25 de febrero de 2014

Mártires por la fe

El pasado sábado, aprovechando un retiro de tres días en una localidad cercana, visité, en unión de unos amigos, el museo de los mártires claretianos de Barbastro. Al terminar la visita, todos salimos sobrecogidos por la crudeza del relato de los hechos, por la inmensa paz y falta de resentimiento del sacerdote claretiano que nos sirvió de guía y por tener delante los restos mortales de 51 mártires de la Iglesia y los impresionantes testimonios de fe que dejaron escritos para sus familias, para su Congregación y para la posteridad.
Recomiendo la visita virtual al Museo pinchando aquí.
A las 17,30 horas del 20 de julio de 1936 unos sesenta milicianos comunistas y anarquistas de la CNT armados irrumpieron en la comunidad de Barbastro en donde residían los misioneros claretianos, formada por 60 personas: nueve sacerdotes, doce hermanos y 39 estudiantes. Los tres padres superiores fueron arrestados mientras que el resto fueron trasladados y recluidos en un salón del colegio de los Escolapios, que se convertiría en una improvisada prisión.
 Los carceleros buscaban una y otra vez la apostasía de los jóvenes seminaristas, les tenían prohibido rezar e introducían prostitutas desnudas en el salón para tentarlos, aunque sin éxito. Se les negó el agua –bajo un calor asfixiante-, se les sometió a fusilamientos simulados un día tras otro y se les impedía dormir, para lo cual se establecieron relevos día y noche fuera del local para insultarles, arrojarles piedras, etc.

Pese a todo, el hermano cocinero conseguía de cuando en cuando, pasarles dentro del bocadillo diario que les servía de alimento, un pedazo de hostia consagrada (que tenía bien escondida en su cocina), para que pudieran recibir la comunión.
Durante el encierro, los jóvenes dejaron su testimonio en sillas, tablas, taburetes, paredes, pañuelos y hasta en los envoltorios de la comida. En una envoltura de chocolate se conservó el testimonio de Faustino Pérez, uno de los seminaristas:

Agosto, 12 de 1936, en Barbastro. Seis de nuestros compañeros son ya mártires: Pronto esperamos serlo nosotros también. Pero antes queremos hacer constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por la ordenación cristiana del mundo obrero, el reinado definitivo de la Iglesia Católica, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias. ¡La ofrenda última a la Congregación, de sus hijos mártires!
Muchos de estos testimonios pueden verse en el Museo.
Doce días después de ser encarcelados los padres superiores fueron fusilados. El resto, hasta 51 lo serían los días 12, 13, 15 y 18 de agosto de 1936. Con ellos también fue asesinado un gitano, Ceferino Giménez, “El Pelé” que se negó a abandonar su rosario, motivo por el cual fue ejecutado. Tan sólo salvaron la vida el cocinero, al que los milicianos hicieron bajar del camión al que se había subido para recibir la palma de martirio junto con sus hermanos, para que cocinara para ellos y dos seminaristas argentinos que fueron reclamados por el Consulado y que fueron los encargados de transmitir a Roma la verdad del martirio sufrido por sus hermanos.
Fueron a la muerte cantando, besando las cuerdas de esparto que les ataban al martirio, perdonando y rezando por sus verdugos y gritando ¡Viva Cristo Rey!. Iban felices al martirio, tanto, que varios de ellos fueron asesinados en el propio camión que les trasladaba al lugar de la ejecución por milicianos que, enrabietados por su alegría, les reventaron el cráneo a culatazos.  

Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar ¡Viva Cristo Rey! Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica, y a ti, Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con todas la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y muerte.
Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayo ni pesares: morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós, querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción. ¡Y qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente el mismo día en que nos impusieron.
Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno
Faustino Pérez. C. M. F.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!

Los milicianos se ensañaron con especial crueldad con el obispo de la diócesis, Florentino Asensio, como explica una página dedicada a su martirio:
Lo amarraron codo con codo a otro hombre mucho más alto y recio, y los condujeron a los dos, después de varias horas de calabozo, al rastrillo. Entre frases groseras e insultantes, un tal Héctor M., oculista, de mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el Marta, se acercaron al Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le dijo a un tal Alfonso G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer co... de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas.     
En el suelo había un ejemplar de Solidaridad Obrera, donde Alfonso G. recogió los despojos; se los puso en el bolsillo y los fue mostrando, como un trofeo, por bares de Barbastro. Le cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de esparto, como a un pobre caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel guiñapo de hombre, el Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor sobre el pavimento si no hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo y lo mantuvo en pie, aterrado y mudo.      

