanes, carece de cualquier autoridad moral para dar consejos de
prudencia y serenidad.
Hay ya muy pocas cosas que llegan a
afectar al fondo de mi alma, pero tengo
todavía la propiedad de mi indignación y cuando alguien escribe o dice instar a
los españoles a un espacio de confianza, creo estar ante un panorama de cínica
irrealidad. Pongo en duda la formación histórica, el rigor intelectual y el
afán de concordia del señor Zapatero. Y mi juicio no tiene otra base que su
propia acción de gobierno, inspirada por su profundo sectarismo y radicalidad. Llegué a pensar que el silencio mantenido
desde su adiós a la política era una muestra de que por fin había llegado a un
estadio de madurez intelectual, de prudencia y de sincera humildad. Pero no ha
tardado mucho en romper su silencio, produciendo enorme perplejidad en el ánimo de muchos españoles que atónitos presenciamos y sufrimos
los constantes desafueros y ocurrencias, los preceptos impregnados de odio y
las leyes injustas que completaron su nefasta labor de gobierno.
Hay magisterios que se imponen por su
verdad, que pueden resultar oscurecidos en determinados momentos históricos
pero que pasado el tiempo de contienda, recobran su luz.
Nada más lejos de mi intención que
soliviantar los ánimos de nadie. Simplemente una chispa de fuego ha encendido
mi corazón y me resisto a permanecer callado ante un alarde de cinismo sin
precedentes. ¿Es posible que el hombre que abrió definitivamente la caja de
pandora de la secesión nacionalista con su irresponsable gestión del Estatuto
de Cataluña; el hombre cuya furia iconoclasta le llevó a ordenar el cierre de la
Basílica del Valle de los Caídos por odio a su Cruz amparadora, el gobernante
que batió todas las marcas de irresponsabilidad, sectarismo e ineficacia en su
gobierno, se atreva aún a dar consejos de prudencia, de ecuanimidad y de serena
comprensión?
Yo, al menos, quiero denunciar aquí la
impostura de un gobernante, reclamando en voz alta que recobre la virtud de la
prudencia y vuelva a refugiarse en el silencio. Su gobierno logró hundir económica y
moralmente a España, y aunque los que le
han seguido hayan respetado gran parte
de su labor destructora, la gente de la calle sabe muy bien de su
irresponsabilidad y en qué pozo negro
ahondó sus odios hacia una parte de los españoles llevando a cabo con
disposiciones legislativas aún vigentes, el oficio de destrucción más
importante que registra la historia española.
Señor Rodríguez Zapatero: guarde su
confianza para controlar sus todavía vigentes apetitos de revancha y muéstrese
sereno para hacerse perdonar los múltiples efectos negativas que tuvo su
mandato gubernamental.
España ha descubierto su cinismo y
ahora lo exhibe, no como una pancarta de reivindicación, sino como una realidad
que la historia recogerá algún día cuando se hayan serenado del todo las
pasiones que dividieron de nuevo a los españoles.
JOSÉ UTRERA MOLINA
29 de enero de 2014
En la muerte de Blas Piñar. Por José Utrera Molina
Reproduczo a continuación, en su integridad, el artículo publicado hoy en ABC bajo el título
"Prototipo de una España desconocida"
Ha muerto Blas Piñar. Estoy seguro que para muchos españoles
habrá muerto también el resto de ilusiones que él mantuvo por encima de
cualquier dificultad, haciendo frente a ataques injustos y a críticas
demoledoras.
Ahora, caliente aún su cadáver, muy cerca de él y de los
suyos, proclamo aunque mi voz sea siempre un grito solitario, que Blas Piñar no
fue uno de los mejores españoles de nuestro tiempo, sino el mejor.
Reunía una serie de cualidades excepcionales: la primera, el
valor, la segunda, la increíble resistencia al cambio ventajoso y acomodaticio.
Su corazón latió siempre con el nombre de España. No hubo para él ningún
descanso, ningún silencio y por supuesto, ninguna cobardía. Amó a España hasta
la extenuación viviendo su sacrificio personal alentado siempre por la alegría
de servir permanentemente a su nación y a su patria. Hubo un tiempo en que hasta
el mismo ABC le prestó en muchas ocasiones su Tercera. Sí, eran otros tiempos,
pero Blas había levantado una bandera que no estaba dispuesto a arriar a pesar de
dificultades, ataques, agravios e insultos.
Latía en su pecho un delirante amor a su patria. Nada podía
suplirlo, nadie podía adelgazarlo. La verdad entera de España la guardaba en su
alma de patriota ejemplarísimo. Pienso que frente a la dignidad suprema de este
personaje, pocos hay que recibieran como él en vida la vil expresión que le alejaba
de la nómina de los españoles de bien. Conocí a Blas cuando yo tenía 20 años.
Un primo hermano mío, Ángel Molina -que firmó mi carta de afiliación a la
Falange Española de las JONS y cuyo padre fue vilmente asesinado en Albacete-,
me dio sus primeros consejos que estaban ya ungidos por su firme carácter de Alférez
Provisional.
Me figuro la perplejidad de algunos que dirán: “ya se fue el
fascista Blas Piñar” y posiblemente, en su desvío emocional y en su odio
recalcitrante, serán incapaces de ver y conocer todo lo que representó la
figura de Blas Piñar en la historia de España. Blas no fue nunca fascista, se comportó
siempre como un soldado enamorado y ajeno a galas innecesarias.
Yo le conocí a fondo y sabía de sus afectos y fervores hacia
mí, que por supuesto, yo no merecía en absoluto. En ocasiones critiqué algunas
de sus posturas radicales; ahora entiendo mejor la radicalidad de su amor y de
su actitud de permanente lealtad a la esencia de España que él soñaba.
