"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

27 de octubre de 2016

El odio cabalga sin bridas. Por José Utrera Molina


No hay calificativo suficiente para valorar el daño histórico y moral que todavía se sigue produciendo en España en virtud de la ley de memoria histórica, alumbrada por Rodríguez Zapatero y mantenida por Rajoy.  La lógica de esa ley –si es que alguna tiene- está visceralmente quebrantada. Ya hace años que aquél nefasto gobernante ofreció en bandeja de plata a Santiago Carrillo el derribo ilegal de la última estatua de Franco que había en Madrid, como regalo de cumpleaños. Posteriormente, han ido cayendo uno tras otro cientos de monumentos o placas que hagan relación a cualquier personaje que tuviera alguna relación con la media España que no se resignó a ser pisoteada por el comunismo en 1936.  En Barcelona, se expone para público aquelarre la figura de un Franco decapitado para alborozo de unos pocos cobardes que dan rienda suelta a sus más bajas pasiones. En otros lugares se amenaza expresamente a Ayuntamientos con la retirada de subvenciones haciendo oídos sordos a la voluntad de los vecinos de mantener su identidad y su historia.

Mientras todo esto tiene lugar ante la indiferencia de la mayoría, se mantiene afrentosamente el público homenaje a los verdaderos causantes de la guerra civil, Prieto y Largo Caballero,  golpistas en el 34 y revolucionarios en el 36, quienes pisoteando el derecho, por cobardía o convicción quisieron entregar España a la Internacional comunista. Y el Ayuntamiento de Madrid, no contento con eliminar de su callejero todo nombre que pudiera recordar al régimen anterior o a los que lucharon en el bando nacional, va a dedicar un espacio público al siniestro Teniente Castillo, instructor de las milicias del Frente Popular y mito del ejército rojo. En definitiva, los que buscamos y quisimos la reconciliación, hemos terminado recibiendo la revancha de mano de los que no están dispuestos a olvidar su derrota.


 Pero nadie dice nada. No existe una pública denuncia de tan  burdo sectarismo.  ¿Cómo es posible que no haya un clamor para denunciar tamaña felonía?  ¿Es que los españoles hemos perdido, ya no el instinto sino la mínima razón, que endereza la figura del ser humano?.  

Hoy vuelven a estar de moda las corrientes más criminales y canallescas de nuestra historia. Vuelven orgullosos y desafiantes los puños en alto y las banderas rojas se despliegan ufanas, ante la cómoda indiferencia de una mayoría silenciosa.  Mientras tanto, los hijos y los nietos de tantos miles de españoles que dieron su vida por Dios y por España, permanecen agazapados, silentes, consintiendo que se injurie públicamente la memoria de sus antepasados, que profanen sus tumbas y borren su recuerdo de la memoria colectiva.

Yo tengo ya demasiada edad para luchar sólo contra esta tremenda injusticia. Pero  mientras el pozo de odio está completo y vierte sus excrementos sobre la Historia, los que guardamos todavía el recuerdo de una España grande y limpia, preferimos morir a contemplar con indiferencia y cobardía la victoria de la mentira y la escandalosa manipulación de nuestro pasado más reciente.

Yo me declaro en pública rebeldía contra esta ley sectaria que levanta muros entre hermanos y aventa de nuevo las arenas ensangrentadas de otro tiempo y de otra época.  Pocos escucharán mi clamor, pero quisiera morir con la certidumbre de que hasta el último momento de mi vida, he respetado la verdad y he rechazado el odio. Un odio que se ha convertido en torrente sin que se levante una mínima pared, un endeble muro que contenga el atroz mensaje de indignidad que representa la Ley de la Memoria Histórica.


JOSÉ UTRERA MOLINA

20 de octubre de 2016

"COMUNISTAS"·


Hay que reconocer que Josif Stalin sabía lo que hacía cuando apostó por el agit prop sabiendo que así aseguraba la victoria a largo plazo del comunismo en la batalla del lenguaje, una de las trincheras clave para lograr el poder.