 El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo.

 El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta: -¡Qué noche más hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor! José Subías, de Salas Bajas, el único sobreviviente de aquellas primeras cárceles de Barbastro, oyó comentar a los mismos ejecutores: -Se ve que no sabe a dónde lo llevamos. -Me lleváis a la gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por vosotros... 

 -Anda, tocino, date prisa -le decían. y él:  -No, si por más que me hagáis, yo os he de perdonar. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo, y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el cementerio de Barbastro.      

Al recibir la descarga, los milicianos le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí». Pero el Obispo no murió aún. Lo arrojaron sobre un montón de cadáveres, y después de una hora o dos de agonía atroz, lo remataron de un tiro. «No le dieron el tiro de gracia al principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron morir desangrándose, para que sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la agonía le arrancaba lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las puertas del cielo». Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no retardéis el momento de mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último momento». Y repetía muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás». Otro testigo le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».  

Después de muerto, Mariano C. A. y el Peir lo desnudaron; y El Enterrador le dio a Mariano C. A. los pantalones, que se puso dos días después, «porque estaban en buen uso»; y a José C. S. El Garrilla le dio los zapatos. «Los llevé hasta que se me rompieron», declaró él mismo después de la guerra, antes de ser ejecutado.

Hoy todos ellos son beatos de la Iglesia. Contemplar sus ropas ensangrentadas, los muebles, papeles y todo tipo de objetos en los que grabaron el testimonio de su fe, sus huesos quebrantados por el odio, es todo un aldabonazo a las conciencias adormiladas de los cristianos de hoy. Su martirio, su sacrificio generoso y valiente, su amor a Dios sigue siendo hoy semilla de esperanza.

Hace un año se estrenó en los cines de toda España la película "Un Dios prohibido", que refleja de un modo fiel la verdad de su martirio. El Padre Claretiano que nos acompañó durante el recorrido del museo nos contó cómo varios de los actores que habían actuado en la película se habían convertido y que uno de ellos pidió el Bautismo tras visitar el museo y estar delante de sus restos.

Como decía un buen amigo que me acompañó, la diferencia entre el perdón cristiano y la supuesta justicia pretendida por los portavoces de la desmemoria histórica se comprueba en los frutos: reconciliación y perdón frente a división y odio.
Que su sangre bendita siga dando abundante fruto y vertiendo amor sobre nuestra querida España.

LFU          



18 de febrero de 2014

"A Lorca lo mataron sus primos"

Ahora que la Junta de Andalucía reaviva el odio en el corazón de los andaluces recurriendo a la manipulación de nuestra historia reciente, conviene recordar las circunstancias que rodearon la muerte de Federico García Lorca, todo un símbolo que la progresía durante años utilizó contra el régimen anterior como epítome de las “maldades” del llamado bando nacional y que desde hace unos años se ha venido abajo como un castillo de naipes.

Y es que, tal y como demuestran las últimas investigaciones historiográficas –publicadas en 2006 aunque silenciadas por el mantra cultural dominado por la izquierda- no se trató de un crimen político sino de un verdadero ajuste de cuentas familiar, urdido por unos primos del poeta que contaron con el apoyo del gobernador militar y de la CEDA.
Al parecer, el origen de las desavenencias de la familia García Lorca con las familias Roldán y Alba (las tres grandes familias caciques de la Vega de Granada, con parentesco entre ellas)  está en una disputa de linderos entre fincas, litigio que –como suele suceder- fue enconando las relaciones entre dichas familias que llegaron a profesarse un odio africano. Federico, lejos de mantenerse al margen, prendió la chispa del odio con la publicación de “La Casa de Bernarda Alba” que no era sino un retrato descarnado de las familias rivales con las que la suya mantenía una enemistad secular.