Jamás dobló su espalda ante nadie, ni ante el mismo Franco Caudillo
de España, al que sirvió con lealtad crítica e incomprendida y quien le alabó ante
mí en más de una ocasión. Él, que no entendía de desvíos ni de alteración de circunstancias
marcadas por un interés político, representó como ninguno la fidelidad a la
egregia figura del Capitán de nuestra juventud, Francisco Franco, para deshonra
de tantos aduladores provisionales que pronto le habrían de mirar con desprecio
desde las poltronas del poder. Nadie, absolutamente nadie ofreció jamás un
testimonio tan conmovedor, tan delirante en la lealtad a Franco y al movimiento
nacional. Y no conozco a ninguna persona que haya sufrido con tanta entereza
los viles ataques de sus enemigos. Yo le veía siempre en mis sueños como
defensor del Alcázar, al que él amó de forma infinita y estremecida.
No era orgulloso, no presumía de ninguna clase de monopolio.
Estaba radicalmente solo y aguantó la soledad como un héroe clásico. Jamás le
vi con la mirada enturbiada por el rencor, jamás le vi cercano a cualquier
clase de odio. El amor que sentía por España invadía todo su ser y hacía
imposible una beligerancia hacia nadie. Sólo España era el rosario permanente
de sus oraciones y la verdad estremecida de su esperanza. A ella consagró su
vida, sin ayudas, sin prestaciones, sin limosnas que él rechazaba siempre con
una suprema caballerosidad. Pero aceptó la soledad como un grado de dignidad y
de honor y como una obligación que él sentía como la del más erecto soldado de
España.
Nadie podía decirme que iba a ser yo quien trazara esas
líneas necrológicas ungidas por la pasión y el dolor de su pérdida, pero él
sabrá, allá donde los luceros nos alumbran, que su fiel camarada estuvo al pie
de su cadáver con postura militar y ánimo de soldado saludando a quien había
sido el mejor artífice de la lealtad de vida a un Capitán hoy maltratado.
Sé que todavía la ponzoña con que se le atacó tendrá sus
grados de recuerdo, pero mi voz que está ya, sino cansada, avejentada por el
paso de los años, estará siempre en pié junto a su recuerdo, firme ante el
ejemplo que dio en su vida, alta mi frente para mirarle a los ojos sin que
pudiera bajarlos en ninguna ocasión. Blas era el prototipo de una España ya
desconocida que pasó a la historia, pero que un día volverá con resplandores,
con canciones y con himnos a alegrar un poco nuestro corazón entumecido.
Te prometo Blas seguir tu ejemplo. Bendito sea tu
patriotismo, bendita sea tu lealtad, bendita sea la entereza de tu ánimo y
bendita la firmeza de tus convicciones y la elegante manera de tratar a los que
eran tus enemigos. Tu amor a España lo invadía todo e invadirá las maderas de
tu féretro hoy tendido. De él se desprenderá el amor que le profesaste, tú no
puedes morir del todo porque eres la encarnación de la España moribunda, pero
no muerta, y desde mi dolor, desde mi tristeza, grito en el umbral de tu muerte
aquel grito que nos unió en vida y que nos abraza en la muerte:
¡¡¡ Arriba España!!!
¡¡¡ Arriba España!!!
JOSÉ UTRERA MOLINA
25 de octubre de 2013
Profecías constitucionales
Hace 35 años que mi padre publicó este artículo en ABC. En plena vorágine de discusión sobre el texto constitucional, su voz -tachada entonces de inmovilista y cavernícola- clamaba ante el chalaneo del título VIII, por el grave riesgo que implicaba para la unidad de España. Lamentablemente, el articulo ha resultado profético e incluso la realidad ha superado los más negros pronósticos. Hoy, aquellos que le apartaban como apestado, invocan la Constitución como remedio de todos los males, cuando precisamente es la propia Constitución el mal primigenio que nos ha conducido al siniestro escenario que estamos viviendo. La Gaceta lo publica hoy en sus páginas, para recuerdo de desmemoriados.
LFU
20 de septiembre de 2013
La Legión ahora está de guardia. Por José Utrera Molina
-
- Artículo publicado hoy en La Gaceta
- El espíritu de la Legión estará siempre contra quien pretenda romper la unidad de España.
-
Hoy, 20 de septiembre, se cumple el 93 aniversario de la fundación de la Legión. No se trata hoy de glosar un aniversario intrascendente. Tampoco de inclinar las banderas con el gesto de un patriotismo estéril. Se trata, por el contrario, de levantar en el aire enrarecido de España los valores que siempre ha defendido a ultranza la Legión española. El valor, la dignidad, la bravura, el ofrecimiento permanente de la vida, el saber que la proximidad de la muerte no podía levantar ninguna epidemia de miedo sino por el contrario, ver esta última circunstancia con la naturalidad de quien vive en la certeza de la existencia de otra vida.Vivimos un mundo absolutamente desquiciado. Los principios que sostuvieron durante tantos años el espíritu de la Legión están siendo atacados permanentemente, aunque nadie puede negar que, en este ataque, hay siempre un principio de respeto inamovible.Se ha criticado a la Legión atribuyéndole un culto innecesario de la muerte, una mirada permanente a lo que ella significa. Pues bien, todo esto produce una buenaventura en el soldado, en su ánimo, en su estilo, en su ofrecimiento, en su dedicación permanente. Yo he vivido el espíritu del Tercio, lo confieso, con delirio apasionado. Para mí, el título de mayor honor que poseo no es otro que el de cabo honorario de la Legión que me obliga permanentemente a estar fundido en el honor de su Credo y en el alma de sus ordenanzas.El eco que en la mayoría de los españoles despierta la Legión es indudable. No se trata de una unidad presuntuosa y altanera, sino recia, marcial y entregada a su misión y a su servicio. El legionario es el arquetipo de lo que fue siempre el espíritu del Ejército español, su quinta esencia. Es decir, el legionario ha creído siempre en el amor, en la esperanza y en la vida mostrando su permanente caballerosidad. Su heroísmo no lo pueden negar ni siquiera los que se han constituido como enemigos porque la tradición militar española que elevó a grados inconmensurables de grandeza el espíritu de la Legión española, permanece en pie frente a tantas e injustas agresiones. En una ocasión, comentando con el Caudillo de España Francisco Franco, cofundador de la Legión, las características de las unidades que componían los Tercios me contestó: “En los momentos más agudos de las crisis que desgraciadamente tuvo nuestro país, en la primera línea, sin afán egoísta, sino con el espíritu lleno de amor a España figuró siempre la Legión. Primero en Marruecos; en la revolución de Asturias del 34, después y en nuestra contienda civil, donde laureadas, medallas militares y otras distinciones fueron numerosísimas. Ahora –añadió– la Legión hace guardia”. Yo permanecí en silencio escuchando las palabras de Franco y quise descifrar el mensaje que me trasmitía: “La Legión ahora está de guardia”.Yo me he solidarizado durante toda mi vida con el espíritu de la Legión. Para mí fue un honor inmerecido revistar sus unidades en mi viaje como ministro a Ceuta y Melilla. Puedo afirmar que fue el momento de mayor emoción de mi vida política y que no lo cambiaría por ninguno de los actos y aconteceres que tuve que vivir durante mi etapa de ministro. La Legión ha llevado la vida en la palma de la mano con voluntad de hacer fraternas y aliadas las banderas de la justicia con el signo de la libertad. A los muchos hombres que ofrecieron su vida por el honor de España dedico estas líneas que brotan de mi corazón torrencialmente, porque jamás fui indiferente al espíritu, a la dignidad y al honor que la Legión española representaba y representa.Estoy seguro de que si alguna vez alguien pretendiese romper la unidad de España, el espíritu de la Legión estará siempre contra la tribu, manteniendo en alto el sueño de una España unida y digna y ofreciendo con su sudor, con su voluntad y su sacrificio la entrega que España exige y que el honor demanda.José Utrera Molina es cabo honorario de la Legión.