Más de 60 años después de la desaparición física del mayor genocida que han conocido los tiempos, cualquier actuación violenta es calificada sistemáticamente de fascismo aunque provenga claramente de las filas del comunismo o sus aledaños.  A pesar de que el fascismo se ha convertido en un fantasma residual con tintes xenófobos que poco tiene que ver con las teorías de Marinetti y D’Anunzio, se crea así una íntima asociación entre violencia y fascismo y entre intolerancia y fascismo, dejando a salvo al comunismo que, pese a ser el movimiento político que más terror, muerte y opresión ha sembrado sobre la faz de la tierra, sigue apareciendo socialmente como una ideología más, equiparable a la socialdemocracia, el liberalismo o el conservadurismo y por consiguiente, merecedora de general respeto.  Nadie en su sano juicio se atreve a definirse públicamente como “fascista”, mientras proliferan en España las demostraciones públicas en las que se enarbolan alegremente banderas rojas con la hoz y el martillo y los diputados de Podemos no disimulan a la hora de levantar el puño izquierdo en el Congreso de los Diputados. 

La última muestra la tenemos en los recientes sucesos de la Universidad Autónoma de Madrid, en la que unos encapuchados, de tinte claramente comunista impidieron violentamente una conferencia de Felipe González. Pues a pesar de que todos ellos no ocultaban provenir de los aledaños del mundo comunista, la prensa de forma unánime los califica de “fascistas”, insulto que ha desplazado a cualquier otro en nuestro panorama político y que sirve tanto para calificar –o descalificar- a los violentos o intolerantes como para que éstos lo utilicen como sambenito de cualquiera que no comulgue con sus ideales revolucionarios.  Así podemos ver cómo mientras los alborotadores llamaban fascista a González, los medios les llaman fascistas a ellos. A ver quién lo es más.

Pero nadie les califica como lo que son: COMUNISTAS. A estas alturas de la historia, el comunismo no ha pagado el precio político e histórico que corresponde a sus horrendos crímenes y aún hoy, a periodistas y políticos les produce pudor o temor reverencial utilizar el término como insulto o mera calificación.  Produce estupor escuchar a comunistas como Pablo Iglesias hablar en nombre de “la gente”, del “pueblo” o de los “trabajadores”, con el bagaje criminal que el comunismo lleva a sus espaldas.  No eran precisamente aristócratas ni capitalistas los 6 millones de campesinos ucranianos ni los 2 millones de las cuencas del Kubán, Don y   Volga y de Kazajstán que murieron literalmente de hambre con terribles episodios de canibalismo en el Holodomor mientras la Unión Soviética exportaba grano y cereales a manos llenas. No hacían otra cosa que seguir fielmente la enseñanza de Lenin, quien no dudó en afirmar que “para destruir la desfasada economía campesina, el hambre será el preludio del socialismo y destruirá la fe, no sólo en el zar, sino también en Dios.”. Y no en vano fue el hambre, junto con el terror y la esclavitud una de las señas de identidad del comunismo.

El comunismo se ganó a pulso, a lo largo de todo el siglo XX, el principal puesto de horror en la historia del exterminio de seres humanos. En el “Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997)”, escrito por profesores universitarios e investigadores europeos y editado por el director de investigaciones del equivalente al CSIC en Francia, se cifra en cerca de cien millones de seres humanos las víctimas del comunismo contando las de la Unión Soviética, República Popular China, Vietnam, Corea del Norte, Camboya, África, etc. ,  afirmando que «puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir el terror como forma de gobierno»
Con sus 20 millones de víctimas, el padrecito Stalin, al que dedicaron laudatorios poemas Neruda y Alberti, superó ampliamente a Adolfo Hitler en el ranking del terror y la barbarie, pero a tenor de la reverencia y predicamento que sigue teniendo el genocida georgiano entre los comunistas irreductibles, podría decirse que eligió mejor a sus víctimas, entre los más miserables e indefensos de la tierra.

Ya va siendo hora de llamar a las cosas por su nombre y de que, al igual que sucede con el nazismo, nadie pueda enarbolar con impunidad y sin vergüenza una bandera comunista en ningún país del mundo, que representa sin lugar a dudas, el símbolo supremo de la mentira, la opresión, el terror y la barbarie. 


