"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

21 de diciembre de 2012

Feliz Navidad



La alegría es el verdadero don de la Navidad y no los regalos caros, que conllevan tiempo y dinero. Podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con el perdón. Transmitamos esta alegría y la alegría donada volverá a nosotros. Pidamos para que en nuestra vida se refleje esta presencia de la alegría liberadora de Dios”. 

Benedicto XVI

Los que formamos la redacción de «Arriba» queremos desearos de corazón a los que nos leéis y a los que no, a los que os identificáis poco o mucho con nuestro pensamiento y a los que no lo hacéis, una muy feliz Navidad y que el niño Dios reine en vuestros corazones.

LFU

20 de diciembre de 2012

Carrero Blanco; la honradez al servicio de España.


«El palacete de Castellana 3 albergaba la Presidencia del Gobierno. Era el Día de la cuestación en beneficio de la ayuda contra el cáncer. Presidía la mesa petitoria instalada ahí la esposa del entonces Presidente del Gobierno, el Almirante Carrero Blanco. La mujer de Carrero, Carmen Pichot, para agradecer a sus compañeras de mesa la colaboración prestada, encargó en el inmediato restaurante «Jockey», templo sagrado de la gastronomía madrileña, unas bandejas de canapés y unas bebidas. Llegó el Almirante y reconoció, por el inconfundible cuello verde de los camareros de «Jockey», a quien servía los canapés y las bebidas. Y amablemente le preguntó por el motivo de su presencia. «La señora de Carrero Blanco nos ha encargado este servicio». «Pues servicio cancelado», dijo Carrero. Y dirigiéndose al camarero, que era el célebre Torres, por quien supe del sucedido: «Muchas gracias. No tenemos dinero para pagar un restaurante tan caro. Dígale al señor Cortés de mi parte que considero sus canapés como su aportación a la lucha contra el cáncer». Cortés, enterado del asunto, se presentó en la mesa y depositó un generosísimo donativo.» (Del artículo de Alfonso Ussia en La Razón  “Eso, la decencia”)

Cuenta mi padre en sus memorias que en una ocasión, despachando con el Almirante Carrero en su despacho de Castellana 3, y tras comentarle a Carrero lo que le llamaba la atención que siempre agotase los bolígrafos bic hasta dejarlos sin tinta, remendándolos incluso con celofán en caso de rotura, éste le contestó: “No lo olvide nunca, Utrera: cada duro del Estado es sagrado”.

Y refiere  Manuel Campo Vidal en su interesante libro sobre el asesinato de Carrero escrito allá por principios de la década de los 80, cómo el Almirante, hombre metódico en sus hábitos, pedía todos los días al llegar al despacho, de la cafetería del otro lado de la Castellana, un café y un paquete de ducados que invariablemente pagaba de su propio bolsillo al camarero que se lo llevaba -lo que nos da una idea de la seguridad del Presidente- y con frecuencia le alargaba el duro de rigor al mendigo que había en la puerta de la Iglesia de los Jesuitas de Serrano que, por cierto, se quejaba de que Carrero no le actualizase la propina según el  coste de la vida.

Tres pinceladas que nos ponen sobre la pista de un hombre honesto a carta cabal, austero y escrupuloso cual cabo furriel, en el manejo de los fondos públicos. Carrero era el epítome del espíritu de servicio que caracterizó a una clase política que nada tiene que ver con la que padecemos en la actualidad. Carrero era militar. Como tal, amaba a España por encima de todo y a su servicio sacrificó su verdadera y apasionada vocación de marino en una constante y abierta muestra de fidelidad a Francisco Franco. Pero Carrero era mucho más. Cuando hace unos días escuchaba a un periodista calificarle de “mediocre” me preguntaba si alguna vez este sujeto habría leído los libros que Carrero escribía con el seudónimo de Juan de la Cosa o habría leído el brillante informe de Carrero sobre la situación de las fuerzas contendientes en la Segunda Guerra Mundial de 11 de noviembre de 1940, que pesó considerablemente en Franco para evitar la entrada de España en el conflicto.