16 de septiembre de 2013
Firmeza o cobarde aceptación del desafío. Por José Utrera Molina
(Artículo publicado el pasado sábado 14 de septiembre de 2013 en ABC)
«Todos los españoles amamos a Cataluña. Sólo un grupo enaltecido por el egoísmo ha decidido traicionar sus raíces, despreciar su historia, desafiar la legalidad y lanzarse hacia la nada»
No quisiera remontarme a un hecho que tuvo en mi vida una importancia esencial. Se trata de recordar una circunstancia que dio origen a mi inconmovible patriotismo. Es un recuerdo puntual, pero válido en circunstancias como las que atravesamos. Contemplo a mi abuelo –que tenía por cierto, cuatro años menos de los que yo cuento hoy– llorando, abrazado a un aparato Telefunken que difundía a las ondas la noticia increíble para algunos de la Declaración del Estado Catalán. Era el 6 de octubre de 1934.
Ahora contemplando el fervor a la tribu de una considerable minoría de catalanes, palpita mi corazón y siento un escalofrío imparable. Estamos en una circunstancia aún más grave que la que atravesó España en 1934 pero ahora con menos recursos dialécticos, con infiltraciones inverosímiles de otras posiciones históricas y con la valoración exagerada que se hace de grupos minoritarios contrarios a la esencia de España. ¿Es posible que en el tiempo en que vivimos, en el que los grandes espacios tienden a la globalización y en el que se tratan de igualar las enormes diferencias que separan a los pueblos, puedan existir los que, insensatamente, apoyan la ruptura de un baluarte que durante siglos tuvo su independencia y su unidad y se inclinó siempre ante las banderas del honor y de la libertad?
La tercera de García de Cortázar «Reaccionarios en Cadena» con el que tantas veces modestamente he disentido, da fuerza a mi queja, a mi amargura y a mis palabras dolientes. Se trata de un artículo admirable y extraordinario, profundo y ejemplar y merece tener consecuencias en estos espacios pálidos y vacíos donde los españoles se preocupan más de las modas, de los modos y de los caprichos deportivos que de la propia existencia de España. Yo quiero unirme desde aquí a García de Cortázar en la defensa de esas ideas esenciales y así lo proclamo sin limitación alguna.
Vargas Llosa también ha afirmado con rotundidad que el independentismo no es otra cosa que un regreso a la tribu. He escuchado la opinión de muchos venerables supervivientes de otro tiempo. Se horrorizan y hasta llegan a pedir la cercanía de la muerte. Les duele tanto España que si ya que no pueden combatir, pretender trasladar sus últimas quejas al Dios Omnipotente sirviéndose incluso de la cercanía de su última hora.
Nadie niega la personalidad de una tierra a la que yo he amado siempre, que ofrece un haz de virtudes ciudadanas que posiblemente no conozcan otras regiones. Un sentido elegante de la medida, del respeto mutuo, una gran sensibilidad hacia lo bello, un respeto a una tradición y a un profundo sentido estético que también ahora pretenden conculcarse. Poco puedo hacer yo para combatir este desastre, pero quedaría en mi corazón un amargo hueco si no clamara en mi independencia para advertir que nos encontramos en una situación límite y que el gobierno tiene la obligación histórica y moral de poner diques definitivos a esta penosa algarada situacional. He hablado, precisamente hoy, con un grupo de amigos catalanes que están escandalizados. Yo diría que nunca como hoy sienten ardiendo la sangre de sus corazones. Querrían morir por la unidad de España y no son palabras convencionales, ni actitudes de emergencia, ni miedos colectivos, ni refugios dialécticos. La muerte y la gloria campean sobre unas gentes siniestramente doloridas, atacadas en su raíz, vapuleadas en sus creencias, insultadas en sus costumbres, negadoras de la verdadera realidad de esta magnífica tierra que se llama Cataluña.
Yo he amado siempre a esta tierra española, lo hice desde que escuché a José Antonio Primo de Rivera la mejor de las alabanzas en la que ponderaba el equilibrio, el sentido de la historia y la verdadera personalidad de Cataluña. ¿Es posible que ésta voz de arrebato, unida a tantas como las que hoy se producen en el espacio español, no sirva para detener este inmenso desastre? ¡Cataluña es España!
