"Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero especialmente para los que no pueden congraciarse con la patria, porque carecen de pan y de justicia.". JOSÉ ANTONIO

24 de noviembre de 2016

A la Diputación de Sevilla

Reproduzco a continuación el escrito de Alegaciones presentado por D. José Utrera Molina ante la nueva proposición aprobada por la Diputación de Sevilla de retirarle la medalla de oro de la provincia.

 A LA DIPUTACIÓN DE SEVILLA

José Utrera Molina, mayor de edad, con domicilio a efectos de notificaciones en Madrid, ante la Diputación Provincial de Sevilla comparezco y como mejor proceda en Derecho DIGO:

Que con fecha 15 de noviembre de 2016 se me ha notificado el acuerdo plenario de esa Corporación en sesión ordinaria de 29 de septiembre referida a la proposición conjunta de los Grupos IU-LV-CA y Participa Sevilla de 26 de septiembre de 2016, sobre el inicio del expediente para la retirada de la medalla de Oro de la Provincia a mi persona, confiriéndome el traslado por quince días para que, de considerarlo oportuno efectúe las alegaciones que estime pertinentes, por lo que mediante el presente escrito paso a evacuar el traslado conferido en tiempo y forma de conformidad con las siguientes


ALEGACIONES

Primera y única.- Resulta casi imposible el empeño de tratar de rebatir una proposición como la que se me comunica y atañe, que lejos de ser el resultado de una reflexión serena y cabal, basada en argumentos jurídicos, rezuma un odio visceral hacia mi persona, hacia mi trayectoria política y hacia mis propias creencias ideológicas.  Me atrevo incluso a aventurar que muchos de los que han votado a favor de esa proposición no pueden compartir el torrente de odio y de intolerancia que destila.  Y debo confesar que me duele profundamente que ni uno solo de los miembros de esa diputación haya tenido el coraje y la dignidad de denunciar con su voto discrepante  lo que constituye una actuación sectaria por motivos estrictamente políticos. Allá cada cual con su propia conciencia.

Pero tengo una deuda moral, en primer lugar con los miembros de la Diputación Provincial que tuvieron a bien concederme esta entrañable distinción en el año 1969 y con los que fueron mis colaboradores en el Gobierno civil, que ya no están aquí para poder defenderse; en segundo lugar, con los miles de sevillanos que aún hoy siguen ofreciéndome innumerables y emocionantes muestras de gratitud que compensan con creces los ataques de los que soy objeto y, finalmente, con mi propia familia, que no merece que quede sin respuesta un ataque tan brutal, injusto y sectario, ni que mi silencio reste un ápice de aprecio a una de las distinciones que he ostentado con mayor orgullo en toda mi vida.

Quiero comenzar proclamando que el mayor honor que Sevilla me ha dado es el afecto y cariño  probado de muchos sevillanos de bien, del pasado y del presente, pobres y pudientes, de izquierda y de derecha, que fueron testigos de mi labor al frente de la provincia. No creo que pueda haber mayor recompensa para una labor de servicio y espero que algún día alguien reivindique lo que fue una etapa limpia y esforzada, con aciertos y errores, pero siempre llena de un amor inconmensurable a todo lo que Sevilla representa.

A mi edad sería ridícula vanidad aferrarme a mundanas distinciones, pues como decía San Juan de la Cruz, al atardecer de la vida tan sólo nos examinarán de amor. Por ello, jamás habría expuesto estas alegaciones si esta propuesta viniese motivada por una censura objetiva de mi labor como gobernador civil de la provincia durante los años 1962 a 1969 o de mi conducta posterior que de alguna manera pudiera desacreditar o desmerecer el honor concedido.  Pero a la vista está que, siendo estrictamente políticos los argumentos que se vierten en la citada proposición,  lo único que se pretende con esta medida es denigrar y borrar de la historia de Sevilla cuatro décadas de su historia dictando una verdadera damnatio memoriae sobre todo aquél que tuvo responsabilidades en el régimen nacido el 18 de julio de 1936, a quienes se insulta, calumnia y ofende de forma gratuita y con pavorosa impunidad.

Acaso Dios ha querido que yo permanezca aún en el mundo de los vivos, para defender la memoria de quienes ya no pueden hacerlo de los injustos ataques de quienes, diciendo representar al pueblo, han decidido erigirse en sanedrín de la historia de su tierra repartiendo credenciales de buenos y malos a cuantos les han precedido, sin legitimidad alguna para ello.

Resulta paradójico que quienes se erigen en defensores de derechos y libertades fundamentales y reparten credenciales de demócrata, se manifiesten ante el pueblo calumniando, como lo hacen de forma grave en la proposición aprobada por esa Diputación.  Albert Camus afirmó con lucidez que “la libertad consiste en primer lugar, en no mentir”. Y mal se defienden la libertad y los derechos si bajo su invocación se miente clamorosamente.

Miente quien afirme que durante mi etapa como gobernador civil de la provincia se torturase, denigrase o detuviese impunemente a ningún sevillano por el hecho de ser demócrata o por motivos políticos o ideológicos. No puedo responder de lo que sucediese antes o después, pero puedo asegurar que jamás ordené o toleré tal cosa y resultaría bien fácil a los proponentes, de haberse producido, poner nombres y apellidos, fechas y circunstancias a cada caso. Dicha acusación, por consiguiente, no es más que una afirmación calumniosa sin base o evidencia alguna.  Por el contrario, sí recuerdo que con motivo de una visita del entonces Jefe del Estado a la provincia, el jefe de policía me preguntó si debían proceder a la detención temporal de determinados individuos que, habiendo cumplido graves condenas de cárcel se habían destacado por su oposición al régimen. Debo confesar que me sorprendió  la propuesta, que rechacé de plano por cuanto todos ellos eran personas que habían cumplido con sus responsabilidades penales, ordenando que en lo sucesivo no se molestase a esas personas. Días después, uno de aquellos ex convictos, el célebre militante socialista Urbano Orad de la Torre –aquél que repartió por primera vez las armas a las milicias el 19 de julio de 1936 en Madrid y dirigió el asalto al cuartel de la montaña- solicitó audiencia en el Gobierno civil para agradecerme personalmente dicho gesto.  Jamás olvidaré aquella entrevista que fue el germen de una entrañable amistad que sólo la muerte pudo romper. Podría poner muchos ejemplos parecidos, y no me dejarán mentir quienes desde el mundo sindical en la clandestinidad fueron mis oponentes más tenaces a quienes recibí en mi despacho en diversas ocasiones sin que nadie les pusiese una mano encima.

