Asistimos a un momento histórico que
nos llena de perplejidad, desesperación y destemplanza. Para los que vivimos intensamente el régimen
nacido de la guerra civil, resulta absolutamente irreconocible la imagen que
los medios de comunicación ofrecen de aquella España, desdibujada, oscurecida,
descontextualizada y manipulada de forma burda por el odio cainita que aún
contamina y envenena la convivencia entre los españoles. El relato “oficial” que se propone sobre las
causas y los orígenes de la contienda fratricida, no tiene el menor parecido con
la realidad de las raíces y el momento en que se produce el Movimiento
Nacional. Lamentablemente, muchos de los testigos de
aquél momento ya no pueden dar testimonio vivo de la verdad y muchos de los que
lo hicieron en vida son hoy cuidadosamente silenciados por motivos de
corrección política. Pese a que no
faltan los que me atribuyen más años de los muchos que acumulo para tratar de
acusarme de “crímenes de guerra”, yo contaba tan sólo 10 años el 18 de julio de
1936, por lo que no pude participar en una guerra que yo sólo pude vivir con el
asombro infantil que correspondía a mi corta edad, y que rápidamente destrozó
las notas de ingenuidad de toda una generación de niños españoles.
Hay determinadas actuaciones que ya no
me producen el efecto dañino que desean mis adversarios, como el borrar los rótulos
de las calles, romper la tradición de avenidas y descolgar los cuadros de unas
horas que no han muerto aún en mi memoria.
Para retirar honores antes hay que ser depositario de los mismos y
aquellos que obran con el corazón emponzoñado de odio, carecen de la necesaria auctoritas para hacerlo.
Pero es mi obligación moral y me encaro –creo
que con gallardía- para aclarar algunos extremos para el juicio sereno que
merece un periodo histórico tan singular. En primer término, niego una y otra vez, de
forma categórica que el Alzamiento Nacional fuese obra exclusiva de unos
militares rebeldes y ambiciosos. La
mayor parte del ejército tenia plena conciencia del grave riesgo de
desaparición de una Patria a la que nunca habían abandonado. Las consignas que
llenaban las calles anunciaban la amenaza cierta de una dictadura del
proletariado que habría liquidado la esencia misma de España. Lenin había dicho
que España sería la primera en entrar en esa órbita política indefendible y
Largo Caballero no disimulaba en sus discursos tan delirante propósito. La
desaparición de cualquier autoridad, la pérdida de cualquier legitimidad en un
gobierno abandonado al sectarismo y a la aniquilación del adversario, hizo
surgir en las raíces de España un clamor de justicia y de verdad que recogió el
ejército encabezando un pronunciamiento popular que lamentablemente fracasó en
su inicial propósito, ante el enorme poder acumulado por un frente popular que
había acaparado los resortes del poder. El levantamiento de un pueblo para conseguir
la defensa de su identidad duró así tres largos años, porque el comunismo
estaba dispuesto a vender muy cara su derrota.
El 18 de julio es para mí el día del
coraje, de la fe, del valor, de la intrepidez de levantar banderas para que
acogieran en sus pliegues el ansia insatisfecha de millones de españoles.
Fueron escasos los medios con los que contaron aquellos que levantaron una
bandera de defensa de las esencias españolas, pero la fe en la victoria y sin
duda la asistencia desde el más allá de Aquél al que quisieron borrar del alma
de España, hizo posible el triunfo en una contienda dolorosamente fratricida.
Hace algunos días, el padre Garcia de
Cortázar escribía sobre las clases medias, sin mencionar que las clases medias
nacieron gracias al triunfo del 18 de julio. Y están ahí pregonando su
existencia frente al odio silencioso de los que no admiten el resultado de una
contienda que se hizo dolorosamente necesaria. Hablar en estos momentos de
clases medias sin mencionar a quien las dotó de personalidad histórica y contribuyó
a que mantuvieran el orgullo de sus rescates y de su dolor, me parece una
infamia y una injusticia. El propio Franco, al terminar su obra y su vida,
cuando le preguntaron qué legado dejaba, dijo: “la clase media” porque él se había
afanado en su creación y mejora para que sirviese de antídoto contra el peligro
de la lucha de clases.
Se hicieron decenas de miles de
viviendas sociales e innumerables instalaciones sanitarias que cristalizaron una
revolucionaria aspiración social. Yo había sido testigo de aquellos pañolones
negros puestos a las puertas de las viviendas de los más humildes pidiendo
sufragios para poder hacer frente a los enterramientos. Súplicas generalizadas
de ayudas por los que nada tenían. La respuesta social del Régimen fue inmensa,
por mucho que se empeñen en negarla los que creen que el 18 de julio fue una
partida ganada por los artesanos del rencor y del odio.
Reconozco que la paz fue, en sus
inicios, una paz armada porque mantuvo la defensa de aquellos ideales por los
que la mejor juventud española había sacrificado sus vidas y los mayores sus
propias haciendas. Pocos hacen alusión al enorme sacrificio humano que
representó la Guerra Civil, cargando sólo sobre una parte unas
responsabilidades compartidas. En esta
época de asombrosos disparates, de increíbles voluntades de revancha, cuando el
flamear de aquellas banderas rojas parecen otra vez ondear el odio latente, yo
vuelvo a defender con toda mi alma y con todo el conocimiento de la historia,- a
mis 90 años- aquella España limpia y grande que no puede ser escarnecida por el
rencor, desdibujada por la mentira y vituperada por el odio.
España salvó su sed, impidió que
nuestro pueblo cayera bajo la tiranía de la Unión Soviética y se levantó sobre
un solar destrozado el moderno edificio de una España nueva. Si alguien me
preguntara qué denominación histórica definitiva haría del 18 de julio, diría
que fue el día de la fe en el sueño de una España transformada. En aquella
transformación están las clases medias que ahora algunos sugieren que nacieron
de la nada.
Los autores de aquel hecho histórico
ya no pueden defender lo que hicieron. Sus voces están calladas bajo pesadas
losas y muchos de sus hijos se avergüenzan de su sacrificio, mientras asistimos
a la insólita resurrección de los que quieren ganar, 80 años después, una
guerra que sus mayores provocaron, sembrando de mentiras los libros de
historia, reivindicando los signos de aquel tiempo de terror y de miseria y
borrando de nuestras calles cualquier huella de una España digna que jamás
podrá perecer.
En la aurora de estos días se señalan
todavía para los que quedamos, muchos rayos de luz que acogen el sacrificio y
el heroísmo de muchos españoles y el perdón para aquellos que provocaron la
injusticia, el odio y la reivindicación rencorosa. Alcemos pues con orgullo y
sin miedo las banderas del 18 de julio. En ellas está también la sangre de muchos
de mis familiares asesinados, que perdieron la vida en frentes contrarios, pero
a los que unía en el fondo, un amor a una España rejuvenecida para no quedar
reducida a la súplica histórica de un mundo que no nos comprendía.
Ni me avergüenzo, ni me olvido. Mis
diez años nacieron a la sombra de sus banderas, y mi vida entera ha estado siempre
dedicada al servicio de España. No conozco ni el odio, ni la revancha, ni la
envidia y quise siempre una España moderna levantada sobre sus cimientos y que
diera al mundo una palabra de resurrección y de vida.
José Utrera Molina