Como es bien sabido, Federico García Lorca se refugió en casa de sus amigos los Rosales, de filiación falangista, que pese a su resistencia, no pudieron impedir que se llevaran al poeta un grupo de forajidos de la derecha caciquil entre los cuales figuraba un familiar del propio Federico. Así, los Roldán, primos de Federico García Lorca, fueron a quienes Valdés, gobernador militar de Granada tras el golpe de Estado, encargó las formaciones de "escuadras negras" para hacer depuraciones en la zona, y quienes, según el documental, aprovecharon esta circunstancias para acabar con el poeta una tarde de agosto de 1936. "A Lorca lo mataron sus primos” lo dice en el documental Rafael Amargo.  

 Así pues, ni a Lorca lo mató Franco –quien no asumió el poder en el bando nacional hasta octubre de 1936-  ni se trató de un crimen político, ya que al poeta lo defendieron hombres de la Falange. Se trató de un vil y despiadado ajuste de cuentas entre familias de unos matones de los muchos que, al comienzo del conflicto y aprovechando el vacío de poder, en una y otra zona dieron rienda suelta a sus más bajos instintos.

LFU


14 de febrero de 2014

¿La libertad de la mujer?

La libertad, es decir, la capacidad del hombre para actuar según su propia voluntad, jamás se ha considerado un valor absoluto ya que ninguna comunidad civilizada protege y garantiza la libertad para hacer el mal. Hasta ahora.

La constante apelación a la “libertad de la mujer” para defender el supuesto derecho de la mujer a causar deliberadamente la muerte de su hijo no nacido no es más que una aberración propia de una sociedad decadente y desalmada a la que sólo se puede llegar a partir de la negación al concebido no nacido de su condición de ser humano. 

Esto, por desgracia, no es nuevo en la historia del hombre. El antecedente más próximo lo encontramos en el nazismo, cuya exacerbación de la teoría de la supremacía de la raza aria y el antisemitismo proverbial del pueblo alemán le llevó a justificar la eliminación de millones de seres humanos –nacidos y no nacidos- a quienes previamente se había negado tal condición.

No hay que irse muy lejos para recordar que en fecha no muy lejana una ministra del gobierno de España afirmó que el concebido no nacido era un ser vivo pero no un ser humano. En la actualidad, se extiende hasta en sectores de la derecha la especie de que “No se puede obligar a una mujer a ser madre”, perversión  que podría completarse con  la de “no se puede obligar a nadie a sacrificar su vida por sus familiares ancianos o enfermos”, para justificar la eutanasia o incluso -¿por qúe no?,  la de que “no se puede obligar a nadie a ser padre, hermano, o a ser hijo” para justificar el parricidio. Una consecuencia lógica de dicha negación de la evidencia es la resistencia numantina del lobby proabortista a aceptar que se obligue a los facultativos a enseñar una ecografía a la mujer antes de abortar. Se trata de “cosificar” al feto, negando su condición humana para justificar “moralmente” su muerte provocada.

Las mismas voces que claman por la supuesta libertad de la mujer, olvidan deliberadamente las miles de mujeres que recurren al aborto presionadas por su entorno: por sus padres, por sus parejas, por su entorno laboral, por las circunstancias económicas o, en muchas ocasiones, por sus proxenetas.  Esta es una verdadera esclavitud que provoca un trauma duradero en la mujer mientras libera a su entorno del “problema” del embarazo.

La respuesta que esperan esas mujeres de la sociedad no es la de fomentar su esclavitud haciendo más fácil el aborto. Sólo puede garantizarse su verdadera libertad si se le ofrece ayuda para poder seguir adelante con su embarazo.  La mujer traumatizada por un embarazo necesita ver una salida distinta a la de la muerte. Si a la mujer en trance de abortar se le ofreciera protección social y ayudas económicas para tener a su hijo y, para la que no quiera ser madre en el sentido verdadero del término, garantizarle que su hijo será dado en adopción -cuya demanda crece día a día- se disminuiría drásticamente el número de abortos. Para que la sociedad cambie su percepción sobre el aborto, tan sólo es necesario no ocultar la verdad y es que, tras cada aborto provocado, no sólo hay un trauma de la mujer sino también, y antes de nada, la muerte de un ser humano. 

Para salvar vidas hay que ofrecer más vida. La muerte no es, nunca, la solución. 


LFU

7 de febrero de 2014

¿Dónde estaban las “valientes” de Femen?

