27 de agosto de 2017

José Utrera Molina, Una promesa cumplida.

(artículo publicado en Razón Española en el número correspondiente a julio-agosto 2017)


“No estoy dispuesto a olvidar lo que fui, ni me arrepiento por tanto de lo que soy. El ayer, el hoy y el mañana enlazan mi irrevocable filiación falangista. Me reconforta la seguridad de que mi vida no ha sido una promesa incumplida o un destino traicionado y que todavía no tengo que poner en mi esperanza ninguna negra colgadura. No podría, pues, hacer cuenta nueva porque las cifras serían las mismas y, fatal o felizmente, el resultado habría de ser también invariable; morir sin cambiar de bandera es el sueño que acaricio día tras días y hora tras hora. Ante la realidad actual de la vida política española, que frecuente contemplo con ojos atónitos, donde toda gallardía es inexorablemente condenada y toda lealtad a lo que fue nuestro pasado maldecida y proscrita, Dios quiera que este último sueño al menos se cumpla con honor y, si es posible, también con ventura.”

Con este párrafo, tan auténtico como el espíritu de su vida, concluía el autor de mis días el prólogo de su libro de memorias “Sin cambiar de bandera” en el año 1989, cuando aún le restaban 27 años más de vida para hacer honor a su promesa, con más gallardía si cabe, en una España en la que la mezquindad, la vileza y la cobardía se han institucionalizado hasta límites difícilmente imaginables en aquel momento.

Mi padre es –me resisto a hablar de él en pasado, pues su presencia llena mi vida en cada momento- un monumento a la lealtad. Pero no a una lealtad ciega, servil  o romántica, sino a una lealtad que es pura coherencia con su propia trayectoria vital.  Mi padre fue uno de tantos niños a los que la guerra arrebató la niñez. Contempló con asombro el odio desatado contra todo lo que rodeaba su existencia y a menudo recordaba el olor a quemado que desprendían los templos quemados de su Málaga natal.  Jamás pudo olvidar las macabras romerías que cada mañana subían hasta el lugar de los fusilamientos para profanar con odio los cadáveres aún calientes de los fusilados al amanecer y vio como caían algunos de los jóvenes que le habían hablado por primera vez de una bandera nueva, de primaveras, de amaneceres y de rosas.  Pero aquella guerra fratricida también rompió su familia en dos, por lo que sus afectos también estuvieron en el bando perdedor. Ésta circunstancia marcó su carácter abierto, siempre alérgico al sectarismo y su capacidad para empatizar con los adversarios políticos.  Buena muestra de ello fue su empeño en acoger en su centuria del Frente de Juventudes a los hijos de los que mataron con los hijos de los que murieron, en superar la contienda y dedicar todos sus esfuerzos a levantar una España necesitada de patria, pan y justicia para todos.

Sus dotes de mando, su autoridad moral y su vibrante oratoria pronto llamaron la atención de un Gobernador civil de Málaga, Luis Julve, que fue quien comenzó a promocionarle para tareas de más alto calado.  Con apenas 30 años se convirtió en el Gobernador civil más joven de España. Ciudad Real, Burgos y Sevilla fueron testigos de la pasión arrebatada y la firme decisión con la que asumió unas tareas de gobierno que para él no eran sino la oportunidad de servir a los demás transformando una realidad que no le gustaba para lograr el bienestar de los más humildes. Abrió su despacho de par en par y pronto se formaron colas para hablar con el gobernador, para exponerle las preocupaciones más primarias. Se convirtió en visita incómoda de Ministros y Directores Generales a quienes acababa desarmando con la autenticidad de sus argumentos y la pasión que ponía en todas sus actuaciones. 

               Pero de todos esos destinos, Sevilla sería finalmente, como él solía decir, el paisaje que mejor le sonrió, “el lugar –escribió- que más he querido y donde siempre tuve el depósito de mi más noble nostalgia”. Una Sevilla a la que llegó con el vértigo de su origen malagueño y que le abrió su corazón de par en par cuando vio cómo se desvivía por aquella tierra y se identificaba con su manera de ser. Durante sus ocho años de gobierno se crearon barriadas enteras, entregándose 10.491 viviendas sociales a familias necesitadas que vivían en infraviviendas o en corrales de vecindad en situaciones lamentables y podían tener por fin un hogar digno. Mi madre siempre recuerda que, cuando llovía torrencialmente por las noches, mi padre se desvelaba y le decía “hoy habrá mucha gente que se va a quedar sin techo”, y se iba a su despacho para pedir el parte de incidencias de bomberos y policía.  Se erradicaron más de 34 núcleos chabolistas y se crearon más de 80.000 puestos escolares en toda la provincia.  Todo esto se consiguió pese a la precariedad de medios, por el entusiasmo de un hombre para el que la justicia social era la base sobre la que debía sustentarse cualquier acción de gobierno. Y Sevilla le correspondió con una entrega y agradecimiento que aún perdura, siendo innumerables los testimonios de personas sencillas que durante estos días hemos recibido sus hijos, en los que nos muestran la flor de la gratitud a quien lo dio todo por las gentes de aquella tierra, en la que siempre tuvo el depósito de su más noble nostalgia. 

