"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

29 de septiembre de 2015

¿Por qué hubo un 18 de julio de 1936?. Por José Javier Esparza

Por su gran claridad e interés, reproduzco a continuación el artículo de J.J. Esparza en La Gaceta

Sin el alzamiento de 1936, la consecutiva guerra civil y su victoria, Franco habría pasado a la Historia simplemente como un sobresaliente militar de la guerra de África. Pero hubo un 18 de julio. Hubo una guerra. La ganó él. De esa guerra salió un régimen que modificó para siempre la Historia de España. Por eso es imprescindible empezar este repaso del franquismo, cerca ya del cuadragésimo aniversario de la muerte del dictador, por el principio: por qué hubo un 18 de julio de 1936.

Primer acto: Octubre de 1934

Hay que repasar detalladamente los acontecimientos para entender qué pasó. En octubre de 1934, la izquierda –fundamentalmente el Partido Socialista- y el separatismo catalán habían intentado un levantamiento revolucionario contra el gobierno de la República. La excusa fue la entrada en el Gobierno de la CEDA, el partido de las derechas, que era, por cierto, el que había ganado las anteriores elecciones, pero al que la presión de la izquierda había vetado hasta entonces las carteras ministeriales. Los socialistas, mayoritariamente bolchevizados bajo el liderazgo de Largo Caballero, querían instaurar la dictadura del proletariado, y los separatistas catalanes, por su parte, aspiraban a proclamar su independencia. El golpe de la izquierda fracasó, aunque en lugares como Asturias dio lugar a una pre-guerra civil.

Las represalias políticas sobre los dirigentes de la intentona fueron mínimas: el propio Largo Caballero, principal líder del complot, sólo cumplió un año de cárcel y, juzgado, resultó asombrosamente absuelto. Sin embargo, la propaganda de la izquierda, que exageró hasta el infinito la represión gubernamental sobre los insurrectos (y, enseguida, el nimio caso de corrupción conocido como “estraperlo”), creó una atmósfera de revanchismo absolutamente insoportable. La inestabilidad de los sucesivos gobiernos de centro-derecha, acosados por la hostilidad del presidente de la República, Alcalá Zamora, hizo el resto. En noviembre de 1935 Alcalá Zamora fuerza un cambio de gobierno, desaloja del poder a la CEDA, entrega el gabinete a un hombre de su confianza, Portela Valladares, y firma el decreto de disolución de las cámaras con la consiguiente convocatoria automática de elecciones legislativas. Una de las primeras decisiones de Portela fue alejar de Madrid a los militares que consideraba poco afectos. Franco, por ejemplo, fue enviado a las Canarias.

Alcalá Zamora tenía, sin duda, sus razones. Persuadido de que la derecha no compartía su proyecto republicano original, y convencido igualmente de que la izquierda volvería a echarse al monte si la derecha ganaba de nuevo, se veía a sí mismo como única garantía de estabilidad. Su objetivo era crear una gran fuerza de centro que templara a unos y a otros. Sin duda Alcalá Zamora sobreestimó sus propias capacidades, porque aquel “centro” nunca fue una “gran fuerza”. De hecho, se hundiría en la más absoluta irrelevancia. Las elecciones de febrero de 1936 fueron su tumba.

Urnas sucias

Las elecciones de febrero de 1936 fueron cualquier cosa menos un ejemplo de limpieza democrática. El clima general, para empezar, era de una crispación irreversible. La izquierda comparecía en un amplio bloque, el Frente Popular, que abarcaba desde los republicanos de Azaña hasta el entonces pequeño Partido Comunista, pasando, por supuesto, por el Partido Socialista Obrero Español, que era el gran partido de masas de la izquierda. La coalición contaba además con el respaldo expreso de los anarquistas de la CNT. Azaña veía este bloque como una “conjunción republicana” que permitiría mantener a la derecha alejada del poder y llevar a cabo el proyecto reformista radical por el que venía clamando desde 1930: una suerte de revolución francesa a la española. ¿Y la izquierda revolucionaria consentiría en quedarse al margen? Azaña parecía persuadido de que su mera persona bastaba para conjurar cualquier peligro. Además, contaba con la proximidad de socialistas notables como Indalecio Prieto, partidarios de una “revolución gradual”. 