LFU

22 de septiembre de 2016

Un error histórico: la supresión del Servicio Militar Obligatorio. Por José Utrera Molina



Soy un veterano defensor de las virtudes verdaderamente excepcionales que constituyen el núcleo central del Ejército español. Yo fui en época lejana, oficial de la Milicia Universitaria, pero tengo en mi modestísima historia ejemplos de militares realmente ilustres que murieron heroicamente en nuestra contienda africana y que después en uno y otro bando mostraron la generosidad de su valor y el empeño en servir el color de unas banderas. Yo viví intensamente mi etapa militar en Granada. Si alguien me preguntara qué parte de mi vida me gustaría revivir, yo afirmaría que las horas que pasé sirviendo al Ejército español. Supe entonces de las deficiencias de las estructuras que entonces conformaban el Ejército en general y me esforcé junto a otros compañeros en limar aquellos aspectos que podían ennegrecer el sentido de la milicia. Yo la viví intensamente junto a mis soldados, a los que todavía recuerdo y me ofrecen en una lejanía misteriosa, el homenaje de sus recuerdos y la referencia a tareas ejemplares.

Mi propia experiencia, la vivida a través de mis hijos y mi relación con muchos altos jefes del Ejército español me hicieron ver la necesidad de modernizar sus estructuras y realizar transformaciones estructurales que evitasen que el servicio militar obligatorio quedase como un tiempo perdido en la vida de los jóvenes.  Pero nunca pensé que todo un ministro de España pudiese despacharse llamando “puta mili” al servicio militar obligatorio al tiempo de liquidar una de las conquistas más razonables de la revolución francesa como precio para obtener el apoyo puntual del separatismo catalán y corrupto.

Discrepo fundamentalmente con los elogios que el Sr. Rupérez hace en su tribuna de hoy en ABC a la liquidación del Servicio Militar Obligatorio, precisamente cuando otros países de nuestro entorno, como Francia y Alemania, vuelve a poner sobre el tapete la conveniencia de recuperarlo como elemento vertebrador de la nación ante la crisis de identidad que padecen.  Lo que el Gobierno Aznar vendió como una liberación para los jóvenes no era sino la claudicación del Estado renunciando a uno de los instrumentos más relevantes para la formación de los jóvenes en la conciencia de pertenecer a una nación y su compromiso con su defensa.

Traté con soldados que cambiaron totalmente su vida después de permanecer en los cuerpos de los diferentes ejércitos. Algunos eran analfabetos y salieron de las filas del Ejército siendo caballeros bien templados. Otros, oriundos de pueblos remotos que salieron por primera vez de sus terruños descubriendo la rica variedad de nuestra patria. Todos aprendían por primera vez el valor del servicio y del sacrificio, las virtudes y servidumbres de la disciplina y la importancia del juramento a la bandera, convertido en un verdadero sacramento laico que marcaba la vida de cada joven español.  Los que reclamaban su liquidación sabían muy bien lo que hacían y los que la aceptaron pagaron un altísimo precio por el apoyo que recibieron con el patrimonio de todos los españoles.  Aquellos apóstoles de la modernidad dilapidaron en un juego de naipes lo que había representado de ejemplaridad y de educación el Servicio Militar Obligatorio y la trascendencia del mismo como elemento vertebrador de la nación.

Que el alistamiento a la milicia tenía indudables defectos era evidente. Debieron reducirse y concentrarse los tiempos de permanencia y dotar de una mayor operatividad al período de servicio, intensificando la formación profesional y técnica de cara a su utilidad profesional al término del servicio.  

Soy lo suficientemente generoso para calificar de error muy grave y de funestas consecuencias aquella decisión dictada por la irritante frivolidad del Sr. Trillo y la irresponsabilidad histórica del Sr. Aznar, al que faltó perspectiva y sobró soberbia. Desde luego que no fue una medida ejemplar, sino populista. Ejemplar hubiera sido remangarse y reformar a fondo el servicio militar para conjugar las necesidades de modernización del ejército con la necesaria vertebración territorial de nuestra patria y la nueva realidad social de la juventud. Pero era fácil vender como circo lo que no fue sino una vergonzante claudicación ante quienes pretendían socavar la unidad de España.