Ayer se celebraba el día internacional contra la ablación femenina, una de las prácticas más bárbaras y salvajes contra la mujer, consistente en la extirpación total o parcial de los genitales externos de las niñas para evitar que puedan sentir placer sexual y puedan llegar vírgenes al matrimonio, puesto que si no es de ese modo, la mujer puede ser repudiada, y evitar la supuesta promiscuidad de la mujer. Se calcula que más de 3 millones de niñas en más de veintiocho países islámicos de África y Asia son víctimas cada año de ésta práctica verdaderamente inhumana y salvaje.

Ayer, conocíamos también la noticia de la muerte de una universitaria en Arabia Saudí, tras impedir elacceso de médicos para atenderla por ser varones y recientemente conocíamos también la muerte en extrañas circunstancias de una mujer que desafiaba la prohibición de conducir de las autoridades saudíes.
En mi infinita ingenuidad, supuse que las tiorras de Femen aprovecharían el día de ayer para escenificar su protesta por la violación de los derechos de la mujer en el mundo islámico. Pensé que, desnudas, lascivas y altaneras, se encadenarían a alguna mezquita de Rihad o de Arabia Saudí tatuadas provisionalmente con alguno de sus lemas feministas de combate y gritarían histéricas resistiéndose a la fuerza pública que tratara de desalojarlas. Llegué incluso a imaginar que, en un alarde de arrojo temerario, habrían preparado una emboscada a algún Imán o Ayatola arrojándole prendas íntimas sangrientas y adornarían alguna mezquita con grafitis alusivos a la liberación de la mujer.  

Nada más despertar, he repasado con avidez los titulares de prensa para ver si mis imaginaciones se habían hecho realidad, pero por más que he buscado, no he encontrado nada. Sin noticias de Femen durante el día de ayer en los 29 países islámicos que mutilan a las niñas. He llamado a algunas embajadas, Arabia Saudí, Irán, Nigeria, interesándome por la presencia de las “heroínas” desnudas y la contestación ha sido la misma: ni están ni se las espera.

Presumo que el día de ayer lo pasarían pensando en cómo pueden acosar a algún obispo o cardenal octogenario o cuál será la próxima Iglesia que profanen con sus vergüenzas al aire insultando a los fieles que allí rezan; en ver cómo pueden reivindicar el derecho de la mujer a asesinar el fruto de su vientre elevándolo a la categoría de sagrado y emitiendo sonidos guturales con los lemas más edificantes sobre sus ovarios y genitales que nos dicen mucho de su altura intelectual.

Lo de la ablación, la sharía y demás, queda muy lejos y, además, nunca se sabe cómo se la pueden gastar estos musulmanes. Al menos los católicos son mansos, no hacen nada y las autoridades españolas se tientan la ropa antes de emprender cualquier acto de represión contra ellas. Hace muchos años se empezó con la coña de los caramelos envenenados y se acabó con más de 7.000 religiosos asesinados que además morían perdonando a sus verdugos. Desde luego, con estos da gusto, dirán las valientes de Femen. A los otros, mejor dejarlos para otro día....


Pues eso, sucias, patéticas y cobardes. Es lo que son.

LFU

3 de febrero de 2014

La Soledad de Alcuneza

Título: La soledad de Alcuneza.
Autor: Salvador García de Pruneda.
Editorial: Renacimiento. Colección Espuela de Plata.
Año: 2013 (Reedición).

Una novela apenas conocida sobre la Guerra Civil pisa fuerte, en su quinta reedición, reclamando su sitio entre los mejores títulos escritos sobre ella. La reedición nos regala quinientas y pico páginas de enorme e indiscutible talento y belleza. Estamos ante un libro mayor, que nada tiene que envidiar a clásicos como las memorias bélicas de Jünger o la Caballería Roja de Babel y entronca con una larga tradición en la cultura hispánica, la del hombre de letras en guerra, que encabezan Garcilaso y Cervantes.

El tono autobiográfico de la narración parece templado por el tiempo. El autor dejó pasar 18 años desde la Guerra hasta su redacción. Los materiales del libro transitaron de unas memorias de guerra a una novela, ganando como el buen vino con los años de cuidado y silencioso reposo. Prescinde con acierto de plasmar al detalle los lugares de operaciones, para centrarse en el paisaje que le circunda, los colores, los ruidos y aromas del campo, para que nos dejemos llevar por la sensual evocación que genera. Sabemos que está en Aragón, que pasa a Castilla que vuelve al Ebro catalán, pero de una forma confusa y premeditada, como la propia guerra que nos narra. Con acierto, García de Pruneda expurga lo irrelevante para dar énfasis a lo esencial: a aquellas operaciones que sintetizan tres años de guerra; a los personajes que aportan definición y tono a cada situación narrada; a las reflexiones que destilan la esencia de su experiencia militar.