Pero las cosas se veían de forma muy distinta en el ala mayoritaria del PSOE, la de Largo Caballero, para quien la victoria electoral no era sino un paso necesario para instaurar la dictadura del proletariado. Hay que leer los textos del propio Largo Caballero y de su periódico, “Claridad”: el PSOE de entonces soñaba abiertamente con una España soviética.

La derecha, por su parte, comparecía a las elecciones entre la exasperación, la decepción y el miedo: alejada alevosamente del poder –legítimamente ganado- por maniobras de palacio, enfrentada a la áspera constatación de que sus votos habían servido para bien poca cosa y, para colmo, aterrada por la inequívoca voluntad revolucionaria de la izquierda, las candidaturas de la derecha aspiraban cada vez mas a soluciones “de orden” y creían cada vez menos en la propia República. No había, ciertamente, un proyecto de derechas para la II República: si alguna vez lo hubo, la amarga experiencia de gobierno lo había disuelto para siempre.

Las elecciones las ganó el Frente Popular. Lo que nadie puede decir es que las ganó limpiamente. Nunca se proclamaron los resultados –en votos- de la primera vuelta. De hecho, el primer cálculo relativamente documentado del escrutinio real fue el que publicó Tusell en los años 70 (un empate con leve ventaja de la izquierda), y aun este resulta discutible. El recuento de los votos y la consecuente atribución de actas fue una merienda de negros por la presión violenta de los piquetes de la izquierda, que adulteraron escrutinios y atribuyeron actas de diputado a su antojo. No hay nada más ilustrativo que leer las memorias de los propios interesados, desde Azaña hasta Prieto, que no ocultan los sucesos. La derecha denunció el robo de papeletas, pero sus quejas no fueron atendidas por “falta de pruebas”. En plena vorágine, el gobierno de Portela, aterrado, resuelve resignar el poder en Azaña, o sea, en los vencedores de la primera vuelta, de manera que la segunda ronda de las elecciones –porque era un sistema de dos vueltas- se verifica bajo el control de los mismos que habían adulterado la primera. La propaganda de la izquierda ha mitificado mucho la victoria electoral del Frente Popular en 1936, pero la verdad es que aquello fue, propiamente hablando, un “pucherazo”.

¿Qué hacía Franco hasta ese momento? Mirar. Moverse aquí y allá. Aparecer en la vida pública, pero sin estridencias. En 1936 Franco era un joven general de 44 años –llevaba el fajín desde los 33- que levantaba las mayores suspicacias en el Frente Popular. Había sido gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, que incluso apadrinó su boda, lo cual le convertía en un monárquico aun sin serlo de forma militante. Primer director de la Academia Militar de Zaragoza –hasta que Azaña la cerró-, relegado luego al mando de una brigada en La Coruña y compensado más tarde con un destino en las Baleares, Franco volvió a entrar en la cúpula militar cuando el gobierno de Gil Robles le ascendió a general de división y, aún más, se le encomendó la misión de sofocar la revuelta de octubre de 1934, cosa que hizo bajo el mando nominal de un militar republicano y masón: el general López Ochoa. Al año siguiente Franco fue designado jefe del Estado Mayor del Ejército, un nombramiento que situaba al general inequívocamente en el ámbito de la derecha republicana. Por eso se le alejó a las Canarias en cuanto Alcalá Zamora privó a la derecha del poder.

El gobierno del Frente Popular enseguida dio muestras de su debilidad. Azaña formó un gabinete exclusivamente republicano, sin socialistas, pues éstos, pese a su mayoría parlamentaria, prefirieron mantenerse al margen de los ministerios. ¿Por generosidad? En realidad, no: más bien para llevar a cabo en las calles lo que no hubieran podido hacer desde el poder ejecutivo. Si Alcalá Zamora esperaba poder controlar a la izquierda republicana, los hechos demostraron que erró gravemente. Y no menor fue el error de Azaña al pensar que podía controlar a su vez a los socialistas. Sólo un dato: el estado de alarma, proclamado formalmente por el gobierno Portela Valladares el 17 de febrero de 1936, fue prorrogado después, mes tras mes, por el gobierno de Azaña contra lo que el propio Frente Popular prometía en su programa.

