Hay que reconocer que Josif Stalin
sabía lo que hacía cuando apostó por el agit
prop sabiendo que así aseguraba la victoria a largo plazo del comunismo en
la batalla del lenguaje, una de las trincheras clave para lograr el poder.
Más de 60 años después de la
desaparición física del mayor genocida que han conocido los tiempos, cualquier
actuación violenta es calificada sistemáticamente de fascismo aunque provenga claramente de las filas del comunismo o
sus aledaños. A pesar de que el fascismo
se ha convertido en un fantasma residual con tintes xenófobos que poco tiene
que ver con las teorías de Marinetti y D’Anunzio, se crea así una íntima
asociación entre violencia y fascismo y entre intolerancia y fascismo, dejando
a salvo al comunismo que, pese a ser el movimiento político que más terror, muerte
y opresión ha sembrado sobre la faz de la tierra, sigue apareciendo socialmente
como una ideología más, equiparable a la socialdemocracia, el liberalismo o el
conservadurismo y por consiguiente, merecedora de general respeto. Nadie en su sano juicio se atreve a definirse
públicamente como “fascista”, mientras proliferan en España las demostraciones
públicas en las que se enarbolan alegremente banderas rojas con la hoz y el
martillo y los diputados de Podemos no disimulan a la hora de levantar el puño
izquierdo en el Congreso de los Diputados.
La última muestra la tenemos en
los recientes sucesos de la Universidad Autónoma de Madrid, en la que unos
encapuchados, de tinte claramente comunista impidieron violentamente una
conferencia de Felipe González. Pues a pesar de que todos ellos no ocultaban
provenir de los aledaños del mundo comunista, la prensa de forma unánime los
califica de “fascistas”, insulto que ha desplazado a cualquier otro en nuestro
panorama político y que sirve tanto para calificar –o descalificar- a los
violentos o intolerantes como para que éstos lo utilicen como sambenito de
cualquiera que no comulgue con sus ideales revolucionarios. Así podemos ver cómo mientras los alborotadores
llamaban fascista a González, los medios les llaman fascistas a ellos. A ver
quién lo es más.
Pero nadie les califica como lo
que son: COMUNISTAS. A estas alturas de la historia, el comunismo no ha pagado el precio político e histórico que corresponde a sus horrendos crímenes y aún hoy, a periodistas y políticos les produce pudor o temor reverencial utilizar el término como insulto o mera calificación. Produce estupor escuchar a comunistas como Pablo Iglesias hablar en nombre de “la gente”, del “pueblo” o de los “trabajadores”, con el bagaje criminal que el comunismo lleva a sus espaldas. No eran precisamente aristócratas ni capitalistas los 6 millones de campesinos ucranianos ni los 2 millones de las cuencas del Kubán, Don y Volga y de Kazajstán que murieron literalmente de hambre con terribles episodios de canibalismo en el Holodomor mientras la Unión Soviética exportaba grano y
cereales a manos llenas. No hacían otra cosa que seguir fielmente la enseñanza
de Lenin, quien no dudó en afirmar que “para
destruir la desfasada economía campesina, el hambre será el preludio del
socialismo y destruirá la fe, no sólo en el zar, sino también en Dios.”. Y no en vano fue el hambre, junto con el
terror y la esclavitud una de las señas de identidad del comunismo.
El comunismo se ganó a pulso, a
lo largo de todo el siglo XX, el principal puesto de horror en la historia del
exterminio de seres humanos. En el “Libro
negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997)”, escrito por
profesores universitarios e investigadores europeos y editado por el director
de investigaciones del equivalente al CSIC en Francia, se cifra en cerca de
cien millones de seres humanos las víctimas del comunismo contando las de la
Unión Soviética, República Popular China, Vietnam, Corea del Norte, Camboya,
África, etc. , afirmando que «puso en funcionamiento una represión
sistemática, hasta llegar a erigir el terror como forma de gobierno».
Con sus 20 millones de víctimas,
el padrecito Stalin, al que dedicaron
laudatorios poemas Neruda y Alberti, superó ampliamente a Adolfo Hitler en el
ranking del terror y la barbarie, pero a tenor de la reverencia y predicamento
que sigue teniendo el genocida georgiano entre los comunistas irreductibles,
podría decirse que eligió mejor a sus víctimas, entre los más miserables e
indefensos de la tierra.
Ya va siendo hora de llamar a las
cosas por su nombre y de que, al igual que sucede con el nazismo, nadie pueda
enarbolar con impunidad y sin vergüenza una bandera comunista en ningún país
del mundo, que representa sin lugar a dudas, el símbolo supremo de la mentira,
la opresión, el terror y la barbarie.
LFU