Todos los españoles amamos a Cataluña. Sólo un grupo enaltecido por el egoísmo, por la pasión sectaria y por una animadversión patológica ha decidido traicionar sus raíces, despreciar su historia, desafiar la legalidad y lanzarse hacia la nada. Yo alivio mi conciencia uniéndome, ya muy lejos, a las lágrimas de mi abuelo que posiblemente contemplará consternado el abismo histórico que quieren abrir los que tiene el corazón corrompido, la voluntad maniatada y el alma aprisionada por el egoísmo y la cobardía. No quiero pronunciar el antiguo grito que recuerda mi corazón juvenil: «Ahora o nunca», pero confieso que me siento inclinado a aceptar, ante el radicalismo desafiante, otras soluciones de emergencia.
¡Por España, por su unidad y por su vida!
«Todos los españoles amamos a Cataluña. Sólo un grupo enaltecido por el egoísmo ha decidido traicionar sus raíces, despreciar su historia, desafiar la legalidad y lanzarse hacia la nada»
No quisiera remontarme a un hecho que tuvo en mi vida una importancia esencial. Se trata de recordar una circunstancia que dio origen a mi inconmovible patriotismo. Es un recuerdo puntual, pero válido en circunstancias como las que atravesamos. Contemplo a mi abuelo –que tenía por cierto, cuatro años menos de los que yo cuento hoy– llorando, abrazado a un aparato Telefunken que difundía a las ondas la noticia increíble para algunos de la Declaración del Estado Catalán. Era el 6 de octubre de 1934.
Ahora contemplando el fervor a la tribu de una considerable minoría de catalanes, palpita mi corazón y siento un escalofrío imparable. Estamos en una circunstancia aún más grave que la que atravesó España en 1934 pero ahora con menos recursos dialécticos, con infiltraciones inverosímiles de otras posiciones históricas y con la valoración exagerada que se hace de grupos minoritarios contrarios a la esencia de España. ¿Es posible que en el tiempo en que vivimos, en el que los grandes espacios tienden a la globalización y en el que se tratan de igualar las enormes diferencias que separan a los pueblos, puedan existir los que, insensatamente, apoyan la ruptura de un baluarte que durante siglos tuvo su independencia y su unidad y se inclinó siempre ante las banderas del honor y de la libertad?
La tercera de García de Cortázar «Reaccionarios en Cadena» con el que tantas veces modestamente he disentido, da fuerza a mi queja, a mi amargura y a mis palabras dolientes. Se trata de un artículo admirable y extraordinario, profundo y ejemplar y merece tener consecuencias en estos espacios pálidos y vacíos donde los españoles se preocupan más de las modas, de los modos y de los caprichos deportivos que de la propia existencia de España. Yo quiero unirme desde aquí a García de Cortázar en la defensa de esas ideas esenciales y así lo proclamo sin limitación alguna.
Vargas Llosa también ha afirmado con rotundidad que el independentismo no es otra cosa que un regreso a la tribu. He escuchado la opinión de muchos venerables supervivientes de otro tiempo. Se horrorizan y hasta llegan a pedir la cercanía de la muerte. Les duele tanto España que si ya que no pueden combatir, pretender trasladar sus últimas quejas al Dios Omnipotente sirviéndose incluso de la cercanía de su última hora.
Nadie niega la personalidad de una tierra a la que yo he amado siempre, que ofrece un haz de virtudes ciudadanas que posiblemente no conozcan otras regiones. Un sentido elegante de la medida, del respeto mutuo, una gran sensibilidad hacia lo bello, un respeto a una tradición y a un profundo sentido estético que también ahora pretenden conculcarse. Poco puedo hacer yo para combatir este desastre, pero quedaría en mi corazón un amargo hueco si no clamara en mi independencia para advertir que nos encontramos en una situación límite y que el gobierno tiene la obligación histórica y moral de poner diques definitivos a esta penosa algarada situacional. He hablado, precisamente hoy, con un grupo de amigos catalanes que están escandalizados. Yo diría que nunca como hoy sienten ardiendo la sangre de sus corazones. Querrían morir por la unidad de España y no son palabras convencionales, ni actitudes de emergencia, ni miedos colectivos, ni refugios dialécticos. La muerte y la gloria campean sobre unas gentes siniestramente doloridas, atacadas en su raíz, vapuleadas en sus creencias, insultadas en sus costumbres, negadoras de la verdadera realidad de esta magnífica tierra que se llama Cataluña.
Yo he amado siempre a esta tierra española, lo hice desde que escuché a José Antonio Primo de Rivera la mejor de las alabanzas en la que ponderaba el equilibrio, el sentido de la historia y la verdadera personalidad de Cataluña. ¿Es posible que ésta voz de arrebato, unida a tantas como las que hoy se producen en el espacio español, no sirva para detener este inmenso desastre? ¡Cataluña es España!
Todos los españoles amamos a Cataluña. Sólo un grupo enaltecido por el egoísmo, por la pasión sectaria y por una animadversión patológica ha decidido traicionar sus raíces, despreciar su historia, desafiar la legalidad y lanzarse hacia la nada. Yo alivio mi conciencia uniéndome, ya muy lejos, a las lágrimas de mi abuelo que posiblemente contemplará consternado el abismo histórico que quieren abrir los que tiene el corazón corrompido, la voluntad maniatada y el alma aprisionada por el egoísmo y la cobardía. No quiero pronunciar el antiguo grito que recuerda mi corazón juvenil: «Ahora o nunca», pero confieso que me siento inclinado a aceptar, ante el radicalismo desafiante, otras soluciones de emergencia.
¡Por España, por su unidad y por su vida!
25 de julio de 2013
El 18 de julio. Por José Utrera Molina
(Reproduzco a continuación el contenido íntegro del artículo publicado hoy, con algunos recortes, en la Gaceta)
Hay quienes afirman, con
toda razón, que envejecer no es otra cosa que quedarse sin testigos. Yo quiero
declarar aquí con toda firmeza que fui testigo del inicio del Alzamiento
Nacional el 18 de julio de 1936. Tenía sólo 10 años, pero el alboroto, el
sobresalto y la anarquía llegaban por aquel entonces a las proximidades de mi
casa. En esa tarde del 18 de julio permanecí en mi pequeño jardín con un íntimo
amigo que se llamaba Enrique Morante Villegas que años después y a edad muy joven,
marchó a la División Azul y que murió hace unos meses no sin antes haberme
visitado para despedirse de mí cuando el ya consideraba próxima su muerte y
entregarme el cuaderno con las efemérides militares españolas que tuvieron
lugar en las tierras de Rusia.