Primavera trágica

¿Había razones para la alarma? Sí. La violencia ya se había adueñado de las calles. Entre febrero y junio de 1936 va a haber más de trescientos asesinatos políticos. La mecha la habían prendido los anarquistas años atrás, durante el primer mandato de Azaña. Ahora los socialistas se sumaban a la orgía de pistolas e incendios. En el otro lado, los falangistas contestaban. Y no sólo ellos, porque el clima político se deterioró muy rápidamente. El gobierno, ante semejante paisaje, se vio desbordado por los acontecimientos. Podía reprimir a las derechas, pero lo tenía mucho más difícil con las izquierdas porque, al fin y al cabo, su mayoría parlamentaria dependía de ellas.

Para conjurar el clima de guerra civil y asentar su propio poder, Azaña y el socialista Indalecio Prieto urdieron una maniobra más o menos legal que pasaba por derribar a Alcalá Zamora de la presidencia de la República, pues no se fiaban de éste. Ocurría que la ley limitaba a sólo dos las posibilidades del presidente de disolver las cortes, y la segunda debía ser enjuiciada por la cámara. Alcalá Zamora, en efecto, había disuelto las cortes dos veces: una, para formar las constituyentes, y la segunda para convocar las elecciones de 1936 (es decir, para llevar a la izquierda al poder). A esto se agarraron Prieto y Azaña para acusar al presidente de haber disuelto las cortes injustificadamente. En realidad se trataba de un golpe de estado legal. El objetivo era que Azaña quedara como presidente de la República e Indalecio Prieto fuera nombrado presidente del Gobierno, pero algo torció sus planes: la oposición del ala socialista mayoritaria, la de Largo Caballero, que no quería ver en modo alguno a Prieto en el gobierno. ¿Por qué? Tanto por ambición de Largo, alérgico a cualquier liderazgo que no fuera el suyo, como por temor a que Prieto paralizara el proceso revolucionario. Las facciones de Prieto y Largo habían llegado a enfrentarse a tiros en la campaña electoral. Ahora no iban a hacer las paces. Prieto se quedó sin regalo. Era abril de 1936.

La jefatura del gobierno acabó recayendo en un hombre de Azaña, Casares Quiroga, sin energía para controlar a las izquierdas desbocadas. Al contrario, toda su voluntad parecía puesta en ganarse la aquiescencia de los revolucionarios. El resultado fue una política absolutamente arbitraria. Un buen ejemplo de esta política hemipléjica lo sufrió Franco en sus propias carnes cuando concurrió como candidato en las elecciones parciales de Cuenca. En esta provincia, la jarana electoral de febrero había dejado a la circunscripción sin representantes. Hubo que repetir los comicios y las derechas presentaron una lista “preventiva”: la componían José Antonio Primo de Rivera, para librarle de la cárcel, Goicoechea, que era el jefe más notorio de los monárquicos de Renovación Española, y el propio Franco, al parecer porque Gil Robles, entonces en la oposición, quería traerle a Madrid y exhibir su presencia en las Cortes a modo de advertencia. El Gobierno vetó la candidatura de Franco y el resultado final de las elecciones fue tan fraudulento como el de las generales.

