"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO
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29 de mayo de 2009

Mi madre




En enero de este año, me hice eco de una bonita carta del olímpico malagueño Félix Gancedo publicada en el Diario Sur con ocasión de la retirada por la Diputación de Málaga de la medalla de oro de la provincia concedida a mi padre en 1975. Aquella carta era distinta de las demás, pues añadía una referencia a mi madre que todos agradecimos:

“Corría el verano de 1948, fue en Alhaurin de la Torre donde conocí a Pepe Utrera Molina; por un camino de tierra iba paseando de la mano de una joven malagueña cuya belleza exterior solo ha sido superada a través de los años por su belleza interior; tuvieron ocho hijos. Querida Lali desde estas líneas te quiero rendir un sentido homenaje por lo mucho que has debido sufrir por tantas amargas realidades.”

Nada más leerla se la envié a Paloma, mi mujer, y conservo su contestación, a vuelta de correo electrónico: “Es preciosa, Luis Felipe, pero sobre todo por las cosas tan bonitas que dice sobre tu madre, que se merece mucho, mucho en todo esto”.

Pensé entonces en escribir sobre ello, pero quizás por pudor, lo dejé para más adelante.

Hoy, cuando está a punto de cerrarse el mes que los cristianos dedicamos a María, he vuelto a escuchar, en las trémulas voces blancas de unas niñas de cuatro años del colegio de mis hijas, una canción que dice así:

Tengo en casa a mi mamá,
pero mis mamás son dos:
en el cielo está la Virgen
que es también mamá de Dios.

Las dos me quieren a mí,
las dos me entregan su amor.
A las dos las busco y las llamo,
a las dos las quiero yo.

Cuando llamo a mi mamá,
ella viene sin tardar.
Mi mamá del cielo viene
si me acuerdo de rezar.

Cada día mi mamá
me da un beso al despertar,
en el alma llevo el beso
de mi Madre celestial
.

Uno tiene días. Y la edad, que no perdona, ablanda el espíritu y abre los lagrimales que da gusto. Por eso, al terminar el rezo mañanero, pensé que no puede haber mejor broche para este mes de las flores que honrar hoy de nuevo a mi madre, y en ella a todas las madres del mundo.

Porque ella es la piedra, la fortaleza en la que se han refugiado todos nuestros temores y el hombro sobre el que hemos derramado nuestra impotencia. Es el antídoto contra la vejez, el pesimismo y la desesperanza. Su rostro tiene la luz de una fe inquebrantable y contagiosa y el limpio azul de sus ojos refleja la bondad de los que ofrecen su vida vaciándose en los demás. Por eso tiene la casa siempre llena, porque sus puertas se abren siempre hacia afuera.

No hay medallas ni honores en el mundo que puedan hacerle justicia, ni falta que le hacen. Tiene la devoción apasionada de un hombre que nunca hubiera sido lo que es sin su constante apoyo, su callado sacrificio y sus vacunas de realidad contra sueños imposibles. Y el amor incondicional de unos hijos que nunca podrán agradecerle lo bastante el enorme ejemplo recibido de entrega, de amor y de sacrificio.

Todo lo que diga es poco, como en las confesiones, por eso conviene no alargarse. Pero por todo esto y por lo demás, gracias Mamá, de corazón.

LFU

17 de septiembre de 2008

Mi hermana Margarita


Ayer cumplió años mi hermana Margarita, la mayor de mis hermanas. No recuerdo cuántos y a nadie le importa, pero es de esas personas que para el telediario seguirá siendo siempre “una joven de no-sé-cuantos años”.

Dios nos pone a todos a prueba a lo largo de nuestra vida. Y cuanto más dura es la prueba, cuanto mayor el dolor, mejor comprendemos el verdadero significado de la Cruz.

Mi hermana se ganó el cielo cuando tuvo que asumir que no podría sentir el milagro de la maternidad, pero Dios –que aprieta pero no ahoga- había puesto en su camino a la persona que mejor podía darle una larga cambiada al destino con el temple y la magia del verdadero amor: Guillermo.

Su extraordinario magnetismo con los niños hace de ella una tía muy especial, para mis hijas y para sus muchos sobrinos, que la quieren de verdad, que es como la queremos cuantos la conocemos.

Tiene genio y mando en plaza. Y también un corazón enorme que ayer cumplió un año más, pero que, como hoy, como ayer y como siempre, seguirá siendo joven y apasionado.