Aquella tarde
comenzamos a escuchar disparos que él atribuía a fuegos de artificio. Yo, sin
embargo, le dije que me parecía que eran tiros. Pasados unos minutos
abandonamos nuestros juegos y sólo unas horas después, Enrique Morante tuvo que
presenciar el asesinato de su padre que fue arrojado por un balcón de la
vivienda que habitaban por una milicianada enardecida y rencorosa. Por cierto,
los anales de mi memoria, todavía no deteriorados me recuerdan aquel joven
compañero mío que nunca tuvo una palabra de rencor y de odio hacia los que
habían asesinado a su padre y a muchos de sus familiares.
Mantenía una actitud de
fidelidad a nuestros símbolos primeros. Él y yo habíamos pintado en la fachada
las flechas rojas que unos amigos mayores nos habían mostrado. Nos parecía
entonces que llevábamos a cabo una heroicidad.
El 18 de julio que yo
presencié en Málaga fue una explosión revolucionaria donde el eco del rencor y
la muerte invadió toda la ciudad. Todas las noches, desde mi casa, oíamos los disparos de un lugar cercano donde cada
noche caían fusilados cientos de malagueños. Recuerdo, porque son instantes que
atraviesan el corazón en mi memoria, las largas colas de mujeres y hombres que
iban a ensañarse con los cadáveres que estaban allí amontonados. Mis ojos no
daban crédito a lo que acontecía delante de nosotros. Pocos días después, el cadáver del Capitán Huelin
que heroicamente mandaba una compañía que intento liberar Málaga, fue expuesto
desnudo con un crucifijo en sus partes más íntimas. Puede decirse sin temor a
equivocación que el odio había invadido por completo a una parte importante de
la ciudad. No entro a considerar las razones de aquellas huestes bárbaras y
devastadores. Posiblemente era el resultado de muchos años de escandalosa
injusticia social aventado por los comisarios políticos de la Komintern. Pasado
el tiempo, con una perspectiva serena, los datos e imágenes que entonces
habíamos conocido de manera directa se convirtieron en motivos de reflexión.
Pasados siete meses, Málaga
fue liberada de aquella situación insostenible. España entera había sufrido
análogas y dramáticas circunstancias. Ya se había declarado una guerra entre
hermanos y en las trincheras unos alababan la patria y otros maldecían su
existencia. Yo defiendo con toda mi alma la justicia de aquél alzamiento
militar. No niego que hubiese razones en las que el bando contrario encontrase una
justificación de sus posiciones, pero lo cierto es que España estaba dividida
en dos mitades irreconciliables y no era posible la paz.
El Alzamiento no fue un
intento grosero de liquidar al oponente sino una necesidad imperiosa de
defender a la patria y a le fe frente a quienes las perseguían con saña
inusitada quemando iglesias, asesinando brutalmente a religiosos y seglares y exaltando
la Unión Soviética frente a la propia patria. No se trataba de aniquilar a los
vencidos sino de incorporarlos en un proyecto nuevo de fraterna colaboración. El propósito del movimiento nacional no fue
otro que rescatar a España del riesgo cierto de caer en manos del comunismo
libertario que amenazaba con aniquilar el alma milenaria y cristiana de
España. Ante esa situación, españoles de
muy diversa condición se unieron en la defensa de Dios y de España en torno al
Ejército, la Falange y el Requeté, haciendo de su vida una generosa ofrenda que
difícilmente pueden llegar a comprender y apreciar los jóvenes de hoy.
Para mí, que era
entonces muy pequeño pero que conocía ya la muerte de muchos de mis familiares
en uno y otro bando, el 18 de julio fue al principio una espina que atravesaba
mi corazón sin paliativos, pero hoy es un recuerdo vigoroso y gallardo, sobre todo frente a los que se empeñan en
extender día tras día, a través de medios de comunicación, la gran mentira sobre
el movimiento nacional y el 18 de julio. Nadie niega que aquella situación fuera
durísima y que en una parte y en la otra se produjeran situaciones
injustificables. Pero no perdamos nunca
de vista que la idea de la salvación de España estuvo en un lugar mientras que
en el otro, su destrucción y su aniquilamiento eran consignas que se trasmitían
a través de los micrófonos y de los medios de comunicación. El clamor extendido
en Madrid del ¡Viva Rusia! y el ensalzamiento del materialismo marxista, fueron
las claves que explican que España tuviese que ofrecer al mundo en holocausto
el perfil sangriento de la primera derrota del comunismo internacional. Así lo
reconoció con honestidad el propio Julián Besteiro poco después: “La verdad real: estamos derrotados por
nuestras propias culpas: estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado
arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que
han conocido quizás los siglos...”.
Hoy, que conmemoramos
algunos que aún permanecemos de pie aquella efeméride trágica, pero
trascendente y liberadora, pedimos a Dios que no vuelvan otra vez tiempos de
ensañamientos y de beligerancias sino que nos incorporemos de verdad a una
tarea común con olvido de trágicas situaciones superadas.
Reina la paz en España,
pero en el horizonte de nuestra patria están cuajando densos nubarrones en los
que aflora la mentira, la falsedad y la injusticia. Ayer mismo, en el trascurso
de un espacio para hablar de la guerra civil se afirmaba nada más y nada menos
que los muertos de un bando habían sido superiores a los del otro, pretendiendo
enfrentar a los muertos de ayer con el recuerdo de los testigos de ahora. Si hubo un grito unánime y vigoroso en
aquellos días aciagos de mi infancia fue el de ¡Arriba España!. Aquel grito era la manifestación de una
voluntad colectiva de levantar a España de la ruina y la destrucción hacia la
realidad confortadora de una España unida en paz, proyectando estos
sentimientos hacia el futuro. Yo he servido estos ideales durante los años que
duró el Estado del 18 de julio. No he traicionado su espíritu, he comprendido
su justificación y sobre todo, en mi memoria limpia y en muchas ocasiones
rejuvenecida, permanece viva la imagen de un hombre atrozmente asesinado en las
tierras de Alicante que se llamó José Antonio Primo de Rivera, líder juvenil,
apuesto y gallardo de una minoría que engrandeció los límites de su proyección
política y la del conductor de un pueblo en marcha que se llamó Francisco
Franco, que levantó a España de una postración secular proyectándola hacia un
futuro en paz y prosperidad.