A estas alturas las conspiraciones dentro de la derecha ya eran imparables. ¿Y Franco? Franco se reúne con unos y con otros, participa junto a Mola en una discreta asamblea con generales retirados, mantiene también contacto con la CEDA, incluso se entrevista con José Antonio Primo de Rivera (y no se entendieron en absoluto). Pero si algo caracteriza a Franco en este periodo es su extrema prudencia. Muchos le reprocharán entonces indecisión y falta de arrojo, pero no era eso: durante su etapa de jefe del Estado Mayor –Payne y Palacios han documentado muy bien este episodio-, Franco había creado un servicio de contravigilancia para conocer el ambiente en los cuarteles, y gracias a ese instrumento supo que el porcentaje de revolucionarios dentro de las fuerzas armadas era elevadísimo. Franco sabe que cualquier intento de apartar al Frente Popular del poder derramará inevitablemente mucha sangre. Y sabe también que la pasividad del Gobierno está llevando las cosas a una situación sin retorno. El 23 de junio Franco escribe al entonces presidente del Gobierno, Casares Quiroga, manifestándole su inquietud por la situación política y la preocupación en ámbitos militares. Era un último cartucho. Casares ni siquiera contestó.
Mola tuvo listo su plan al final de la primavera. No era un pronunciamiento al estilo decimonónico, ni tampoco un golpe “técnico” con ocupación de centros de poder, sino más bien una especie de marcha militar sobre Madrid a partir de los centros que se esperaba controlar en la periferia: Barcelona, Pamplona, Galicia, Andalucía… Franco seguía sin verlo claro, pero la efervescencia en las calles y la impotencia del gobierno empujaban a un desenlace inevitable. El 13 de julio, policías de obediencia socialista salen del cuartel de Pontejos, en Madrid, para matar a los líderes de la oposición. A Gil Robles alguien le avisa antes y puede poner pies en polvorosa, pero a Calvo Sotelo le localizan en su casa, le hacen subir a un furgón y allí le descerrajan dos tiros en la cabeza. “Ese atentado es la guerra”, dijo el líder socialista Zugazagoitia cuando los propios autores del crimen le contaron lo que había hecho.

Era verdad. Ese día, Franco dejó de dudar. El levantamiento empezó en la tarde del 17 de julio en Melilla. El golpe propiamente dicho fracasó, pero como aquello no era una simple conspiración militar, sino una rebelión de media España, se convirtió en guerra civil. Así comenzó todo.

26 de septiembre de 2015

Cataluña nunca dejara de ser española. Por José Utrera Molina

Artículo publicado en Abc el 26 de septiembre de 2015

Hace ya muchos años en el calendario alborotado de España, se registraba un acontecimiento para muchos españoles extremadamente doloroso. El presidente de la Generalitat de entonces, había culminado su siembra y declarado el Estado Catalán. Yo entonces, tenía 9 años y por tanto no podía comprender la profundidad del acontecimiento que las radios transmitían. Pero hubo algo referido en algún que otro artículo mío, que me llamópoderosamente la atención. Las lágrimas de mi abuelo que se encontraba encorvado junto a un aparato de radio telefunkenCreo que ahí nació el dolor de mi patriotismo. No presumo de él. Lo ostento y creo que me acompañaráen los últimos momentos de mi vida.
Cataluña es una parte fundamental y esencialísima de España. Yo he recorrido sus ciudades, sus pueblos. He convivido con una gente verdaderamente extraordinaria. Jamás se planteó en mi presencia la posibilidad de una separación de aquellas tierras entrañables. Pero lo fataltiene siempre una vertiente de ocurrencia y hoy nos arrebata el corazón las vísperas de un episodio trascendente.
Si repasamos la historia de España, nos encontramos con infinidad de episodios que otorgan al pueblo catalán la hegemonía del patriotismo español. En la guerra de la Independencia, brillaron a gran altura, no solamente figuras excepcionales sino el furor contenido de los catalanes que no podían admitir que nos pisaran las botas el ejército francés comandado por Bonaparte. Nos preguntamos atónitos y turbados pero ¿es posible que se plantee un problema de estas dimensiones, de este significado y de esta importancia?. ¿Es posible que sobre el silencio de los españoles se pueda perpetuar un crimen histórico que abandera y eleva a nuevos altares  al espíritu de Cataluña?. Cataluña es española, lo repito una y otra vez. Un hijo mío ha permanecido sirviendo los intereses españoles más de 18 años en Barcelona. Ha vivido las notas increíbles de una sinfonía sin instrumentos. Me refirió en varias ocasiones la úlcera agrandada por insolventes y malhechores y que tarde o temprano esa herida tendría que abrirse ante la perplejidad dolorosa de todos los españoles. Pues bien, esa hora ha llegado. Estamos en las vísperas de un acontecimiento inigualable, de una traición que pone los vellos de punta, de un disparate que no tiene límites ni explicaciones. España no puede permitir que una parte de sus entrañas quede desgajada de su valor central, corrompiendo lo que los siglos han compuesto como una irrevocable unidad de todos aquellos que nos sentimos españoles. ¿Qué vamos a hacer? Todo menos callarnos. Denunciamos en alta voz la trágica desmesura del SeñoMas y nos sorprende dolorosamente que haya gente que le acompañe en su camino infernal y traidor. Yo acuso al Señor Más de traidor y lo hago con toda la fuerza de mi espíritu, con todos los resortes que aún me quedan de mi empobrecido corazón. Le pido a Dios morir antes que contemplar la ruptura de la sagrada unidad de España. 
Alguien dirá que tengo el alma encendida. Es cierto. Y me duele y me destroza este fuego interior pero España no puede morir en brazos de gente sin escrúpulos que tienen por emblema la cobardía y por cobijo la mayor de las desvergüenzas.

