"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

22 de julio de 2016

Millán Astray y Unamuno. Toda la verdad

La comisión de la "memoria" -mejor dicho de la desmemoria del Ayuntamiento de Madrid, propone sustituir la calle de Millán Astray por "Avenida de la Inteligencia". Una deliberada humillación basada en una mentira histórica profusamente aireada por la propaganda izquierdista sobre los sucesos del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, que desde hace mucho, historiadores serios como Angel David Martín Rubio,  Luis Togores y Luis Suárez, se han encargado de desmentir con datos incontestables. Reproduzco aquí el análisis de Moisés Domínguez Nuñez y Angel David Martín Rubio.  

Vencerán (por el momento, porque la Verdad siempre vencerá al final), pero no convencerán

LFU

12 de octubre en Salamanca
Pero la mayor sorpresa, y la que en buena parte ha motivado y orientado esta investigación, fue comprobar que los protagonistas de nuestra historia fueron testigos de excepción del episodio vivido el 12 de Octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca y acerca del que tanto se ha escrito, especialmente para desacreditar al bando nacional y a sus referentes ideológicos. Y es que los tres: falangista, requeté y legionario aparecen impávidos en la histórica fotografía que recoge el momento en que Unamuno abandona el edificio acompañado por el Obispo de Salamanca, don Enrique Pla y Deniel, todos ellos captados por la cámara en medio de una abigarrada multitud que saluda brazo en alto y parecen gritar consignas: una escenografía muy similar a la de tantos actos del momento recogidos por la prensa.

(1) Unamuno (2) Obispo Pla y Deniel (3, 4 y 5) Acompañantes habituales de Millán Astray
(1) Unamuno
(2) Obispo Pla y Deniel
(3, 4 y 5) Acompañantes habituales de Millán Astray
Podemos aducir al respecto unas palabras del periodista Jon Juaristi:
«En mi biografía de don Miguel (Taurus/Fundación Juan March, 2012), aduje que, en la fotografía tomada a la salida del paraninfo, el anciano rector aparece rodeado de jóvenes falangistas que cantan o gritan consignas brazo en alto, pero no lo acosan ni intimidanMás bien parecen darle escolta. ¿De quién o quiénes lo protegen? Obviamente, del general Millán Astray y de sus legionarios.
En su recientísimo libro –Historias de falangistas del sur de España. Una teoría sobre vasos comunicantes (Renacimiento, 2015), Alfonso Lazo Díaz observa exactamente lo mismo en la fotografía de marras. Diputado socialista desde1977 a 1996, Lazo volvió a sus tareas en la Universidad de Sevilla como profesor e investigador».
Es decir, que tan Jon Juaristi como Alfonso Lazo hacen una afirmación, a nuestro juicio sustancial, y que compartimos: que los jóvenes falangistas no acosan ni intimidan a Unamuno sino que gritan sus consignas y saludan brazo en alto, todo ello con más entusiasmo que agresividad.
Ahora bien, a la luz de lo que venimos exponiendo, la segunda parte de la cuestión tiene que recibir una respuesta radicalmente distinta. Y es que no solamente los falangistas no estaban protegiendo a Unamuno «del general Millán Astray y de sus legionarios» sino que eran éstos -y más concretamente la propia guardia personal y de confianza de Millán Astray- la que está ejerciendo con eficacia sus funciones de facilitar el acceso de la ilustre comitiva al vehículo dispuesto al efecto. Se puede comprobar, en efecto, que junto al coche, al que ya habría subido la esposa del Generalísimo, Carmen Polo (quien a instancias del propio Millán Astray sacó cogido de su brazo a Unamuno) aparecen el falangista, el requeté y el legionario que hemos visto, sistemáticamente junto el general en sus actos oficiales durante los meses de agosto y septiembre de 1936.
En síntesis, esta fotografía -poniéndola en relación con las que vimos en Cáceres y en tantos otros lugares- viene a respaldar la versión del suceso de Salamanca que da el propio Millán Astray y que, sustancialmente, fue expuesta por Luis E. Togores en su biografía del General (cfr. ob. cit. págs.. 202-203). Resulta también coincidente con los datos aportados por otros testigos presenciales. Así, José María Pemán recuerda que Unamuno se despidió de él «y ello demuestra que el ambiente no era tan arrebatado…» (ABC, Madrid, 26-noviembre-1964, pág. 3: La verdad de aquel día) y Ximénez de Sandoval califica la interrupción de Millán Astray «en tono de arenga militar» y rematada con el «¡mueran los intelectuales!». Pemán y Sáinz Rodríguez protestan… y el General rectifica: «¡los malos intelectuales!». Doña Carmen Polo de Franco sale del brazo de Millán Astray, con Unamuno al otro lado; los dos la despiden. «Millán se volvió a Unamuno y, como si nada hubiera pasado, dijo: ¡bueno, don Miguel, a ver cuándo nos vemos! Cuando usted quiera, mi general. Se dieron la mano. Y Millán, sin soltar la del glorioso escritor, gritó: ¡vamos, muchachos, el himno de Falange!» (cit. por José María GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, Madrid: Editora Nacional, 1976, 1493-1484). Es fácil entender que los presentes respaldaron la invitación del general y continuaron cantando el Cara al Sol mientras doña Carmen y Unamuno flanqueados por el Obispo de Salamanca salían del edificio universitario para dirigirse al coche oficial de la esposa del Generalísimo, que habría de conducir a Unamuno a su domicilio. El momento previo a que éste se subiera al vehículo es el inmortalizado por la fotografía que venimos glosando.
Es decir, no estamos ante la imagen de un enfrentamiento entre la inteligencia de Unamuno y la supuesta sin razón de Millán Astray, sino en la acertada resolución de un momento de tensión del que, eso sí, supieron sacar partido aquellos sectores de la España nacional que estaban descontentos con el apoyo que el rector salmantino había dado al Alzamiento Nacional dado el ideario heterodoxo y el carácter intempestivo del profesor. En efecto, fue en el Casino de Salamanca y por la tarde del mismo día donde sí abuchearon Unamuno y su destitución como Rector se debió a una iniciativa académica en la que no cabe atribuir ninguna iniciativa al Cuartel General y menos aún al propio Franco. El 31 de diciembre del mismo año fallecía Unamuno y su cadáver fue llevado a hombros de falangistas que dieron respaldo de oficialidad a su entierro. Pocos días antes, desde las páginas de ABC, el Marqués de Mondéjar, monárquico alfonsino vinculado al grupo de Acción Española, había glosado elogiosamente la exclamación de Millán Astray: (ABC, Sevilla, 15-diciembre-1936, págs.3-4: El oportunismo intelectual)