Hacer cábalas sobre lo que hubiera sido la Historia de España con Carrero vivo a la muerte de Franco carece de sentido aunque la clave siempre habría que buscarla en su condición de militar. Los terroristas y sus cómplices asesinaron a un hombre bueno y honrado por encima de todo. A uno de los mejores servidores públicos que ha tenido España. Nada más. Y en el aniversario de su vil asesinato, que tanto celebraron sus adversarios, elevo una plegaria por su alma al tiempo que lanzo al aire, evocando el viejo ritual castrense en desuso:

Almirante Luis Carrero Blanco ¡Presente!

LFU  

17 de diciembre de 2012

Magnífica homilía de D. Jesús Higueras

Artículo aparecido en ABC el 16 de diciembre de 2001, que compendia la magnífica homilía que ayer, Domingo de Gaudete, pronunció en Santa María de Caná, el Párroco D. Jesús Higueras.

13 de diciembre de 2012

Sensación de impunidad

El abierto y descarado desafío secesionista por parte de la corrompida y desvergonzada clase política nacionalista no desaprovecha ocasión para manifestarse mediáticamente, copar portadas y telediarios, en definitiva, hacer todo el ruido posible sabedor de que España es una nación en decadencia, quebrada en su interior por un sistema constitucional que alentó posibles virus desintegradores sin prever vacunas o remedios efectivos contra ellos.

El bochornoso espectáculo de ayer en el Congreso, la intolerable chulería de unos sujetos insultando a nuestra nación, y amenazando abiertamente a su gobierno con la insumisión manifiesta a cualquier ley que pudiera obligar a las instituciones autonómicas a respetar el derecho de cualquier padre a que su hijo pueda escolarizarse en la lengua oficial del Reino de España, no merecía una contestación tan medrosa, cabizbaja y acobardada por parte del Ministro de Educación, balbuceando que no pretendía en modo algún atacar a la escuela en catalán. ¡Pero qué es esto!, me revolvía en mi interior al escuchar la intervención del ministro, arrinconado y a la defensiva ante un desafío abierto y descarado por parte de unos cuantos forajidos envalentonados con acta de diputado.   

Asistimos a una clamorosa quiebra del Estado de derecho, del principio de legalidad, donde la autoridad del Estado parece haber quedado limitada a su poder coactivo en materia tributaria para los millones de españoles –cada vez menos- que se levantan cada día para ganar honradamente su pan de cada día.  Para esos que se desayunan cada día con noticias alusivas a la corrupción de unos y otros, de las cuentas en Suiza, de las sociedades pantalla, del 3%, de las comisiones millonarias que todos parecen conocer menos el fiscal,  mientras escarban en sus bolsillos para juntar un euro con el que pagar su café.  Esos que no entienden por qué carajo no existe una voz en el gobierno que se alce de una vez, con la legitimidad que le dan millones de votos prestados por la desesperación, para decir alto y claro un ¡Basta ya! que lo entiendan hasta los que lamentan que aún se hable el castellano en  los colegios de Barcelona.

No podemos asistir inermes a un clima generalizado de impunidad que se ha instalado en la sociedad española. No podemos permanecer impasibles ante el desafío de quien presume ufano de pasarse por el arco del triunfo el principio de legalidad contestado con un silencio cobarde y acomplejado por parte de quienes representan las más altas magistraturas del Estado.  

La misma sensación de apisonadora que provocan las providencias de apremio del Ayuntamiento ante una leve infracción de tráfico debe recaer de manera urgente sobre los genios de la disgregación que se esconden bajo los hongos de cada aldea.  Los españoles necesitamos, ahora más que nunca, cuando se nos exigen sacrificios sobrehumanos, que el Gobierno no haga dejación de su poder y utilice todos los resortes que están a su disposición para demostrar que  con el Estado de derecho no se juega. Hasta las últimas consecuencias. Porque es muy posible que el ardor nacionalista acabe arrugándose cuando el pueblo que no llega a fin de mes vea desfilar caminito de Jerez a los patriarcas mesiánicos que se lo han estado llevando calentito con bolsas del corteinglés  mientras se enfundaban en la bandera para cubrir su propia iniquidad y su colosal desvergüenza.

LFU

4 de diciembre de 2012

Memoria de Francisco Franco

Conocí a Francisco Franco cuando tan sólo tenía seis años.  Estaba muy lejos de pensar entonces que, con el paso de los años, yo sería de los pocos españoles que, acaso de forma temeraria, pero con pertinaz convicción seguimos empeñados en defender su nombre y la verdad de un tiempo que muchos españoles se han dejado arrebatar indiferentes ante la manipulación y la mentira de los muñidores del «pensamiento único». Y es que, si entonces eran legión quienes le adulaban, comenzando por quien hoy es –por que así lo quiso él- Rey de España, ahora resulta poco menos que temeraria la sola mención de su nombre si no es para arrojar cobardes lanzadas a su memoria.