24 de septiembre de 2015

¿Catalanizar España?

Dejo al margen la para mí disparatada decisión de que un ministro del gobierno de España se preste a debatir con el número 5 de una candidatura al parlamento autonómico que propugna la secesión de una parte de España. Si se sostiene que son unas elecciones autonómicas y que en ellas no se decide la soberanía, ¿a qué viene darle esta relevancia? ¿no se está entrando en el juego de los separatistas?

No vi el debate, pero sí alguno de sus cortes. Y una vez más Margallo nos regaló con una de sus píldoras de complejistina con las que trata de hacerse el simpático a quienes quieren robarnos la cartera a todos los españoles: “Hay que catalanizar a España”.

Cuando hablo con mi hija adolescente y tengo que decirle que no, no acostumbro a decirle después que pese a todo, su madre y yo debemos adolescentizarnos. Si lo hiciera, mi hija, que de tonta no tiene un pelo, captaría perfectamente el mensaje: ella lleva toda la razón, pero las cosas son como son. Una victoria moral.

Pues bien, la errática y suicida trayectoria del pueblo catalán en los últimos cuarenta años no es ni mucho menos como para alabar su sentido común. Teniendo la clase política catalana una evidente responsabilidad, no podemos olvidar que esa clase política ha sido elegida por sus conciudadanos, que han convivido sin inmutarse en una ciénaga de corrupción institucionalizada y con una estrategia creciente de discriminación étnica y lingüística –sí, lo que leen- propia de la Alemania de los años 30. 
Hace tan sólo unos días, un buen amigo catalán de más de 17 apellidos catalanes y sin embargo –o quizás por ello- español hasta la médula me decía con resignación “ya sólo falta, querido amigo, que nos pongan la estrella”.

Así pues, aquél seny que era señal de identidad de un pueblo próspero, abierto, emprendedor y cosmopolita como lo fue en un tiempo el pueblo catalán, ha sido arrumbado y sustituido por un aldeanismo excluyente y xenófobo que ha triunfado en la actual sociedad catalana, que avanza a marchas forzadas hacia el abismo frente a la cobardía y el silencio culpable de la mayoría.  Y los pocos que aún conservan aquél señero sentido común y se atreven a alzar su voz, son una minoría señalada y apestada que está a punto de ser desahuciada por española.

Nada de dorar la píldora a los canallas. El pueblo catalán de hoy –salvo muy contadas y honrosas excepciones- no tiene nada que enseñar al resto de los españoles. Más bien necesita -y merece- una buena cura de humildad que le redima de unos errores que ya nos están costando mucho a todos.


LFU

21 de septiembre de 2015

Cataluña no es una nación

Esto, que tantos españoles y catalanes tenemos claro y que se publicaba sin ambajes en el año 1932 (magnífico libro, por cierto), no hay un solo político español actual que se atreva a decirlo. Es más, cada vez menos españoles de a pie se atreven a decirlo por miedo a molestar o ser tachado de extremista, radical o intolerante.  Por cobardía.