Muchas felicidades y gracias por tu fidelidad a Arriba.
Tu hermano,

LFU

17 de julio de 2008

Arriba cumple un año

Hoy hace un año inicié esta bitácora con la incertidumbre de quien se adentra en lo desconocido; sin saber si escribiría para mí y/o también para alguien más y si sería capaz de mantener un ritmo aceptable en cuanto a su actualización.

Lo que importa es que aquí sigo, un año después y con muchos más lectores que cuando empecé. Escribo para mí, pero también para los demás. Y de lo que me da la gana. Lo único que me falta es el tiempo necesario para hacerlo con más decoro. Primum vivere, deinde philosophare
Que Dios me dé fuerzas para continuar y a vosotros os bendiga por vuestro aliento y vuestra paciencia.

Gracias.

LFU

25 de junio de 2008

Presentación de "Sin cambiar de bandera"


(Para todos los que quisieron pero no pudieron asistir a la presentación, he decidido reproducir aquí las palabras de mi intervención en la misma, sintiendo mucho no poder hacer lo mismo con las palabras llenas de valentía y nobleza pronunciadas por el Alcalde de Madrid y por el broche de oro que, sobreponiéndose a tanta emoción, puso mi padre al acto con un torrente de voz vibrante, joven y, como siempre, apasionada)

Presentación “Sin cambiar de bandera”
24 de junio de 2008

Quiero decir, antes de nada, que me llena de orgullo y satisfacción que el autor de Sin Cambiar de Bandera –que antes lo fue de mis días- me haya permitido participar en la presentación de este libro, que es para mí como un hermano pequeño –puesto que, como yo, lleva la sangre de su autor en cada palabra- que va a confirmar la alternativa con la misma fuerza pero con renovada ilusión diecinueve años después de su primera publicación.

Agradezco además tener la oportunidad de compartir cartel con dos espadas de primera fila como son nuestro entrañable amigo y gran poeta Rafael de Penagos, cuya voz inconfundible está unida a lo mejor del cine universal y mi querido Alcalde Alberto Ruiz-Gallardón que en un noble gesto que le honra ha querido intervenir hoy aquí y que de alguna forma trae la representación de la “familia política” en el mejor sentido de la palabra.


No puede presentarse por tanto mejor ocasión para dar público cumplimiento al cuarto mandamiento de la ley de Dios, sin duda entre todos, el de más fácil y agradecido cumplimiento.

Me cabe el inmenso honor y la gran responsabilidad de traer hoy aquí la voz de los ocho hijos y de los dieciocho nietos de Pepe Utrera y cómo no, de su mujer, de nuestra madre, sin cuyo apoyo, entrega, sacrificio y renuncia jamás hubiera sido posible la limpia singladura que se narra en estas páginas. Por esta razón quiero limitarme a hablar de mi padre como persona, porque sin demérito de sus virtudes como político –prefiero decir como servidor público- y como escritor, ha sido y es un ejemplo permanente de conducta que constituye el mejor legado que podría nadie dejar a los que llevan con orgullo su apellido.

En las páginas de este libro, escrito con el corazón – o como suele decir su autor, con su propia sangre- y desde la serenidad de quien puede mirar atrás con la íntima satisfacción del deber cumplido, se agolpan multitud de anécdotas y vivencias que forman ya parte de la tradición oral y la memoria compartida de una familia. Pero hay una de ellas que pertenece a lo más profundo y vertebral de mis recuerdos por tener la fortuna de haberla vivido en primera persona.


Una tarde del mes de diciembre de 1974 quiso mi padre –consciente de lo irrepetible de la ocasión- llevarme con él al Palacio del Pardo para que tuviera la ocasión de saludar al Caudillo al final de uno de sus despachos con el Jefe del Estado. Mis recuerdos de aquella tarde son dispersos y propios de la mente de un niño de seis años, pero conservo nítido e intacto el recuerdo de las últimas palabras que Francisco Franco me dirigió al despedirse de mí. Poniéndome la mano en el hombro, me dijo: “sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre”. Ignoro qué extraño mecanismo haría que una frase tan sencilla en apariencia quedase como recuerdo indeleble de aquella jornada.

Sólo después de muchos años he podido entender al fin, que aquellas palabras –pronunciadas meses antes de su muerte- eran la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el sabor amargo de la deserción, hacia alguien que le había demostrado una lealtad sincera precisamente cuando eran legión los que comenzaban a abandonar un barco en el que habían navegado bajo su capitanía con holgada comodidad.

