Mi padre solía decir que el odio era una pasión aniquiladora
de las almas a las que atrapaba, una triste forma de autodestrucción
involuntaria que responde a los instintos más primarios del ser humano.
Nos
alertó siempre contra sus perniciosos efectos y nos enseñó a combatir el odio
con amor, y a la mentira con la verdad.
No deja de ser un timbre de honor ser objetivo de quienes
representan la ideología más criminal y totalitaria que ha conocido la historia,
con más de cien millones de muertos sobre sus espaldas. Hay que reconocer que en
algo parecen haber mejorado con los años, pues hace ochenta años yo no viviría
para escribir esto. Y escribo “parecen” porque allí donde tienen el poder, como
en Venezuela, han resucitado las siniestras checas y han terminado por secuestrar
y asesinar la libertad de toda una nación.
Resulta tan patético como insólito –creo que es la primera
vez en la historia- el intento de socialistas y comunistas de criminalizar el
último adiós a mi padre por el mero hecho de que se le despidiese como lo que
siempre fue, hasta el final: falangista. Acaso a alguno le remuerda la
conciencia haber cambiado tanto de camisa que no soporte contemplar el
honorable adiós a un hombre que supo morir sin cambiar de bandera. Por eso cada uno de nosotros quisimos poner sobre su pecho esas cinco rosas que marcaron toda su existencia, por eso le vestimos con su camisa azul y su bandera, nuestra bandera -esa de la que reniegan quienes ahora nos denuncian- fue su último sudario.
Cuestiones jurídicas al margen –no sólo demuestran un total
desconocimiento del Código penal y de la Constitución sino también del propio
engendro de ley memorialista que han aprobado- lo último que un hombre cabal
haría sería dejar a sus invitados a merced de los buitres carroñeros. Quienes
quisieron despedir a mi padre vistiendo su camisa azul y entonando las bellas
estrofas del cara al sol, no sólo le honraron a él, sino también a todos
nosotros y también a los muchos miles de españoles que vieron en él un limpio ejemplo
de conducta y de servicio a los demás.
En un día lejano del año 1972, en pleno régimen franquista,
fue enterrado con la bandera anarquista de la Confederación Nacional del
Trabajo (CNT) Melchor Rodríguez en el cementerio de San Justo. Junto a algunos cargos
públicos y ex ministros de Franco, sus camaradas anarquistas comenzaron a
cantar: "Negras tormentas agitan a
los aires", las primeras estrofas de 'A las barricadas'. La Policía
Armada y las autoridades escucharon el himno anarquista hasta el final en
riguroso silencio como muestra de respeto. Eran caballeros.
Hoy, en pleno régimen “de libertades”, los que no pueden
ocultar su espíritu totalitario y liberticida nos denuncian por dar a nuestro
padre la despedida que él siempre quiso y nos dejó escrito en su preciosa carta
de despedida:
“Quiero ser enterrado con mi
camisa azul. No es un gesto romántico sino la postrera confirmación de que
muero fiel al ideal que ha llenado mi vida. (…) “Quiero pedir perdón a cuantos
ofendí en mi vida y reiterar mi creencia en Cristo y mi fe en España, cuya
bandera ha de ser mi sudario”.
Ellos no lo saben, papá, pero nuestro amor es mucho más
fuerte que su odio. Tú has cumplido tu promesa, con honor y con ventura. Y nosotros
no nos vamos a esconder, pero no responderemos con odio, sino con amor y con firmeza, con el
inmenso orgullo de llevar tu apellido, cumpliendo hasta el final el cuarto mandamiento y con la cabeza bien alta frente a la vileza
y a la cobardía.
Tu hijo Luis Felipe