Nadie puede negar la singularidad del pueblo catalán, como tampoco la del gallego, vasco, andaluz, asturiano, murciano y extremeño, cuya riqueza y variedad convierten a la nación española en la nación culturalmente más rica de Europa. Cataluña tiene una lengua propia y una cultura propia, enriquecida durante siglos por su pertenencia al Reino de Aragón y después al reino de España. Una tradición que no es posible separar de su condición, primero aragonesa y luego  española, y de las aportaciones que la emigración del resto de España ha dejado en aquella tierra de emprendedores y comerciantes, sin incurrir en una falsificación histórica escandalosa.

El nacionalismo catalán, surgido en el turbulento siglo XIX y fermentado durante los últimos cuarenta años gracias primero a la irresponsabilidad de los padres de la constitución y después a los intereses electorales de los sucesivos gobiernos de uno y otro signo, está basado en una sucesión interminable de mentiras colosales y burdas, que a fuerza de repetirse ad nauseam por los diferentes medios de comunicación públicos y privados –todos vasallos de la Generalidad- y por los libros de texto en los colegios ha adquirido consistencia en la mente de dos generaciones de catalanes que ya no se sienten españoles.

Cataluña jamás fue un reino, jamás fue independiente de Aragón o de España y nunca ha sido reconocida como nación  por estado o nación alguna. Pero es que tampoco lo pretendió hasta ahora. El referente histórico de los separatistas resulta ser un edil que luchaba porque la casa de Austria mantuviese la corona de España en la guerra de sucesión. Luchaba en nombre de España, perdió y murió jubilado como Notario en Barcelona y recientemente sus descendientes reivindicaban su condición de patriota español.    Y los que pretenden pasar a la historia como los próceres del nuevo estado independiente son el ejemplo más escandaloso de corrupción política de la historia de España, que sin embargo ha gozado hasta ahora de una vergonzosa impunidad.

El separatismo catalán es fruto de la expansión impune de una serie de mentiras consentida en los últimos cuarenta años  por los gobiernos de España según su conveniencia electoral. La mentira está en su origen, la mentira, el engaño, la corrupción y el latrocinio ensucia a sus promotores y la mentira ampara su último envite, prometiendo un estado próspero y europeo en lugar de una sima profunda de miseria y división que es lo que sería una Cataluña separada.  

La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. La mentira, su difusión indiscriminada y la ausencia de una clara contradicción suele acabar en una frustración colectiva. Si no, que se lo digan a Goebbels.


LFU 

8 de septiembre de 2015

Villalobos.

Si Agustín de Foxá hubiera conocido a Celia Villalobos, seguramente habría superado en su semblanza aquella célebre de Azaña en su inolvidable Madrid de Corte a Checa. Y es que confluyen en este cutre y rancio personaje todos los rasgos que definen uno de los tipos humanos más despreciables de nuestra piel de toro: el clásico merdellón[1] malacitano.

La condición de merdellón o merdellona lleva consigo la negación de toda clase, estilo o elegancia. La antítesis de la prudencia y la ausencia absoluta de pudor.  Basta recordar el célebre vídeo en el que demuestra el mezquino trato que dispensa a sus servidores para ver la incapacidad del personaje para mantener una mínima compostura o dignidad.

Por supuesto, los integrantes de esta singularísima categoría social suelen padecer un exceso de soberbia y desconocen la humildad. Como muestra  de lo anterior, valga el botón de la inexistencia de disculpa alguna tras ser pillada in fraganti jugando al “Candy crush”  en una sesión del pleno del Congreso de los diputados.  

Para ser un perfecto merdellón es necesario tener dinero. Villalobos lo tiene por partida doble, ya que además de cobrar un sustancioso sueldo público por jugar a videojuegos en el Congreso, está casada con Pedro Arriola, el rey de las alcantarillas, el brujo de Mariano Rajoy, el mejor adivinador del pasado que conocieran los tiempos, cuyos honorarios a cargo del partido popular superan el millón de euros anuales.   Y es que el perfecto merdellón es reconocible más que nunca cuando trata de lucir su patrimonio, pues se convierte en luminoso escaparate del mal gusto y de la zafiedad. Como decía Manuel Machado,  “no se ganan, se heredan, elegancia y blasón” y la falta de educación no se disimula, sino todo lo contrario, con la abundancia patrimonial.