Declaro aquí, una vez
más, mi lealtad al espíritu del 18 de julio y aspiro a que algún día los españoles
comprendan el necesario sacrificio de aquel grupo de hombres que alzó sus
estandartes y banderas soñando y amando la verdadera libertad de España, por la
que combatieron con espléndido sacrificio e indudable heroísmo.
JOSE UTRERA
MOLINA
Abogado y Ex
ministro
10 de julio de 2013
La Memoria Maltratada. Por José Utrera Molina
(Artículo publicado hoy en ABC)
«Mientras esa ley tan injusta como innecesaria siga en vigor, los españoles están condenados a ver, una y otra vez, la cara de un bando y la del otro»
LA memoria es siempre un ámbito repleto de peligrosidad. Si se inclina al pasado, sus relieves son, en ocasiones, estimulantes. Si se prende en las horas trémulas del presente, corre el riesgo de caer en una dramática contradicción. La memoria es un gran espacio siempre respetable pero en ocasiones, bien nuestra fantasía o acaso también, nuestro recuerdo, adquiere un perfil difuso y también contradictorio. Yo me quedo con la memoria del pasado, con todas sus notas negativas, pero como una ventana abierta al sol de abril cuando amenazan próximas las oscuridades de los meses nuevos. La memoria te devuelve en ocasiones la alegría, ves con tus ojos figuras que parecían haber desaparecido y que, sin embargo, por obra de Dios, están todavía en tu mente palpitando en tu propio corazón. Hay memorias tan vivas, tan vibrantes, tan consoladoras que merece la pena haberlas vivido porque nos transportan a lugares que creíamos que el tiempo había hecho desaparecer y recobran su apostura, su vigor y su fuerza. La memoria nos sirve para vivir, más que para atormentarnos, y si en ese gran espacio tiene asiento la esperanza verdecida, que sacude los músculos del alma y ofrece mayor fuerza a nuestra existencia, quizás con mayor razón.
En un intento infame de prostitución histórica sin precedentes, navegan aún por los espacios legales, sin que el actual gobierno del Partido Popular haya hecho lo más mínimo para eliminarlos, los pliegos verdaderamente sectarios, injustos y peligrosamente iconoclastas de la llamada ley de la memoria histórica. Advierto que los españoles no podremos vivir una plena reconciliación mientras esta ley esté en vigor, ya que criminaliza a los que un día fueron vencedores y menosprecia a los vencidos con el hedor sectario y manipulador que impregna todo su texto.
Mientras esa ley tan injusta como innecesaria siga en vigor, los españoles están condenados a ver, una y otra vez, la cara de un bando y la del otro, cuando todo tendría que ser ya tumba, recuerdo de grandezas y olvido de miserias.
Yo tenía nueve años cuando en los primeros meses de la guerra vi pasar delante de mi casa aquellas interminables caravanas para escupir, mancillar y hacer cosas peores a los cadáveres que se amontonaban sin cesar. Nadie me lo ha contado, lo viví con ojos estremecidos y asombrados y ya por entonces, doloridos de lo que estaba presenciando. Y también soy consciente de los muchos fusilamientos que después se produjeron en la Málaga liberada, en los que sobró injusticia y faltó generosidad.
Pasaron los años. Allí cerca había una inscripción que recordaba el holocausto de muchos mártires. Las autoridades actuales lo destruyeron y ya habíamos pasado la etapa en la que unos y otros españoles sentían aún en sus venas la tragedia de la guerra civil. Yo tuve constancia humana, directa y personal de aquél drama que partió en dos mi familia. Por una parte, quien era Coronel inspector de la Legión española en Ceuta, fue destituido de su cargo por su condición republicana. Mientras, en Cartagena, un hermano suyo y de mi madre, Comandante de la Guardia Civil, era fusilado y posteriormente macheteado sin piedad por un grupo de milicianos. Podría contar muchas cosas de uno y otro bando pero la memoria me ha ayudado a sepultar aquellas desagradables escenas para abrir una etapa de paz en mi conciencia, olvidar lo innecesario y alejarme metafisicamente de aquellos que quieren empeñar su vida en derribar monumentos, estatuas y lapidas de los que dieron su vida por España.
Desde la atalaya que me ofrece mi avanzada edad y aún consciente de mi insignificancia, pido al Gobierno que derogue de una vez y para siempre la ley de la memoria histórica; una norma legal que resucita y alienta los viejos odios olvidados y nos ponen otra vez al borde de las trincheras, cuando la memoria de unos languidece y la de otros se alimenta de fantasías inaceptables llenas de rencor y de odio. Dejemos a los muertos que reposen en paz. Dejad de mancillar sus esqueletos. Dejad que las horas malditas de una España dramáticamente escindida se borren rápidamente. Que se destaquen por igual los hechos heroicos de las dos Españas, que vuelvan a su cabalgadura las viejas estatuas, al tiempo que se respeten las levantadas recientemente, en recuerdo y homenaje a aquellos que, con razón o sin ella, ofrecieron lo mejor de sus vidas por la España en la que creían.
Las horas del verano se acercan, la primavera está gritando su término, pero entre flores y rastrojos levantemos una oración de unidad, de fraternidad y de concordia.