18 de julio de 2016

LA HISTORIA Y EL 18 DE JULIO. Por José Utrera Molina



Asistimos a un momento histórico que nos llena de perplejidad, desesperación y destemplanza.   Para los que vivimos intensamente el régimen nacido de la guerra civil, resulta absolutamente irreconocible la imagen que los medios de comunicación ofrecen de aquella España, desdibujada, oscurecida, descontextualizada y manipulada de forma burda por el odio cainita que aún contamina y envenena la convivencia entre los españoles.  El relato “oficial” que se propone sobre las causas y los orígenes de la contienda fratricida, no tiene el menor parecido con la realidad de las raíces y el momento en que se produce el Movimiento Nacional.   Lamentablemente, muchos de los testigos de aquél momento ya no pueden dar testimonio vivo de la verdad y muchos de los que lo hicieron en vida son hoy cuidadosamente silenciados por motivos de corrección política.  Pese a que no faltan los que me atribuyen más años de los muchos que acumulo para tratar de acusarme de “crímenes de guerra”, yo contaba tan sólo 10 años el 18 de julio de 1936, por lo que no pude participar en una guerra que yo sólo pude vivir con el asombro infantil que correspondía a mi corta edad, y que rápidamente destrozó las notas de ingenuidad de toda una generación de niños españoles.

Hay determinadas actuaciones que ya no me producen el efecto dañino que desean mis adversarios, como el borrar los rótulos de las calles, romper la tradición de avenidas y descolgar los cuadros de unas horas que no han muerto aún en mi memoria.  Para retirar honores antes hay que ser depositario de los mismos y aquellos que obran con el corazón emponzoñado de odio, carecen de la necesaria auctoritas para hacerlo.