Villalobos, el epítome de la vulgaridad y del mal gusto, el símbolo supremo de la mediocridad del ser humano, ha comparado en su último rebuzno político a Artur Más con Francisco Franco, a quien en un alarde de valentía y arrojo ha calificado nada menos que de “nazi que expulsó a los andaluces” (aún no sabemos a cuántos, de dónde y a dónde). Es natural. Los espíritus mediocres suelen condenar todo aquello que está fuera de su alcance. Y qué duda cabe que Franco, aquél hombre al que su marido desde el Frente de Juventudes y ella atacaron con tanta “saña” y riesgo de sus vidas, está a años luz de su pequeña humanidad.

Hace bien poco, Villalobos, que en su defensa del aborto tanto se acerca a algunos de los postulados eugenésicos nazis, expulsó de su partido a quienes se opusiesen al aborto. Hoy le ha echado otra manita a su jefe para ver si acaba de perder esa parte residual del votante de derechas, impermeable a lo políticamente correcto, que seguía votando con una pinza en la nariz a un partido que, con personajes como ella, ha perdido cualquier respeto por sí mismo.  

LFU




[1] Merdellón (del francés merd de gens):

4 de septiembre de 2015

He vuelto

He vuelto.  Me resistía a retomar la pluma, adormecido aún por las olas de la mar, pero la entrevista de esta mañana al miserable Artur Mas en Ondacero me ha despertado del letargo.

Llegaba tarde a una reunión y no he podido escucharla entera. Pero me bastaba lo oído.  El anuncio público y descarado de la próxima comisión de una serie de delitos de máxima gravedad, que habrán de culminar con la secesión de una parte del territorio nacional. La crónica anticipada de un delito anunciado.  La escandalosa confesión pública de la existencia de una conspiración para cometer un delito por quien tiene la posibilidad de hacerlo.

Adormecido aún por los ecos estivales, he llegado a pensar ingenuamente que la policía interrumpiría la emisión y detendría de inmediato al malhechor por orden de la fiscalía para ponerlo a disposición judicial.

He imaginado qué hubiera pasado si Antonio Tejero Molina hubiera sido entrevistado en enero de 1981 y hubiera desgranado paso a paso su plan para entrar en el Congreso como fue expuesto en el piso de General Cabrera ante Armada y los demás. El final de todo sería un gobierno de concentración para cambiar el rumbo del sistema. Imposible ucronía, ya que ni siquiera Tejero sabía lo que estaba detrás de su operación táctica.  Pero lo que todos sabemos –o no- es que Tejero no hubiera terminado la entrevista. Ya lo habían detenido y condenado por una conversación de café en el que hablaba de la posibilidad de un golpe de timón.

Pero he salido de la reunión, he consultado la prensa digital y España, su gobierno y sus instituciones siguen anestesiadas. Me gustó el artículo de Alfonso Guerra y su andanada contra el gobierno por su inacción ante un golpe de Estado a cámara lenta. Más que el de Felipe, dando lecciones extemporáneas que debiera haberse aplicado a sí mismo en su día. Nada de lo dicho ha excitado el carísimo celo de la Fiscalía General del Estado.

Me he acordado de la paralela que recibí anteayer de Hacienda y he pensado que no somos nadie. He pensado en el artículo 14 de la Constitución, ese que habla de la igualdad de todos los españoles ante la ley y me he sorprendido a mí mismo esbozando una escéptica  sonrisa. Me he acordado de la imagen de Rato mil veces repetida entrando cabizbajo en un coche policial y de la imagen idílica de los paseos del “honorable” Pujol y su mujer por la Costa brava.

Y me he acordado que dentro de nada, hay elecciones. Y ni España, ni el Estado de Derecho valen una higa cuando se trata de decidir quién será el próximo inquilino de la Moncloa. Tú tranquilo, Mariano, que cuando todo se haya consumado, a lo mejor ya no tienes que hacer nada más que fumarte un puro.

Bienvenidos queridos lectores, a este nuevo curso, que promete ser intenso.


LFU