               Su fecunda labor en los gobiernos civiles hizo que Franco quisiera tenerlo cerca. Su nombramiento como ministro se debió directamente al Generalísimo quien había sido testigo de su eficacia, de su lealtad y de su autenticidad, de la que pudo hacer gala en la Subsecretaría del Ministerio de Trabajo, posteriormente en su efímero paso por el Ministerio de la Vivienda y, sobre todo, desde la Secretaría General del Movimiento, empeñándose en nadar vigorosamente contra una corriente espesa de lodo decidida a sepultar para siempre las huellas de una era de la historia de España que algún día se reconocerá como la más próspera y fecunda de cuantas ha conocido nuestra convulsa y amada patria.  Fue esta última responsabilidad la más ilusionante por cuanto suponía para un miembro del Frente de Juventudes llegar al más alto escalón del Movimiento, y al mismo tiempo la más dolorosa pues fue testigo doliente del aluvión de deserciones y traiciones que se anunciaban soterradamente a la espera de colocarse bien en la casilla de salida de una nueva era que debía romper con el pasado.

               Y es precisamente en el momento en que las ratas se apresuraban para abandonar el barco, cuando mi padre nos ofrece una lección magistral de lealtad que no puedo calificar sino de heroica. Con apenas 50 años y 8 hijos pequeños a sus espaldas, sin una oposición ni patrimonio alguno que le respaldara, decidió rechazar los treinta denarios con el que pusieron precio a su silencio y su mudanza. Muchos –casi todos- habrían entendido una elección más sensata y prudente. Pero, como a menudo me decía, quería seguir mirándonos a los ojos sin tener que bajar la mirada de vergüenza. Era consciente de que durante décadas había guiado a miles de personas con la autenticidad de unos ideales que no merecían acabar apolillados en el baúl de la comodidad, con tal de poder descansar cómodamente desde las mullidas alfombras de los Consejos de Administración sin preocuparse del futuro de sus hijos. Y en ese difícil trance, en el que tantos encontraron tan diversas justificaciones, decidió seguir los dictados de su noble corazón, manteniéndose fiel a su propia trayectoria y a la bandera que siempre había servido, sabedor de que ello le granjearía el silencio, el desdén y el desprecio de quienes no tenían un porqué para vivir, sino tan sólo un cómo.

Fue entonces, con ese acto indudablemente heroico donde José Utrera Molina alcanzó para mí la cima de su grandeza. Desde aquella difícil decisión, que no hubiera sido posible sin el aliento de una mujer abnegada y leal como mi madre, asumió el papel de paladín solitario de un régimen cuya historia comenzaba a desfigurarse por la mentira, el odio y la manipulación, pero sobre todo por la cobardía, el silencio y la indiferencia de quienes todo le debían.

Fue Albert Camus quien afirmó que “existe una filiación biológica entre el odio y la mentira” y ya Orwell anunciaba que «quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro».  Mi padre fue consciente desde un principio de que tendría que luchar contra fuerzas titánicas para tratar de mantener vivo el testimonio de una verdad cada vez más desdibujada, pero que seguía viva en su corazón y en su memoria. Le dolían profundamente los silencios de tantos ante la falsificación sistemática de nuestra historia reciente, ante la criminalización de toda una generación de políticos y servidores públicos que acometieron con ilusión la ingente tarea de la reconstrucción nacional. Pero jamás le ganó el desaliento. Se cuentan por cientos los artículos que escribió hasta los últimos días de su vida para contestar ésta o aquella mentira, para condenar los ataques injustos que día tras día recibía la figura de Francisco Franco, para reivindicar la memoria de quienes ya no tenían voz para poder defenderse del ataque cobarde y cruel de la mentira.  Jamás rechazó una entrevista, jamás cerró las puertas de su casa a quien quisiera conocerle y he de decir que se cuentan con los dedos de una mano –y sobran- quienes se aprovecharon de su generosidad y gentileza para zaherirle.