Respeto por supuesto la opinión del Sr. Rupérez expuesta en esa tribuna, pero no la comparto y alzo nuevamente mi voz para evitar que se silencie el clamor de quienes creemos que España debería recuperar, convenientemente actualizado, el servicio militar de todos los jóvenes españoles, corrigiendo así un error histórico que no ha servido sino para poner en cuestión la integridad futura de España. El derecho y el deber de defender a España sigue siendo un mandato constitucional que obliga a todos los españoles, pero que el Estado ha renunciado a garantizar. Y los resultados de su eliminación lejos de ser motivo de alabanza han de ser razón suficiente para comprender el alcance de errores irreparables.

Jose Utrera Molina

Alférez de la Milicia Universitaria y Cabo Honorario de la Legión

13 de septiembre de 2016

El imperio de la mentira

No hay duda de que el nuevo estalinismo del siglo XXI es la imposición de una determinada visión de la historia o de un proyecto social por decreto ley o por imposición de las mayorías parlamentarias. Los legisladores no buscan ya el bienestar y el progreso de los ciudadanos sino su aleccionamiento y uniformidad, para asegurarse la permanencia en el poder.

Buena prueba de ello son, por un lado, la ley de memoria histórica, que impone una visión maniquea y sectaria de la segunda república, guerra civil, posguerra y del régimen de Franco y las leyes LGTBI que pretenden imponer a niños y mayores un modelo de familia y sociedad al gusto del lobby homosexualista.

Decía Albert Camus que la mentira es el mayor enemigo de la libertad y precisamente de eso se trata, de amordazar voces y conciencias libres para así poder moldear a la sociedad a su antojo. Llueven las querellas contra cualquier prelado o sacerdote que se limite a predicar la doctrina católica sobre el amor y la familia, crece la agresividad contra la Iglesia católica y ya se están viendo alguno de sus frutos, como la quema de dos iglesias e imágenes sagradas. Por otro lado, no faltan las voces que pretenden acallar a cualquiera que ose decir que el alzamiento de 1936 no fue contra la república sino contra un proceso revolucionario marxista que había sepultado a la república desde 1934 y se propone la tipificación del delito de negacionismo en relación con el régimen de Franco, tratando de equipararlo al nazismo y no, por supuesto, al comunismo, que todos sabemos que era una arcadia feliz en la que murieron 100 millones de seres humanos por sus propias culpas.

“Me nefrego” era un lema del fascismo italiano de los años 20 para aglutinar el descontento de un pueblo en claro divorcio con su clase política. Me importa un bledo, su traducción más fidedigna y es que hay que perder el miedo ante la apisonadora progre que arrasa tranquilamente por donde pasa ante la inexistencia de obstáculos relevantes en una sociedad eminentemente cobarde y acomodaticia. Que nos llevan las querellas, que nos persigan por decir lo que pensamos, pero no podemos callarnos ni permanecer impasibles ante la destrucción deliberada y sistemática de todo un orden moral de principios.

Tenemos que decir en voz alta que el aborto es un crimen horrendo del que algún día se avergonzará la humanidad entera; que la única familia merecedora de protección es la formada por el matrimonio de un hombre y una mujer, que no sólo es el único acorde con la ley natural, sino que además asegura la continuidad de la especie; que no existe el derecho a tener un hijo sino el derecho de un hijo a tener un padre y una madre porque es la única forma en la que puede desarrollarse plenamente como persona, y que todo esto no entra en colisión con el debido respeto y consideración que cualquier homosexual se merece por su condición de persona y para nosotros, de hijo de Dios.

Tenemos que proclamar en voz alta que nuestros padres y abuelos no eran criminales al servicio de una tiranía; que se levantaron contra la imposición de una tiranía marxista que desencadenó la mayor persecución religiosa que recuerdan los siglos, con más de 8.000 religiosos asesinados y miles de templos arrasados; que ir a misa, tener un crucifijo o un rosario en casa era causa suficiente para ser condenado a muerte por un tribunal popular; que levantaron con esfuerzo e ilusión una España rota y miserable convirtiéndola en la novena potencia industrial del mundo, con un nivel de convergencia en términos de renta per cápita con el resto de Europa superior al 80%  y con la deuda pública en el 7,3 % del PIB; que en 1975 los españoles –salvo unos pocos radicales- ya estaban reconciliados y habíamos conseguido olvidar la guerra civil y que gracias a Zapatero y a sus secuaces se han vuelto a abrir unas heridas que habían dejado de sangrar hace décadas.