La otra anécdota que quiero referir aquí se remonta a la etapa de mi padre como Gobernador Civil de Sevilla. Tras una visita a Sevilla del Capitán General Muñoz Grandes en la que mi padre puso todo su empeño en que se restañasen definitivamente las heridas de un agrio enfrentamiento mantenido en su presencia entre D. Agustín y un ilustre compañero de armas, el entonces Vicepresidente del Gobierno, antes de subir la escalerilla del avión cogió a mi madre del brazo y en un aparte le preguntó: “Oye, ¿tu marido es bueno?. Mi madre, perpleja ante tan insólita pregunta acertó a contestarle que, en su opinión sí que lo era. A lo que Muñoz Grandes le espetó: “Pues si no lo es, ha conseguido engañarnos a ti y a mí.”.

Estas dos anécdotas tienen en común la percepción de dos personajes diferentes sobre una de las virtudes que hoy quiero destacar de mi padre: Su enorme bondad y su incapacidad metafísica de enfadarse. Y es que, aún a riesgo de ruborizarle, cualquiera que haya tenido ocasión de conocer a José Utrera Molina sabe que ésa es una de sus señas de identidad. Dice mi mujer –poco dada a la desmesura en el elogio- que jamás ha conocido un hombre tan bueno como él. Yo debo confesar, sin rubor alguno, que tampoco y que para mí constituye una exigencia permanente de conducta seguir su ejemplo, pues está escrito que nadie es más rico que quien todo lo da y a fe que mi padre es millonario en afectos pues para todos ha tenido siempre abierto el corazón.

Otra de las virtudes que adornan al autor de este libro –quizás la más conocida y la que impregna desde el título a la coda del mismo- es la lealtad. Decía Ortega que la lealtad es la distancia más corta entre dos corazones y mi padre desde muy joven decidió unir el suyo al de dos hombres que han marcado su vida política y su trayectoria vital: José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco.

Lealtad al pensamiento de José Antonio. Una lealtad que impregnó su juventud de poesía y de estilo; de dolorido amor a España y de espíritu de servicio y que convirtió su quehacer político en una búsqueda incesante de la justicia social; una justicia social en cuya ausencia debe buscarse una de las principales causas del trágico enfrentamiento entre los españoles. Una contienda que truncó dramáticamente la infancia de los de su generación -la de los niños de la guerra-; que sufrió en primera persona al sentir el drama de la división en el seno de su propia familia y que sin duda influyó en que mi padre hiciera de la reconciliación entre los hijos de los que mataron y los hijos de los que murieron, no una vacua proclama sino una constante y una realidad tangible a lo largo de toda su trayectoria vital.

Lealtad a su viejo y único capitán: Francisco Franco, a quien sirvió siempre con orgullo y honestidad. Con enorme admiración, pero al mismo tiempo con infinita alergia hacia la adulación que le dispensaban muchos otros que acabaron vendiendo su alma por treinta monedas tan pronto como la losa de granito selló su última morada. Un Francisco Franco que aparece retratado en las páginas de este libro como un hombre extraordinariamente cercano y sensible, y muy alejado de la burda manipulación y desfiguración de la que ha sido objeto desde su muerte, cuyo emocionado abrazo y petición postrera, en la primavera de 1975, en el que me atrevería a decir que constituye uno de los pasajes más dramáticos y a la vez mejor trabados de este libro, daría finalmente nombre a sus páginas: “Sólo le pido que no cambie; que continúe fiel a los ideales que ha servido. Una lealtad como la suya no es frecuente.”

Y finalmente, dignidad. Porque fue mucho lo que le ofrecieron a cambio de demasiado. Con cuarenta y nueve años y una carga familiar tan numerosa no dudó un instante en renunciar a la componenda y al compromiso utilitario cuando muchos corrían a alistarse en las filas de la apostasía, para evitar sufrir el oprobio que se adivinaba para los que no estaban dispuestos a abjurar de sus lealtades.
No quiso ejercer de capitán araña, consciente de su responsabilidad ante quienes había arrastrado en su trayectoria política y ante su propia conciencia. Prefirió seguir fiel a si mismo rechazando tentadoras recompensas por dejar de serlo.

Decidió no confundirse con el paisaje ni alistarse en la nutrida cofradía del silencio. Y todo ello lo hizo con amargura por la carga de desilusión de tantas lealtades abandonadas, pero sin asomo alguno de rencor.

Y pronto se convirtió en una de las pocas voces que durante estos últimos treinta y tres años no han conocido el desaliento a la hora de reivindicar la verdad de una época de la Historia de España que tuvo, como todas sus luces y sus sombras, pero que ha sufrido como pocas la infamia, la manipulación y la mentira.