Pero es mi obligación moral y me encaro –creo que con gallardía- para aclarar algunos extremos para el juicio sereno que merece un periodo histórico tan singular.  En primer término, niego una y otra vez, de forma categórica que el Alzamiento Nacional fuese obra exclusiva de unos militares rebeldes y ambiciosos.  La mayor parte del ejército tenia plena conciencia del grave riesgo de desaparición de una Patria a la que nunca habían abandonado. Las consignas que llenaban las calles anunciaban la amenaza cierta de una dictadura del proletariado que habría liquidado la esencia misma de España. Lenin había dicho que España sería la primera en entrar en esa órbita política indefendible y Largo Caballero no disimulaba en sus discursos tan delirante propósito. La desaparición de cualquier autoridad, la pérdida de cualquier legitimidad en un gobierno abandonado al sectarismo y a la aniquilación del adversario, hizo surgir en las raíces de España un clamor de justicia y de verdad que recogió el ejército encabezando un pronunciamiento popular que lamentablemente fracasó en su inicial propósito, ante el enorme poder acumulado por un frente popular que había acaparado los resortes del poder. El levantamiento de un pueblo para conseguir la defensa de su identidad duró así tres largos años, porque el comunismo estaba dispuesto a vender muy cara su derrota.

El 18 de julio es para mí el día del coraje, de la fe, del valor, de la intrepidez de levantar banderas para que acogieran en sus pliegues el ansia insatisfecha de millones de españoles. Fueron escasos los medios con los que contaron aquellos que levantaron una bandera de defensa de las esencias españolas, pero la fe en la victoria y sin duda la asistencia desde el más allá de Aquél al que quisieron borrar del alma de España, hizo posible el triunfo en una contienda dolorosamente fratricida.

Hace algunos días, el padre Garcia de Cortázar escribía sobre las clases medias, sin mencionar que las clases medias nacieron gracias al triunfo del 18 de julio. Y están ahí pregonando su existencia frente al odio silencioso de los que no admiten el resultado de una contienda que se hizo dolorosamente necesaria. Hablar en estos momentos de clases medias sin mencionar a quien las dotó de personalidad histórica y contribuyó a que mantuvieran el orgullo de sus rescates y de su dolor, me parece una infamia y una injusticia. El propio Franco, al terminar su obra y su vida, cuando le preguntaron qué legado dejaba,  dijo: “la clase media” porque él se había afanado en su creación y mejora para que sirviese de antídoto contra el peligro de la lucha de clases.

Se hicieron decenas de miles de viviendas sociales e innumerables instalaciones sanitarias que cristalizaron una revolucionaria aspiración social. Yo había sido testigo de aquellos pañolones negros puestos a las puertas de las viviendas de los más humildes pidiendo sufragios para poder hacer frente a los enterramientos. Súplicas generalizadas de ayudas por los que nada tenían. La respuesta social del Régimen fue inmensa, por mucho que se empeñen en negarla los que creen que el 18 de julio fue una partida ganada por los artesanos del rencor y del odio.

Reconozco que la paz fue, en sus inicios, una paz armada porque mantuvo la defensa de aquellos ideales por los que la mejor juventud española había sacrificado sus vidas y los mayores sus propias haciendas. Pocos hacen alusión al enorme sacrificio humano que representó la Guerra Civil, cargando sólo sobre una parte unas responsabilidades compartidas.  En esta época de asombrosos disparates, de increíbles voluntades de revancha, cuando el flamear de aquellas banderas rojas parecen otra vez ondear el odio latente, yo vuelvo a defender con toda mi alma y con todo el conocimiento de la historia,- a mis 90 años- aquella España limpia y grande que no puede ser escarnecida por el rencor, desdibujada por la mentira y vituperada por el odio.

España salvó su sed, impidió que nuestro pueblo cayera bajo la tiranía de la Unión Soviética y se levantó sobre un solar destrozado el moderno edificio de una España nueva. Si alguien me preguntara qué denominación histórica definitiva haría del 18 de julio, diría que fue el día de la fe en el sueño de una España transformada. En aquella transformación están las clases medias que ahora algunos sugieren que nacieron de la nada.

Los autores de aquel hecho histórico ya no pueden defender lo que hicieron. Sus voces están calladas bajo pesadas losas y muchos de sus hijos se avergüenzan de su sacrificio, mientras asistimos a la insólita resurrección de los que quieren ganar, 80 años después, una guerra que sus mayores provocaron, sembrando de mentiras los libros de historia, reivindicando los signos de aquel tiempo de terror y de miseria y borrando de nuestras calles cualquier huella de una España digna que jamás podrá perecer.

