28 de octubre de 2014

La insoportable indolencia de un Presidente


De las tres definiciones que nos da la Española (que no se afecta o conmueve; flojo (perezoso); insensible, que no siente el dolor) todas ellas son predicables del Presidente Rajoy, que parece decidido a pasar a la posteridad más por lo que no ha hecho y por sus silencios que por sus concretas realizaciones, decisiones y declaraciones.

Claro que es más fácil errar cuando se habla que cuando se calla, pero el silencio de un gobernante que se pone de perfil ante la gravedad de los problemas que aquejan a la sociedad española resulta cada vez menos tolerable. 

No le escuchamos una sola palabra de político cuando aquella sentencia estrictamente jurídica y largamente preparada del Tribunal de Estrasburgo sobre la doctrina Parot; ni una sola palabra –más allá de lo de “sé fuerte Luis”- sobre el cáncer de la corrupción que asola todo el espectro político, empezando por el partido popular; con pocas palabras –y ciertamente lamentables- despachó la retirada del proyecto de ley de reforma de la infame y criminal ley Aido y tan sólo invitaciones al diálogo –y al manido consenso- han salido de su boca ante la insoportable chulería de un presidente de comunidad autónoma al que le importan un bledo las Sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional.

Vivimos cada día un episodio más de la decadencia de un sistema que necesita urgentemente una regeneración y un liderazgo fuerte. Sé equivocan aquellos que lo centran todo en la política económica. Eso no basta. Hace falta política con mayúsculas, firmeza sin complejos, recuperar los valores que siempre nos han hecho respetables en el mundo y recuperar la confianza en la fortaleza de España como nación.

Nada de eso puede venir de quien espera que el tiempo o la ventura le acaben solucionando la papeleta, de quien le dice a todos lo que quieren oír, de quien ha abandonado los principios más básicos del humanismo cristiano, de quien resulta incapaz de hacer honor a sus compromisos y promesas electorales, ha tapado la suciedad que tiene dentro y fía su estrella al descalabro de quienes pudieran hacerle sombra y, sobre todo, al miedo a quienes vienen a comerse los restos de una bacanal que ha durado ya demasiados años.

España, por su grandeza y por su historia, merece un Presidente que crea en ella, que la ame y que la sirva con pasión y no a un equipo de técnicos grises dirigidos por un aprendiz de brujo capaz de vender su alma al diablo con tal de conservar el poder.


LFU  

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