Una España que debiera ser juzgada sin complejos, desde la ecuanimidad que otorga la distancia y nunca desde el odio y la revancha y en la que gracias al trabajo, al sacrificio y a la labor apasionada de muchos hombres como mi padre se hizo posible el sueño de la paz y de la reconciliación. Un sueño ahora de nuevo amenazado por quienes siguen empeñados en reabrir otra vez las heridas que hace setenta años sembraron de dolor y sangre nuestra Patria. Los mismos hace tan sólo unos días decidieron borrar el nombre de Utrera Molina del callejero de Sevilla como si pudiese borrarse tan fácilmente el trabajo, la dedicación y la entrega apasionada que durante nueve mágicos años regaló mi padre a la tierra que me vio nacer.

Voy a terminar: Dios, que nunca le ha abandonado en su camino –que no ha sido precisamente fácil y ligero-, le ha concedido la dicha de contemplar, rodeado de su mujer, de todos sus hijos y sus nietos, cómo su libro, renacido de las cenizas cual Ave Fénix, vuelve a levantar, después de veinte años, el vuelo eterno de una palabra que será para siempre un ejemplo de amor, de lealtad y de esperanza.

Muchas gracias.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

21 de septiembre de 2007

Mi hermano mayor

Mañana, José Antonio -mi hermano mayor- cumple 50 años, y a mí me sigue pareciendo muy joven (señal inequívoca de que yo también me estoy haciendo mayor). Cualquiera que le conozca sabe lo difícil que resulta hacerle un regalo original. Por eso, mientras pienso qué puede hacerle ilusión, he decidido dedicarle unas líneas en esta mi humilde tribuna.

No creo que haya en el mundo mejor hermano que él. Cargó desde muy temprano con el peso de la primogenitura –de ocho hermanos- y decidió que debía aliviar a mis padres, en tiempos de dificultades, de la enorme carga que representábamos ocho bocas que alimentar, ocho cuerpos que vestir y ocho mentes que educar. Para ello abandonó el mundo durante casi cuatro años, en los que erosionó no sólo las coderas de sus chaquetas, sino también el mármol blanco de su habitación, que también era la mía. Y aquél muchacho travieso de quien los jesuitas tan poco esperaban, venció con tesón y sobre todo con amor, la imposible enredadera de la Ley hipotecaria. Todavía me emociono al recordar el abrazo en el que nos fundimos un frío día de diciembre de 1986, tras escuchar el número que todos teníamos agarrado en las entrañas.

Desde entonces ha sido para mis padres un hijo ejemplar y un segundo padre para todos nosotros. Sabe disfrutar intensamente de la vida, pero no se siente a gusto si los que le rodean no pueden hacer lo mismo. Sabe dar sin esperar nada a cambio y es que su cuerpo no está hecho a la enorme medida de su corazón.

Dios le ha concedido, aunque algo tarde, el enorme regalo de la paternidad. O quizás, en el momento oportuno, cuando los demás hermanos ya no le ocupamos -y preocupamos- tanto y puede dedicarse en cuerpo y alma a la que se ha convertido –con tu permiso, querida cuñada- en la verdadera dueña de su corazón: su hija Ana, a quien dedico estas líneas, felicitándola de corazón en la celebración de un día especial en el que la Providencia quiso que vinieran al mundo las dos personas que, con el tiempo habrían de darle la vida….y el amor.

LFU

27 de agosto de 2007

Nerja, verano de 2007.


Próximo ya el final de estas vacaciones de verano, es hora de recapitular, de hacer acopio de lo esencial. Dios y mi mujer saben que nunca podré agradecerles lo bastante la enorme dicha de poder pasar casi un mes con mi mujer y mis hijas, con mis padres y con todos mis hermanos, cuñados, cuñadas y sobrinos -ya somos 35- en un ambiente de alegría contagiosa que es capaz de hacer olvidar todos los sinsabores de la vida. Es el regalo más grande que Dios les ha dado a mis padres, sin duda como recompensa de una vida llena de privaciones y sacrificios, que al final se han visto compensados con creces. En una casa con tanto bullicio es mérito de todos y cada uno convertir la convivencia en camaradería, conciliar el sueño siestero en medio de los gritos de tanta chiquillería, aceptar con resignación las manías de los otros, pero nada de esto sería posible si Dios no habitase, como lo hace cada día, entre los jazmines de El Alamillo.


LFU