Los que quisieron herirle en sus últimos años tan sólo consiguieron emponzoñar su propio corazón de vileza y mezquindad. Mi padre estaba muy por encima de las miserias humanas y tan sólo sentía lástima de que una pasión tan aniquiladora como el odio se hubiese vuelto a instalar en la vida española. Le dolió, sí, lo de Sevilla, porque allí lo había dado todo y por todos y esperaba que al menos hubiera habido un solitario gesto de nobleza, de dignidad. Pero ni la vileza de unos ni la cobardía de otros pudieron arrebatarle jamás la alegría, porque hasta el último día recibió a raudales con una dulce sonrisa el torrente de amor que siempre repartió.

Cada noche recitaba los nombres de sus amigos muertos encomendándoles en su plegaria. “Más de 500” -me decía-. Aprendí de él que nunca era tarde para abrir el corazón a nuevas amistades, pues la amistad era para él una fuente nutricia esencial para el crecimiento de la persona. Tenía alma de poeta y nos dejó escritos versos maravillosos encerrados en esa cárcel  del alma que es el soneto, como estos con los que se refiere a su ideal:

Estoy de pie con mi ideal, y sigo
sin cansarme, llevándolo conmigo,
vivo el sueño, mas roto mi estandarte.

Si me pides que luche todavía
Sobre el pecho te juro que lo haría.
Me iré muriendo, sin dejar de amarte. 

Fue un hombre esencialmente bueno en el que la humildad y la generosidad brillaron siempre con luz propia. Amó arrebatadamente a su mujer, mi madre, «que alentó mis sueños, que compartió valerosamente mi esperanza y compartió con amor mi empeño imposible»; a sus hijos y a sus nietos, en los que se sentía «venturosamente continuado» y siempre, siempre, tenía una palabra amable y gentil para todo el que se le acercaba.  Su enorme corazón ha resistido hasta el final los más duros y amargos ataques, porque por encima de todo, mi padre ha sido un luchador que jamás estuvo dispuesto a arriar su bandera.  Leyendo todo lo que durante estos días se ha escrito de él, escuchando lo que dicen gentes ilustres y sencillas, sintiendo la admiración de tantos y el amor de su gran familia, no cabe duda de que mi padre ha sido un triunfador, porque sólo los hombres grandes dejan tan profunda huella de gratitud en los demás.

Termino con algunas frases de la carta con las que quiso despedirse de nosotros:

“Quiero ser enterrado con mi camisa azul. No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que muero fiel al ideal que ha llenado mi vida. (…) “Quiero pedir perdón a cuantos ofendí en mi vida y reiterar mi creencia en Cristo y mi fe en España, cuya bandera ha de ser mi sudario”. 

Tú ya has cumplido tu promesa, con honor y con ventura. Te has ido con el honor intacto, por la puerta grande y sin cambiar de bandera.  A nosotros nos queda ahora la difícil tarea de llevar con orgullo tu apellido hasta el final de nuestros días, con la esperanza de poder mirar atrás con la satisfacción de haber sido dignos de tu ejemplo.

Descansa en paz querido padre, camarada y amigo. Guíanos siempre desde tu lucero y ruega siempre por tu querida España.

Tu hijo que te quiere y admira,


Luis Felipe 

2 comentarios:

  1. Vale Quien Sirve y Servir es un Honor, aprendimos en aquella OJE cuando José Utrera Molina era nuestro camarada Ministro Secretario General del Movimiento, pero no solo eso como en aquellos años eramos cadetes comprobamos que lo que el había expuesto en la OIT de nuestro Sindicato era una realidad porque ya nos íbamos incorporando al mundo del trabajo. No conocíamos en aquellos años el rencor, ni el odio y tampoco el revanchismo político. En estos tiempos de retorno al viejo sistema político, que el Nuevo Estado había finiquitado, de partidos políticos, odio, revanchismo,injusticia social,desempleo y desahucios con españoles sin techo.Recordar el ejemplo del camarada José Utrera Molina nos anima en la lucha por la Victoria definitiva de la revolución Nacional-Sindicalista.
    No parar hasta Conquistar!
    Camarada José Utrera Molina Presente!

    Delegado Territorial APUN de Falange.

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  2. Grande nuestro Camarada Don José. No se va, cruza ese pequeño umbral que nos separa a los vivos de los que nos precedieron y ya, descansando el merecido sueño de los justos, sin duda velan por todos los que aquí quedamos. No se van sus ideales, no se ha ido su ejemplo, ni su obra, ni el ánimo que nos infunde el constante recuerdo de su Lealtad sin fisuras a los que pretendemos seguir en lucha defendiendo esos Valores que hicieron Grande a España. Esta gente tan grande no muere nunca, vive permanentemente en el recuerdo, la memoria y el corazón de los que los admiramos....

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