"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

27 de noviembre de 2019

José Antonio Primo de Rivera, patrimonio de todos los españoles





Artículo publicado en La Razón el 24 de noviembre de 2019, atribuido por error en la edición impresa a mi hermano César. 

Fue Enrique de Aguinaga, Decano de los cronistas madrileños quien acertadamente definió a José Antonio como arquetipo. Y al contemplar su figura y trayectoria cuando se cumplen 83 años de su asesinato “legal” por el gobierno del Frente Popular, su condición de modelo se agiganta con la simple comparación con la clase política que padecemos en la que la mediocridad es la regla.

La vida política de José Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario, es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del Derecho. Porque la verdadera vocación de José Antonio fue la de abogado, profesión que jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la República.

Esa nobleza es la que le lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad. Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del Tribunal Supremo:

“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría, debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la máxima cordura, la máxima pureza.”

Es esa noble causa y no una ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.

Con apenas 30 años, el joven José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la república se abre paso el ímpetu juvenil de su movimiento por su frescura y sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a seguirle hasta la muerte.

Es entonces, en respuesta a voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.

Todavía tendría tiempo de dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”. Y, finalmente la sublime declaración de su excepcional y emocionante testamento que debería hacer sonrojar a los sectarios funcionarios del Ministerio de la Verdad que ahora tienen su tumba en el punto de mira: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.

A José Antonio no le han hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los que decidieron petrificar su doctrina condenando cualquier desviación, ni los que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y la tradición, epítome de la elegancia y del estilo y, en definitiva, de la nobleza en lo político y en lo personal.  Pero sobre todo, un ejemplo de un español orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es patrimonio común de todos los españoles.

Luis Felipe Utrera-Molina


7 de noviembre de 2019

Franco y los judíos. Por Pedro Schwarz


Corría el año de 1943. Mi padre era el cónsul de España en la Viena ocupada por los nazis y vivíamos encima de la cancillería, en el palacio que ahora alberga nuestra embajada. Acudía yo a un colegio de lengua alemana del que era el único alumno español. No puedo borrar de la memoria algunos de los horrores que ese niño de pocos años veía al ir y venir de sus clases: ancianas mujeres judías, con la estrella de David al pecho, barriendo las calles nevadas; en el parque, los bancos del parque para judíos señalados con la estrella infamante en el respaldo; los famélicos israelitas pidiéndome comida a hurtadillas. Todo ello me parecía obra de los mismos hitlerianos sin Dios que, presos de fervor neopagano, interrumpían la misa con blasfemias.
  Menos que nada olvidaré nunca las colas de judíos, fuera y dentro del edificio, a la espera del pasaporte y el visado que les permitiría huir a España. Algunas mujeres angustiadas me entregaban sus joyas para que se las diera a mi padre, con la esperanza de incitarle a que les concediera el documento salvador: él se las devolvía con el mensaje tranquilizador de que España les acogía. Siempre me ha sorprendido la ayuda que Franco prestó a los judíos perseguidos por el nazismo. No se le caían de la boca las condenas de la conspiración judeo -masónica que, estaba convencido, hacía peligrar el ser de España. Sin embargo, ya durante la Guerra civil, Franco y sus ministros dieron instrucciones a los representantes consulares de España para que protegieran de la discriminación y la expropiación a los sefardíes de los territorios que iban cayendo bajo el control de los alemanes. Tras la caída de Francia en 1940, el falangista Serrano Suñer concedió visados a numerosos judíos asquenazíes, que así salvaron la vida; y a los que conseguían atravesar la frontera, les daba salvoconducto para que pudieran pasar a Portugal y América.
 Cuando Hitler, a partir de 1943, puso en marcha la llamada "solución final", la entrega de pasaportes españoles a los judíos de habla castellana en los consulados de la Europa ocupada se tomó sistemática. De resultas de esta política humanitaria salvaron la vida de 46.000 a 63.000 judíos o quizá más. ¿Quién decidió que los sefardíes eran españoles? ¿Cómo cuadraba la poca simpatía por los judíos en la España oficial de aquellos tiempos con una política tan discorde de la del amigo alemán?
Don Luis Suárez Fernández, en su obra sobre Franco y la segunda Guerra Mundial, aclara el origen de la providencial disposición que hizo de todos los sefardíes súbditos españoles en potencia: suprimido en 1923 el régimen especial que protegía a los cristianos y judíos en territorio turco, el general Primo de Rivera sometió a la firma del rey Alfonso XIII en 1924 un decreto ley que permitía a los sefardíes que lo quisieran inscribirse como españoles en cualquier consulado o embajada, sin más condiciones o limitaciones. Publicadas las leyes anti-israelíes de Nuremberg por los nazis, los representantes españoles en Alemania, y luego en Austria, los Balcanes y Grecia ocupados, hicieron gestiones para que los sefardíes que tuvieran pasaporte español se libraran de llevar visible la estrella y de pagar los impuestos confiscatorios asignados a los judíos por las autoridades alemanas.
La creciente dureza de la persecución hizo evidente que ya no bastaba con insistir en la posición legalista de que España no admitía que se conculcaran los derechos de sus súbditos. A partir de 1942, sobre todo tras el relevo de Serrano Suñer, comenzó una política sistemática de concesión de pasaportes y visados para permitir la huida de los perseguidos. Además, todos los comentaristas e historiadores subrayan que nunca fue devuelto a las autoridades alemanas ningún judío de los que conseguían entrar en España, incluso los que lo hacían clandestinamente.
 Para que una actitud de mera defensa de la soberanía exterior de España se convirtiera en la política humanitaria aplicada por cónsules como mi padre en Viena o los residentes en Budapest o en París, era condición necesaria que el Gobierno de Madrid no quisiera poner en obra una decidida política antisemita. Ayuda a entender la posición española el discurso que la jefa de la sección Femenina de la Falange, Pilar Primo de Rivera, pronunció en Viena en diciembre de 1942, con mi padre entre el público: “Queremos dejar bien sentado -dijo la hermana de Jose Antonio- que nuestra oposición al judaísmo envolvería, en todo caso, un sentido estrictamente político, económico y social, y no una oposición por razones de raza o religión”. 
Un día mi padre, monárquico afecto al régimen de Franco, me relató con horror que el gauleiter de Austria le había anunciado la solución del problema judío en Viena: todos los israelíes iban a ser deportados de inmediato. Así fui aprendiendo la detestación de todo lo que signifique persecución en nombre del idioma, la religión, la raza, la nación o la historia.
 Relata Luis Suárez que, dos días después de la muerte de Franco y ante el arca de la sinagoga de Nueva York, el rabino hizo ofrenda por el alma del general, “porque ayudó a los judíos durante la Gran Guerra”.

 Pedro SCHWARTZ 
«La vanguardia Digital» ( España ), 4 de mayo de 1.999