En la aurora de estos días se señalan todavía para los que quedamos, muchos rayos de luz que acogen el sacrificio y el heroísmo de muchos españoles y el perdón para aquellos que provocaron la injusticia, el odio y la reivindicación rencorosa. Alcemos pues con orgullo y sin miedo las banderas del 18 de julio. En ellas está también la sangre de muchos de mis familiares asesinados, que perdieron la vida en frentes contrarios, pero a los que unía en el fondo, un amor a una España rejuvenecida para no quedar reducida a la súplica histórica de un mundo que no nos comprendía.

Ni me avergüenzo, ni me olvido. Mis diez años nacieron a la sombra de sus banderas, y mi vida entera ha estado siempre dedicada al servicio de España. No conozco ni el odio, ni la revancha, ni la envidia y quise siempre una España moderna levantada sobre sus cimientos y que diera al mundo una palabra de resurrección y de vida.



José Utrera Molina

11 de julio de 2016

Brindo por ti, torero.

A Victor Barrio, in memoriam

Decía Ortega que sólo dos cosas pueden realizarse con garbo: la historia y el toreo. La historia hoy se hace sin gloria, con mediocridad, con miedo y enormes dosis de mentira. El toreo, por el contrario, cada vez se hace mejor.

Si uno repasa las viejas películas en blanco y negro de Joselito y Belmonte puede imaginarse sin mucho esfuerzo, el aluvión de almohadillas e imprecaciones que recibirían esas dos glorias del toreo si bregasen con un astado como solían en los años 20 y 30 del siglo XX. Belmonte fue el primero que se paró, que eligió pisar sus terrenos y no los del toro, pero nada comparado con cualquier torero de hoy. El toreo ha ido creciendo en armonía y en belleza, en temple y en quietud. Pero en esencia, el peligro al que se enfrenta un torero hoy es el mismo que hace 150 años.

Cierto que gracias a Fleming y a los avances de la medicina moderna, la mortalidad de los toreros ha decrecido en gran medida en las últimas décadas.  Pero la cornada mortal de Victor Barrio nos recuerda la cruda realidad de quienes se juegan la vida delante de un toro cada tarde.

En un tiempo en el que la juventud destaca por su indolencia y su falta de compromiso, en el que el progreso material proporciona enormes comodidades a amplias capas de la sociedad, resulta admirable la afición de los jóvenes que deciden arriesgar su vida por un sueño. Hace 60 años, los futbolistas no eran estrellas rutilantes y multimillonarios y los pocos mercedes y haigas que se veían eran las más de las veces, de las figuras del toreo. Era el sueño de los niños, de los jóvenes, de los más humildes, alcanzar el triunfo y la gloria vestido de luces y cortándole las dos orejas a un pabloromero. Hoy resulta infinitamente más rentable y menos arriesgado triunfar dando patadas a un balón y el ideal de los niños es jugar como Ronaldo para tener un Ferrari como el suyo.  Y no hablemos de los que gracias a la telebasura viven pingüemente de los asuntos de la entrepierna y del mal gusto.

Por todo eso, y por mucho más, yo me quito el sombrero ante los matadores de toros, ante los novilleros, ante los hombres de plata. Son de otra galaxia, tienen otros sueños, se recuperan en dos días de una cornada que a cualquiera de nosotros nos hundiría en el abismo, porque son sus sueños, sus ganas de triunfar en una plaza lo que mueve su corazón.

A Victor Barrio un toro le ha partido el corazón en el albero de Teruel, recordándonos a todos el valor que tiene ponerse delante de un toro –en eso no ha cambiado nada- y el respeto que merece cualquier hombre que se viste de luces. Tan sólo atisbo la congoja y el dolor de los suyos, pero también su orgullo. Un toro ha roto sus sueños pero eso formaba parte de la partida que había decidido jugar con la vida, lo que había dado sentido a su existencia.  

No dedicaré más que mi desprecio infinito a los miserables que se alegran de la muerte de un torero. Victor Barrio era joven, recién casado y tenía toda la vida por delante. La gloria le ha llegado al fin, pero de otra forma. Le ha faltado tiempo para cumplir el sueño de ser figura del toreo, pero su nombre ya está en la historia y es probable que con su muerte preste un servicio más grande a la fiesta a la que tanto amaba. Su joven sacrificio tapará muchas bocas y abrirá nuevos capotes entre una juventud necesitada de modelos de carne y hueso que se juegan la vida por una pasión, por una ilusión, por un sueño.

Brindo por ti Víctor Barrio, torero que ya eres eterno, porque brindar por ti es brindar por la fiesta y por España.