En esta lucha por la libertad no encontraremos amparo en ningún partido político, alineados todos en lo políticamente correcto y con pocas ganas de pisar callos incómodos. Los partidos de la derecha sociológica sólo se mueven por los sondeos por lo que, salvo que seamos legión, harán oídos sordos a nuestras inquietudes. Es la sociedad la que puede cambiar a estos partidos, ya que éstos han renunciado a cambiar la sociedad, dejando todo el proyecto social en manos de la izquierda, menos comodona y más comprometida.

Me importan una higa las prohibiciones estalinistas y la asfixiante imposición de los lobbies minoritarios. Pienso seguir siendo libre y proclamando lo que pienso. Cueste lo que cueste.


LFU

6 de septiembre de 2016

¡PAZ A LOS MUERTOS! por José Utrera Molina

El hombre vive siempre entre el estupor y el asombro, entre la sorpresa y el dolor, entre lo inconcebible y lo racional. Confieso que me he quedado corto. Recuerdo en mi niñez un acto público en el que  intervenían los representantes más cualificados de la comunión tradicionalista.  Recuerdo una de las frases que se grabaron en mi corazón: “era el mes de julio, el de las cerezas, y hasta los árboles de Navarra daban requetés”. ¿Dónde fueron -pregunto yo- alguno de los restos de aquellos tercios legendarios que murieron por el ideal de una patria distinta? ¿Dónde están hoy los descendientes de aquellos cuadros verdaderamente  prodigiosos que lucharon sin rencor y sin ira por una España diferente? ¿Acaso todos han muerto? ¡Qué pena!. Siempre he creído  que el temblor de la memoria en los muertos, apenas si podía olvidarse.

La vejez -decía Cicerón- es el espía de la muerte”. ¡Cuánto olvido doloroso e inútil hay en las páginas amarillentas de nuestro pasado!. La historia no es nunca una lección definitiva de ejemplos, sino más bien la referencia de la versatilidad, del cambio inútil, del regreso decadente de la situación aprovechada.

La pretensión del Ayuntamiento de Pamplona de exhumar en un acto de postrera y pública humillación  los restos mortales de los Generales Mola y Sanjurjo del panteón en el que llevan enterrados 80 años es una colosal vileza que confío no cuente con la complicidad más o menos encubierta de la autoridad episcopal y que, al menos,  ha tenido ya una respuesta gallarda de la familia de Sanjurjo a la que me desde aquí me uno emocionado.

Nunca creí –y eso que mi andadura política fue bastante larga- que el odio fuera una serpiente de cabeza tan afilada. Nunca creí que en España se pudieran  reabrir de forma tan miserable y tan canalla, 80 años después, las heridas de aquella triste y cruel contienda entre hermanos, utilizando para ello nada menos que las cenizas de los muertos.  Los huesos de Sanjurjo, Mola y de seis jóvenes requetés caídos en la contienda reposan en paz desde hace décadas en el monumento a los Caídos que el pueblo de Navarra levantó en su día y que el Ayuntamiento proetarra quiere convertir en sala de exposiciones. No se me ocurre mayor refinamiento en el odio ni en la crueldad, aunque no debería extrañarnos dado el jaez de la mayor parte de los ediles del consistorio. 

Echo de menos alguna voz relevante que censure este intento verdaderamente criminal, al menos por un imperativo ético elemental. Todos en silencio, todos enmudecidos. Pensando en las cenizas de los caídos podría decirse aquello que escribió Quevedo: “serán cenizas, más tendrán sentido, polvo serán, más polvo enamorado”. Sirviendo a una u otra causa, los combatientes de la Guerra Civil española no merecen un trato vejatorio de esta naturaleza. Es un desdén histórico intolerable, una ofensa gravísima a la esencia de la historia española. Por favor, dejen en paz a los muertos, que los vivos ya representan el aire tenebroso de otra escena. Yo no fui nunca requeté pero admiré la pureza de aquellos amigos míos, que marcharon a los frentes andaluces y volvieron envueltos entre nardos y claveles al cementerio de Málaga. Eran mayores que yo, pero con mis 90 años no les olvido, como  jamás he despreciado a los que luchaban en trincheras contrarias.

