El reciente destape de una mínima
parte sus vergüenzas pecuniarias por el patriarca nacionalista Pujol ha hecho
emerger de las profundidades enormes dosis de impostura en no pocos políticos y
comentaristas que parecen recién caídos del guindo tras décadas mirando para
otro lado mientras la familia hacía
caja con las pingües comisiones que formaban parte de la normalidad empresarial
en medio del paisaje putrefacto de un oasis mantenido durante lustros por
tirios y troyanos gracias a una ley electoral hecha a la medida de las fuerzas
centrífugas.
No creo demasiado en las
casualidades. Que precisamente en el año clave para la ofensiva separatista y
pocos días antes de que el presidente de la Generalidad visite la Moncloa se
destape el escándalo conocido y tapado por tantos durante tanto tiempo, tiene
un tufillo a seria advertencia más que a descubrimiento policial, y me provoca
un asco inmenso por el desprecio y agravio que supone al resto de los españoles
que procuramos cumplir con nuestras obligaciones y no tenemos nada que ofrecer
para la “estabilidad” institucional de la nación.
Es precisamente la quiebra del
Estado de derecho que durante tantos años ha estado ausente de forma selectiva
en Cataluña y que tuvo quizás su faceta más turbia en la Sentencia del caso
Banca Catalana, la que me hace dudar que, una vez más, al final de esta
historia, y a cambio de frenar el proceso secesionista, hayamos de tragarnos
los demás el inmenso sapo de que las millonarias comisiones del 3% se hayan
convertido para la historia en una romántica y añeja masa hereditaria
tardíamente regularizada.
Parece claro que a Pujol y a su
familia se les ha acabado su rentabilísimo juego. Pero no apostaría a que sufrirán
como cualquier otro ciudadano el rigor de la justicia. Las cloacas del Estado
aprietan, pero no parece que ahoguen.
LFU