13 de junio de 2019

La condición humana. Por Gonzalo Cerezo Barredo


Es difícil ver los noticiarios de televisión o abrir un periódico sin que nos asalte la noticia de algún hecho violento. Ya sea la cotidiana violencia llamada de género, el ataque terrorista en cualquier lugar del mundo, el enfrentamiento étnico, territorial o de poder enmascarado de confrontación religiosa o el secular odio tribal. La muerte que no cesa recorre el mapa del mundo, sin fronteras. Las últimas sacudidas, Nueva Zelanda y Sri Lanka. Más de 50 muertos en la primera y entre 300 o 400 víctimas, según algunas fuentes en la segunda. Casi en los mismos días, EE. UU. llora en el aniversario del ataque al Instituto de Columbine.

El Viernes Santo, quizá para mostrar su rechazo al acuerdo de paz de ese mismo día (1998), disidentes del IRA dieron muerte a una periodista. Domingo de Resurrección, en Veracruz, de nuevo la muerte -ese fantasma tan amado y tan temido de los mexicanos- ataca de nuevo. Duelo y gloria en toda la Cristiandad por la muerte y resurrección de Cristo. Es fácil preguntarse a qué viene esta violencia que nada soluciona; estas muertes sin sentido.

¿Sin sentido? No. No sin sentido.

La respuesta, absurda, ininteligible, sólo puede encontrarse en el hombre mismo. Homo hominis lupus… Inaugura la Historia con un crimen  y así sigue. Mito o realidad, Caín y Abel, simbolizan para siempre la primera guerra entre hermanos. La trágica conclusión del relato es que el inocente muere y el culpable sobrevive. Según toda lógica humana, esto debiera conducirnos al más radical pesimismo antropológico...

Tremenda paradoja. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de Él?” (Salmos, 8:4). Queja o lamento, la cuestión recorre los textos bíblicos. Podemos preguntarnos, todavía hoy, qué es el hombre, ese ser misterioso,  única criatura que dispone de la facultad de elegir su destino. Y decidir sobre el de sus iguales. El hombre, capaz de lo mejor y de lo peor. Capaz de entregar su vida para salvar la de otros o someterlos a muerte o esclavitud.

Cuesta comprender que San Francisco y Stalin pertenezcan a la misma especie. Parece claro que si la libertad y la mente humana vienen dadas de origen con su equipamiento genético, la primera es un privilegio (“la verdad os hará libres”), y la segunda nos induce al error.

Los campos de la muerte nazis y comunistas sembraron el horror y el exterminio en toda Europa. Cierto. ¿Qué llevó al padre Maximiliano Kolbe a ofrecer su vida a cambio de salvar la de un anónimo padre de familia entre el millón de muertos de Auschwitz? Esto también tiene sentido.

No hace mucho, España entera se movilizó por la tragedia de Totalán. Más de 300 personas, (mineros asturianos, expertos de todas partes, gentes de los alrededores),   se concentraron para salvar a Julen. Esfuerzos y oraciones de nada sirvieron: Julen murió. Sí. Pero algo grande y hermoso nació. Nada de todo aquello fue una “pasión inútil”.

¿Se puede, -demandaba Adorno- escribir poesía después del Holocausto? Alguien se preguntará también dónde estaba Dios en esos momentos. La respuesta la dio el Papa Ratzinger cuándo visitó (2006) Auschwitz: AQUÍ.  Aquí, con las víctimas. Cuesta comprenderlo. Es necesario todo el talento y la fe de Chesterton para entender las relampagueantes paradojas del cristianismo. Ninguna como esta contraposición del bien y el mal en esta criatura  creada según la fe, a imagen y semejanza de su creador.

Hoy sabemos también, por testimonio de los propios combatientes enfrentados, que nada como la guerra para sacar a la superficie lo mejor y lo peor del hombre.
Mientras los campos de destierro, tortura y exterminio se extendían por Europa, la URSS, Filipinas y el sureste asiático, en las trincheras de todas las fuerzas enfrentadas, el heroísmo (y la cobardía), el sacrificio ( y el egoísmo), la   compasión ( y la crueldad), la lealtad (y la vileza), ponían a prueba esa inextinguible condición humana frente al dolor y la muerte: una vez más, hay que elegir entre el bien y el mal. La vida, o la  muerte.

     El   Mediterráneo, cuna de la civilización occidental, es hoy una inmensa sepultura de sueños. Miles de personas huyen de la tragedia buscando una vida mejor y solo encuentran en él la muerte. Miembros de ONG’s  y servidores públicos, arriesgan su vida para  rescatar a las víctimas de esta sangría ininterrumpida… En Madrid y otras grandes ciudades, asociaciones civiles o religiosas -nutridas en su mayor parte por jóvenes, hay que proclamarlo- reparten cada noche sonrisas, abrigo y bebidas calientes,  a los “sin techo”, los marginados de la “sociedad opulenta”. Los imprevistos proletarios del siglo XXI...

     En cada tragedia la angustia oprime nuestros corazones y naufragamos en el  abismo insondable de la conciencia. Humanamente, no hay respuestas. Solo para los afortunados que  poseemos Fe, tiene esto algún sentido. San Agustín gastó casi la mitad de su vida buscando en el maniqueísmo la respuesta equivocada. El mal no es la contrafigura de Dios, el otro principio creador del mal. Sólo después reconocería en  sus Confesiones : “Tarde te he hallado. Hermosura nueva y antigua”… Y es que la esperanza es de las tres grandes virtudes, la más pequeña, la más humilde. También el más firme asidero del hombre. La  Fe la Caridad “se nos dan por los siglos de los siglos”, dice Péguy (1873-1914),  “pero la esperanza se levanta cada mañana”.  Amén.

Madrid. Abril, 2019

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