Ojalá  algún día, las cenizas de los caídos de uno y otro bando de los que lucharon en la Guerra Civil española rompan paredes, destrocen los muros y salgan otra vez a la calle a decir: “No, no es esto, por Dios”. Pido y exijo respeto a los españoles que murieron por una causa que ellos creyeron tan noble como para morir por ella y que hoy son escarnecidos por el odio y la indignidad por unos seres que no merecen –ni quieren- llamarse españoles. Yo, en mi insignificancia política, clamo hoy en contra de esta pretensión  y levanto mi brazo ante los  féretros que quieren profanarse, con el  dolor y la pena de que 80 años después las cenizas de unos muertos puedan envilecer de nuevo la concordia entre los españoles. ¡¡¡Por favor, Paz a los muertos!!!

José Utrera Molina
Cabo honorario de la Legión

5 de septiembre de 2016

¿A quién representan sus Señorías?


El sistema liberal parlamentario surgido de la Constitución de 1978 está basado teóricamente en el principio del mandato representativo en virtud del cual, la relación representativa de los diputados y senadores proviene de sus electores, sin que en el ejercicio de su función representativa quepa la imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter partidario. Es más, el artículo 67.2 de la Carta Magna prohíbe expresamente el mandato imperativo, si íoasbien dicha prohibición no está pensada tanto en el de los electores sino en el de los partidos políticos.

Pero la realidad es que los partidos políticos, verdadero “electorado” de diputados y senadores –cuyos sanedrines deciden quién se presenta y quién no- han convertido en papel mojado la norma constitucional, estableciendo en la práctica un férreo mandato imperativo sobre los representantes en Cortes, anulando de forma absoluta su carácter representativo, mediante sanciones y amenaza de exclusión.

Ello convierte a diputados y senadores en auténticas comparsas o mariachis perfectamente prescindibles, pues bastaría con que las direcciones de los partidos elegidos apretasen el botón correspondiente con el número de escaños obtenidos cada vez que toca votar y nos ahorraríamos los españoles el sueldo de 350 diputados y 266 senadores, más el gasto inherente a sus escaños.

Esta realidad incontestable adquiere tintes verdaderamente escandalosos en el actual escenario surgido del resultado dos elecciones sucesivas y a las puertas de unas terceras. Naturalmente sus Señorías han percibido puntualmente sus emolumentos y generosas indemnizaciones  por la disolución de las cámaras, pero salta a la vista que ninguno de los 350 diputados se considera concernido por la opinión de sus electores –y contribuyentes- sino que obedecen ciegamente las consignas de su verdadero electorado, que no es otro que la cúpula de su partido.  Ni una sola voz entre tantos parlamentarios –tampoco los que presumen de ser “las fuerzas del cambio” o “la nueva política”- se ha dignado alzarse para reivindicar el mandato representativo y tratar de desbloquear la situación, incluso enfrentándose al criterio de sus partidos. Ninguno de ellos siente el peso de otra responsabilidad que la de seguir sin rechistar la disciplina establecida por quienes han tenido la amabilidad de colocarlos en tan provechoso cargo. 

Siendo las cosas así, tal vez habría que plantearse si el sueldo de sus señorías debe salir del bolsillo del contribuyente o de las arcas de sus partidos, porque a éstos deben su escaño, sólo ante ellos responden y sólo a ellos obedecen.  Medios y analistas se rasgan las vestiduras ante la contumacia de los partidos en el actual bloqueo pero nadie denuncia el verdadero cáncer de nuestro sistema que no es sino la falta clamorosa de representatividad –y de dignidad- de los representantes del pueblo que asisten tan cómodos como impávidos al juego de estrategia de los jefes de sus partidos -quienes, con olímpico desprecio a España y a los españoles, sólo se guían por las perspectivas de poder- olvidando que las prebendas de su cargo vienen de su condición de representantes de la soberanía popular y son los ciudadanos los que empiezan a estar ya hasta las narices de tanta desvergüenza y falta de responsabilidad.

Más vale honra sin escaño que escaño sin honra, pero mucho me temo que se disolverán de nuevos las cámaras y no habremos visto a ni uno sólo de los 616 padres de la patria reclamar en voz alta su derecho y su deber de velar, antes que por los intereses de sus partidos,  por los intereses de España y de los españoles, a quienes en teoría representan y de quienes reciben sus pingües emolumentos.    

Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

Abogado