García de Pruneda compone en el acontecer de la narración un vibrante y esmerado homenaje a la milicia, y en especial a la caballería. A ese estoico y peculiar modo de entender la existencia que procede de la vida militar. Los versos de Calderón, “Este ejército que ves/vago al yelo y al calor/la república mejor y más política es/ del mundo (…)” parecen ser el hálito que estructura el relato, que explica a los personajes, que descubre las motivaciones o el desnortamiento de muchos en el acontecer duro y exigente de la guerra. El protagonista, un hombre con estudios clásicos, se incorpora como oficial a una unidad de zapadores en un regimiento de caballería. La disciplina, la esforzada observancia de las ordenanzas, el trato con la humanidad diversa de la tropa, el poderoso vínculo entre animal y jinete, la acrisolada profesionalidad de los veteranos de carrera van ganando poco a poco, el ánimo y el corazón del civil que se torna, emulando el ejemplo y el sacrificio de sus superiores en un auténtico soldado. No se encuentra aquí una superficial glorificación de la violencia o una adolescente idealización de la vida de acción, sino que hay una sutil y progresiva comprensión y reconocimiento de que las virtudes del mundo castrense no sólo humanizan al torbellino atroz y caótico del conflicto armado sino también generan hombres ejemplares. La milicia como civilización de la guerra, como antídoto al caos que asedia siempre a la violencia desatada. Así lo atestiguan los preciosos ejemplos del cuidado de la tropa por oficiales al mando, la forja de amistades que no caducan, el común desprecio de todo auténtico soldado al oportunismo y al ventajismo, el natural respeto al adversario al que se le combate sin odio o cómo ante la proximidad de la muerte, sólo procede el silencio o las palabras verdaderas ante Dios o los camaradas de armas. 

Otra virtud no pequeña del texto, un medido tono nostálgico y elegíaco, a veces, se abre paso: no sólo en los fragmentos descriptivos del paisaje; sino en las marchas de aproximación; en los escuetos diálogos que el servicio provoca o en los momentos de ocioso esparcimiento. Así percibimos -con una tristeza compartida con los protagonistas de la obra- que la caballería, por su aristocrática idiosincrasia, por la fusión del jinete y bestia, de caballero y soldado, resulta un anacronismo vivo en las guerras del siglo XX, que nuestro conflicto ya prefigura. La simbiosis de jinete y animal se corresponde con un mundo que desaparece a toda velocidad, la dolorosa belleza de la carga a caballo resulta un sinsentido atroz y brutal ante la ventaja de las máquinas automáticas, de los blindados que acabarán por proliferar.

Tampoco falta como en toda historia verdadera de guerra: aventuras, humor y amor. La mirada del autor, consciente de la dolorosa circunstancia que supuso nuestra guerra, acoge con generosidad e ingenio, lo anecdótico, lo inusual, los caracteres que dan color y gracia al discurrir de la azarosa vida del hombre en armas. No se sobrevive en guerra, sin abordar la realidad inmediata con la distancia inteligente y lenitiva que da el humor. Capítulo aparte merecen el relato vibrante, humanísimo y dolorido de las aventuras galantes, lejos de una exhibición vanidosa están teñidas de la punzante urgencia del superviviente, de la tristeza de las promesas incumplidas. 

No quería terminar sin hacer una pequeña advertencia. No se trata de una novela neutral políticamente, no lo es en absoluto sin ser una novela politizada. Hay críticas que le asignan esta asepsia, como si les ofendiera que este libro, raro y valioso, se escribiera en el bando vencedor. No la han leído bien o faltan a la verdad, me atrevo a decir. En esto como en lo demás, el autor sintetiza con altura, la del diplomático que fue, uno de los significados de nuestra guerra, en España se jugó otra vez –como en la Reconquista, como en Lepanto- la partida de Occidente contra sus adversarios. Occidente ganó y se aplazó, un poco, su ocaso.

César Utrera-Molina.