Fue mi padre quien, consciente de lo irrepetible de la ocasión, quiso darme la oportunidad de conocer a su único Capitán; al hombre al que había empeñado su lealtad hacía casi cuarenta años en un juramento de fidelidad al que hoy sigue haciendo honor como el primer día. El recuerdo de aquella tarde es una deuda más que se une a la infinita cuenta de gratitud que tengo con él.

De aquél 19 de diciembre de 1974 en el Pardo se entremezclan en el recuerdo imágenes grabadas en mi retina de niño con otras adquiridas con el tiempo. Pero junto a la patética visión de las manos temblorosas del hombre que aún regía los destinos de España, aún resuenan en mi memoria unas palabras que ya nunca habría de olvidar. Poniéndome la mano en la cara, Franco me dijo: «sólo te pido una cosa: que seas tan bueno como tu padre». Ignoro qué extraño mecanismo haría que una frase tan sencilla en apariencia quedase para un niño como recuerdo imborrable de aquella fecha. Sólo después de muchos años he podido entender, al fin, que aquellas palabras –pronunciadas meses antes de su muerte- eran la muestra de gratitud de quien comenzaba a sentir el dolor de la soledad y el frío de la traición, hacia quien le había demostrado el calor de una lealtad sin fisuras.

Mi lealtad a la memoria de Francisco Franco está pues, en mis venas, pero nunca se ha sentido incómoda en mi cabeza. Cuanto más me he acercado después a su figura, a su trayectoria vital y a su obra, mejor he comprendido la fidelidad que le demostraron tantos españoles, aún cuando la muerte convirtió su nombre en blanco del odio y la mentira, y tan provechosa fue la traición, el olvido y el silencio de los que tanto le debían.

Ahora, cuando el gobierno de la derecha se pliega cobarde a las más sectarias exigencias de la izquierda radical y nos prohíbe celebrar un homenaje a su memoria en un Palacio de Congresos que el mismo inauguró; cuando  una mayoría de los españoles asiste indiferente a un colosal espectáculo de manipulación histórica que llena de ignominia retrospectiva a varias generaciones que hicieron posible con su esfuerzo el bienestar del que disfrutamos, es cuando siento un mayor orgullo en proclamar mi gratitud como español a Francisco Franco y a todos cuantos, bajo su larga jefatura, hicieron posible el resurgir de una nación reducida a cenizas por el odio desatado por el marxismo que probó por primera vez en España el sabor amargo de la derrota.

Lealtad y gratitud que no deben confundirse con «franquismo», pues valorar con justicia los logros de un régimen fruto de una coyuntura histórica irrepetible es cosa muy diferente que pretender el absurdo de su proyección en el futuro de España. Así que no soy franquista. Tan sólo exijo que se respete la verdad de una época y que, con la misma intensidad con la que se resaltan sus errores, se valoren sus indudables aciertos.

Winston C. Churchill llegó a afirmar “el pasado de la URSS es impredecible”, en alusión a los rectificados oficiales de la historia rusa en la Enciclopedia Soviética, que de una edición a otra convertía a héroes en traidores; o que restauraba como líderes modélicos a quienes ya habían sido condenados y ejecutados por las nomenklaturas del momento. Lo mismo cabe decir del nuestro, merced a la irresponsabilidad de una clase política acomodada entre la mentira y el complejo. 

Por eso, hoy, al cumplirse 120 años de su nacimiento, he vuelto a recordar las palabras con las que termina Laurent del Ardeche su célebre Historia del Emperador Napoleón Bonaparte: “El inmenso drama de su maravilloso destino terminará con el cerramiento de las puertas de su fúnebre tumba; pero esta tumba esclarecida subsistirá para lección eterna e inexorable de la humanidad entera: allí estará para recordar perennemente a los mortales que, a pesar de las contiendas y pasajeros triunfos de los partidos, el tiempo trae consigo la justicia, deja pasar la tormenta y ve crecer los laureles”.

LFU