Luis Felipe Utrera-Molina 

4 de julio de 2016

Los Paraguayos. Por José Utrera Molina

In memoriam Aurelio Benítez Duarte

Acaba de fallecer, víctima de un fatal accidente de tráfico D. Aurelio Benítez Duarte.  A pocas personas les sonará este nombre, pero en mí tiene una resonancia tan dramática como fraterna.  Alguien me preguntará quién es este señor y yo le voy a contestar inmediatamente. Era un caballero silencioso y amable, trabajador incansable y leal hasta límites desconocidos. Tenía diez hijos y se encontraba de vacaciones en Paraguay con el billete de regreso a España en su bolsillo. Yo le esperaba, porque desde hacía una larga etapa formaba parte del circulo de los paraguayos que yo trato con el respeto y la devoción que siempre me han suscitado aquellos que desde fuera de España, pronuncian todavía su nombre con fervor.

Repasando la historia, compruebo que los primeros asentamientos religiosos protagonizados por la Compañía de Jesús en Paraguay dieron frutos muy abundantes. El espíritu de la Compañía impregnó profundamente a un pueblo variable y dividido, no sólo por los accidentes fronterizos sino por la complicada estructura interior que poseían.

Siempre me ha sorprendido el acervo moral escandalosamente positivo que tienen los paraguayos a los que he tratado. Son silenciosos, amables y comunicativos cuando hace falta. Quieren a su país y aspiran a que remonte el vuelo y se convierta en una gran nación, pero eso por ahora es casi un sueño imposible.  Los paraguayos saben soñar, algo que aquí posiblemente no comprendamos del todo.  Yo he sido testigo de sus sueños, de sus aspiraciones, de sus afanes, de sus esperanzas y puedo pregonar en alta voz que hay poca gente con la dignidad humana de los paraguayos que yo he conocido.  En mis conversaciones con Aurelio, a menudo se quedaba absorto y mudo. Cuando le apremiaba para que me contestase, me respondía: “es que estoy pensando qué tengo que contestar”. Muchas veces recuerdo haberle dicho que sus silencios eran, para mí, elocuentes y esclarecedores.  

Para ocultar sus esperanzas, olvidaba sus dolores, pero continuaba enhiesto y grave, altivo y generoso y sobre todo dueño de sus silencios y de la estirpe de caballerosidad a la que pertenecía. Es posible que allá en lo alto Aurelio se sorprenda por la conmovida oración que mueve su recuerdo en mí, pero en el alma de mi memoria estará siempre presente quién me desveló el alma de un pueblo que merece un singular destino.

Hace aproximadamente un año, escribí al Presidente de Paraguay para darle cuenta del asombro que yo tenía al comprobar la enorme dignidad del comportamiento que los paraguayos tenían y que se lo notificaba para que tuviera el orgullo de saber con qué gente trabajaba. No he recibido respuesta alguna, quizá porque las altas responsabilidades de gobierno les hacen olvidar la plataforma sentimental que merecen aquellos que han tenido que dejar su patria para poder progresar.  
Vuelvo a insistir, he conocido mucha gente perteneciente a dicha nación, pero jamás pude sospechar el pozo de ternura y sensibilidad que adornaba el alma de sus gentes.  Qué bellos comportamientos, qué afán de superación, qué esperanzas no rotas incluso cuando había que enfrentarse con realidades dolorosas. Desde este pequeño artículo quiero rendir homenaje al pueblo de Paraguay y ofrecerle no solo mi oración por sus aspiraciones, sino mi devoción por su comportamiento.  

Cuando la Compañía de Jesús comenzó su apostolado en aquellas tierras, España no era aún una nación compacta  y consolidada en su destino, pero ya prometía que en el futuro, el mundo se iba a quedar estrecho para sus ilusiones y sus esperanzas.  Ahora, cuando el paso de los siglos ha consolidado tantas cosas, y algunos españoles reniegan de serlo, aflora en las tierras de La Asunción el nombre de España.  Ignoro lo que pensarán sus habitantes pero tengo la certidumbre de los que,  doloridos por la ausencia de su país, trabajan en España por la ilusión de su regreso.  A ellos me uno con una estremecida emoción y quiero que se sepa que no hay fronteras para delimitar el área de nuestra influencia, más bien hay espacios abiertos para que lo ocupen aquellos que sienten en el fondo de sus corazones la admiración por un pueblo admirable.


JOSÉ UTRERA MOLINA