JOSÉ UTRERA MOLINA
15 de junio de 2013
Un burgalés excepcional. por José Utrera Molina
(Artículo publicado hoy en La Gaceta)
Cada día que pasa por nuestra existencia ya gastada, me afianzo en la creencia de que morir no es otra cosa que quedar sin testigos. Desde hace unos meses, la avalancha de muertes conocidas me ha dado tristemente la razón y entre ellas figura en primerísimo lugar el fallecimiento de un camarada de impresionante calidad humana: Ignacio Fernández García. Le conocí en mis años mozos (porque yo también fui joven). Él era entonces el respetado rector y líder de las Juventudes Falangistas de Madrid. Observé entonces el inmenso respeto que provocaba su presencia, el estupor de los que eran obedientes a su mandato, de la calidad asombrosa de sus directrices y orientaciones. Jamás predicó el sectarismo. Nunca se afilió a posturas radicales absolutamente incompatibles con la esencia reconciliadora de la Falange. Aclaro, que me refiero a un grupo minoritario e influyente de la organización. Había otros, sin embargo, partidarios de echar todo por la borda. Ignacio y los suyos nunca sucumbieron a esta demagógica tentación.
Le conocí. Era un hombre de una reciedumbre espartana, de unas convicciones arrebatadoras, de una ejemplaridad limpia y brillante. Quizás porque había mirado frecuentemente y muy de cerca la constelación inmensa de nuestras estrellas y porque era burgalés, cuya sangre me era muy conocida porque fue la vertebradora de la unidad de España y cuya esencia histórica golpea todavía mi alma y mis entrañas. Hice todo lo posible para que abandonara Málaga y viniera conmigo a Madrid a compartir otro género de responsabilidades. Él se negó siempre. Se había instalado con su alma limpia y con su corazón desmesurado a orillas de este Mediterráneo que da luz a Málaga y a sus hombres. Hablé mucho con él, posiblemente de lo que se podía hablar mucho entonces, de nuestra inquietud, de nuestra angustia por ver torcido el itinerario revolucionario que nosotros habíamos preconizado y servido con una ingenua pasión juvenil. Él siempre era el mismo, me decía: “Estoy bien en Málaga; hago aquí mi labor”. Yo terciaba una y otra vez porque lo consideraba un elemento clave para el nuevo despliegue de la Organización Juvenil. El viejo ayudante, cuyo recuerdo todavía se extiende en las capas medias de la sociedad madrileña, siempre aceptó la orden de sus mayores que se afirmaba siempre en sus preferencias y en sus gustos independientes.
Ha muerto ya. Creo que a los 92 años. Me enteré de su fallecimiento por una esquela publicada en el diario Sur. Elocuente y esclarecedora. Había interrumpido mi contacto con él hacía años, cuando yo era el único testigo posiblemente de aquella maravillosa emoción juvenil que ambos compartíamos. Quise conocer a su familia y me informaron de la muerte de su mujer hacía cuatro años. Vivía con sus hijos y fundamentalmente arropado por la ternura de su hija Mª del Mar. Hablé con ella, le dije que como una nueva herida en mi corazón había conocido la muerte de su padre. Ella me contestó: “Sí, continuó con sus ideales hasta el final pero voy a contarte algo que te llamará posiblemente la atención: padecía cuatro cánceres irremediables y desde hacía unos meses se encontraba a las puertas de la muerte. No cambió su carácter y mucho menos sus convicciones. Cercana la hora de su muerte me pidió, –según me decía su hija– que le vistiera con la camisa azul y que le pusiera un disco con los compases del himno falangista del Cara al Sol. María del Mar me dijo que lo escuchaba como transportado a otro mundo y que, mientras escuchaba la estrofa de “Volverán banderas victoriosas…” cerró sus ojos para siempre”.
Ha muerto ya. Creo que a los 92 años. Me enteré de su fallecimiento por una esquela publicada en el diario Sur. Elocuente y esclarecedora. Había interrumpido mi contacto con él hacía años, cuando yo era el único testigo posiblemente de aquella maravillosa emoción juvenil que ambos compartíamos. Quise conocer a su familia y me informaron de la muerte de su mujer hacía cuatro años. Vivía con sus hijos y fundamentalmente arropado por la ternura de su hija Mª del Mar. Hablé con ella, le dije que como una nueva herida en mi corazón había conocido la muerte de su padre. Ella me contestó: “Sí, continuó con sus ideales hasta el final pero voy a contarte algo que te llamará posiblemente la atención: padecía cuatro cánceres irremediables y desde hacía unos meses se encontraba a las puertas de la muerte. No cambió su carácter y mucho menos sus convicciones. Cercana la hora de su muerte me pidió, –según me decía su hija– que le vistiera con la camisa azul y que le pusiera un disco con los compases del himno falangista del Cara al Sol. María del Mar me dijo que lo escuchaba como transportado a otro mundo y que, mientras escuchaba la estrofa de “Volverán banderas victoriosas…” cerró sus ojos para siempre”.
Ni qué decir tiene que Ignacio vive plenamente en mi corazón. Que recibo actualmente su ejemplo en contraste con los valores que hoy dominan a una sociedad mediatizada y que su apostura, su dignidad de hombre, su condición de burgalés de pro, será todavía un recuerdo que levantará mi ánimo de todo género de obligada decepción.
Le prometo que yo continuaré escuchando las estrofas del Cara al Sol que tanto amaba y que prometen un “Nuevo Amanecer”, aunque nuestro cielo esté oscurecido y triste.
José Utrera Molina
21 de mayo de 2013
Significación del 18 de julio. Por José Utrera Molina
(Aprovechando que hoy el Parlamento español dedicará parte de su tiempo, no a solucionar los problemas que aquejan a loes españoles, sino a debatir si declara el 18 de julio día de la condena al franquismo, rescato un artículo escrito por mi padre hace unos años sobre la significación de tal efemérides)
El 18 de julio constituye para los que ya tenemos sobre nuestras espaldas el peso aún soportable de los ochenta años, un hito fundamental en nuestra vida. A partir de aquél día, los que éramos entonces niños, empezamos a tener conciencia de que algo muy grave ocurría a nuestro alrededor. No era el estallido de las bombas tan solo lo que nos preocupaba, ni la escucha de los tiros cercanos, ni los ruidos desconocidos hasta entonces, era una conmoción más profunda la que empezaba a perturbar nuestro ánimo.
La muerte empezaba ya a golpear nuestros jóvenes corazones. Después, siete meses de tiranía roja donde verdaderamente la barbarie se apoderó de nuestra ciudad. Aún no he perdido la memoria de las largas filas que se organizaban para ver los cadáveres de los muertos la noche anterior, próximos a donde yo vivía, que eran objeto de profanación y de escarnio. Aquello hacía que en nosotros se produjera el primer asombro, la primera ingrata y dolorida sorpresa y es que la aparición de los rencores era ya la primera declaración de una guerra que iba a durar tres años.
Yo fui testigo de aquel tiempo porque un hermano de mi madre había acaudillado la sublevación en Albacete y días después caía apuñalado vilmente en el hospital Militar de Cartagena. Otro hermano suyo, había sido el que mandaba por entonces, lo que llamábamos el Tercio Legionario. Luis Molina, era despojado de su condición de mando con responsabilidad. El retiro de la carrera de las armas que había sido el sustento de su vida, le llevó a un estado de tristeza que terminó con su vida meses después. El drama de España estuvo pues desde los primeros días en mi propia familia. No fue posible la Paz.
Ahora, con la perspectiva de nuestro tiempo, vemos que el 18 de julio estuvo muy lejos de ser una luminaria fascinadora que hizo que muchos entregaran su vida con el sueño de una España mejor. Sino algo mucho más profundo. Una coyuntura revolucionaria llamada a cambiar la faz de nuestro pueblo y de terminar con la sequía social de aquella época.
Un nuevo horizonte aparecía ante nosotros y efectivamente, los españoles nos pusimos a trabajar y a cambiar la dura realidad de nuestra Patria. Primero con la generosidad para los vencidos, practicando como lo hicimos en las filas del Frente de Juventudes una verdadera reconciliación y en segundo término, trabajando para redimir siglos de vacío y años de ruindad y desengaños.
La España del 18 de julio no se parece en nada a la que hoy contemplamos. En su aspecto físico no digamos, quizás los valores que entonces eran la clave de nuestra existencia, los ideales que alentaban junto a nuestras banderas no están presentes, pero en muchos de nosotros vive el 18 de julio, no como una fecha sino, como un aldabonazo que resuena en nuestro corazón y nos recuerda que no podemos traicionar la memoria de los que con el sueño de una España mejor, dieron sus haciendas y sus vidas.
El 18 de julio estuvo por tanto muy lejos de haber sido una conspiración de unos generales resentidos. Fue el estallido de un pueblo que había soportado impasible el desorden, la injusticia, el asesinato y la corrupción. Lo cierto fue que España volvió a tener fuego, luz y razón en el fondo de su sangre conmovida. En uno y otro bando se produjeron sacrificios extraordinarios, pero al final de tan doloroso parto, España levantó su cabeza y los que entonces teníamos diez años, empezamos a actuar como hombres y como tales sentimos ya una precoz responsabilidad, un interés por las cosas de España, que después cristalizaría en una adscripción absoluta a quien se había convertido en Caudillo de nuestro pueblo, Francisco Franco, que representaba el ideal de la mejor capitanía española.
La historia se suele contemplar con la objetividad de la distancia, por eso, podemos decir que a partir de entonces, España empezó un nuevo camino y que el hecho histórico del 18 de julio tuvo unas consecuencias posteriores para la historia de España. Esto es algo que nadie puede discutir. Se cambiaron las estructuras sociales, se realizó una política educativa que terminó con el analfabetismo, nuevas tierras se pusieron en regadío, infinidad de casas se levantaron para los más humildes y todo ello con la creación de una nueva clase media que equilibraba socialmente las tensiones que habitualmente habían enfrentado a los españoles.
Alguien se preguntará ¿Cómo hubo gentes que se opusieran al término del Estado del 18 de julio, a su liquidación y a su destrucción absoluta?. Fuimos una minoría que creíamos al menos, -yo así lo declaro- que el Régimen podía evolucionar y encontrar nuevos caminos de representación social y política; que podíamos alcanzar la modernidad sin enrolarnos en nostalgias desfasadas, pero no fue posible.
Yo advertí a Franco en una de las últimas conversaciones que mantuve con él, de que su sucesor emprendería un nuevo camino. Aquellas palabras mías impresionaron profunda y negativamente a Franco, pero yo insistí en que teniendo en cuenta estas circunstancias “nada estaba atado y bien atado” y aquellos pronósticos, ciertamente sombríos, se convirtieron en realidad. El que fuera Rey de España por el apoyo y voluntad de Francisco Franco, no tardó demasiado en olvidar lo que le debía. Ha sido un olvido tan brillante como silencioso. Todavía recuerdo sus palabras de apoyo y alabanza al que fue Caudillo de España. Yo fui testigo de ellas. Más hoy se puede insultar a Francisco Franco sin que exista una voz, concretamente la suya, para defender a quien sólo quiso servir la causa social de todos los españoles. Franco creyó profundamente que su sucesor al menos, iba a respetar una parte mínima de su obra. Pero no ha sido así.
De todas formas, el Estado del 18 de julio ocupa un lugar preferente en nuestra historia. Supuso un beneficio importantísimo para todos los españoles, nos libró de una contienda mundial que hubiera arruinado nuestro presente y nuestro porvenir, moderó extremismos, no ejerció jamás la venganza y el odio, abrió nuevos caminos. Convirtió a España en la novena potencia mundial con la tasa fiscal más baja del mundo y su conductor que fue por encima de todo un noble y recio soldado, amó a España hasta sus últimos instantes. Cuando tenía ya roto el corazón, sólo le preocupaba el futuro de su unidad. Este fue el último mensaje que le transmitió al entonces Príncipe de España, en una de las últimas visitas, que le hizo cuando ya su gravedad era irrefrenable. Unidad solicitada –tal vez con suprema angustia- por Franco, una unidad que hoy encontramos amenazada por la traición y por el olvido, de los que por sentido del honor estaban más obligados a defenderla.
Aún así, yo no pierdo la esperanza y sé que al final de este largo túnel brilla aún una pequeña luz, que alumbrará en el futuro nuevos caminos y nuevos espacios de fraternidad y convivencia. España no puede morir.
JOSÉ UTRERA MOLINA
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