Desde el 14 de agosto de 1962 en que tomé posesión del Gobierno civil de Sevilla hasta el 29 de octubre de 1969 en el que se publicó mi cese, tuve el  honor de servir a los sevillanos con mayor o menor acierto, pero siempre con absoluta entrega. Y en vista de que en el alegato que se me ha notificado se realizan gruesas acusaciones con carácter genérico y de forma gratuita, sin aportar prueba alguna que las sustente, me veo en la obligación de aportar a esa Diputación algunos datos que sin duda sí debieron ser considerados por quienes en el año 1969 ocupaban los mismos sillones desde los que ahora se me insulta.

Permítanme, por tanto, que me remonte a mi memoria para que quede para la posteridad este pliego de descargos que no es sólo mío, sino de todos aquellos que conmigo sirvieron a la provincia de Sevilla durante una etapa ciertamente fructífera.

Confieso que no fue fácil para un malagueño penetrar en el alma de Sevilla y ser aceptado por los sevillanos. Pero puedo decir con legítimo orgullo que, a pesar de todos mis miedos, Sevilla me acogió primero y me hizo sentir después parte inseparable de esta tierra. Aquí hicimos posible durante ocho años la transformación de una ciudad que adolecía aún de muchas y graves diferencias sociales.  Eran años en los que había tanto por hacer, que le faltaban horas al día y a la noche para lograrlo, pero todo reto puede alcanzarse con entrega e ilusión.  Se crearon barriadas enteras y en los años que duró mi etapa en el gobierno civil se entregaron 10.491 viviendas sociales a gentes necesitadas.  Conseguimos que miles de familias que vivían en infraviviendas o en corrales de vecindad en situaciones lamentables, pudieran tener por fin un hogar digno.  Construimos más de 400 nuevas escuelas en toda la provincia y se erradicaron un total de 34 núcleos chabolistas.  Mientras tanto, en los pueblos de la provincia y a través del Patronato para la Vivienda Rural, conseguimos erradicar multitud de insalubres chabolas y se construyeron modestos hogares luminosos. Durante este mismo mandato, se construyeron más de 2.000 unidades escolares (incluyendo 52 unidades de dedicación especial y 70 escuelas hogar), con más de 80.000 puestos escolares (cuarenta alumnos por unidad escolar). Todo esto exigió un inmenso esfuerzo personal por la dificultad de encontrar medios materiales para cumplir estos objetivos que parecían casi inalcanzables. Pero mis colaboradores y yo estábamos muy lejos de dejarnos ganar por el desencanto y, afortunadamente, siempre mantuvimos como meta la verdadera justicia social.

Todos estos datos sí son fácilmente contrastables para cualquier miembro de esa Diputación que tenga interés en conocer la verdad por encima de manipulaciones y calumnias alentadas por motivaciones políticas escasamente ilustres. Ahí está la hemeroteca y los archivos de la propia Diputación, que no me dejarán mentir.

Recuerdo con especial cariño y satisfacción cómo conseguimos salvar in extremis los puestos de trabajo de la empresa Los Certales, consiguiendo del Director General de Renfe los pedidos necesarios para asegurar la continuidad de una empresa en trance de cerrar. Presumo también que los señores diputados desconocen la repercusión que tuvo la primera sanción que conseguí imponer a un rancio aristócrata sevillano que mantenía sus tierras incultas en el mismo Aljarafe, con el daño social que ello suponía. Y seguro que si bucean en las hemerotecas, podrán conocer la sanción que impuse a un conocido empresario sevillano (250.000 pesetas de entonces) que se permitía el lujo o el capricho de no pagar a sus trabajadores con el grave conflicto social que ello creaba. Pero tampoco puedo olvidarme de aquellas noches que mis colaboradores y yo pasamos a la intemperie junto a familias que se habían quedado sin hogar tras las inundaciones de 1962 hasta que conseguimos del Ministerio de la Vivienda su realojo en viviendas de nueva construcción.  Esta era la clase de “represión” que ejercíamos sobre los sevillanos los que teníamos entonces la responsabilidad de su gobierno.

Se me acusa también de “totalitario” durante el desempeño de mis funciones, acusación que no se compadece en modo alguno con la realidad. Sobre esto, también voy a contarles algo. Durante mi etapa como gobernador civil mantuve frecuentes contactos con los líderes sindicales que representaban la oposición al régimen. Dichos contactos solían prolongarse durante muchas horas. Intenté afanosamente concretar acuerdos y fomentar conciliaciones, pero las posibilidades de entendimiento eran sistemáticamente abortadas por quienes, más allá de sus aspiraciones laborales, no estaban dispuestos a conceder nada a quienes representábamos al sistema. Soporté con decepción y no poca amargura reacciones que mostraban un ímpetu de rencor y de revancha de quienes inequívocamente delataban una voluntad decidida de derribar el régimen político, pero jamás interrumpí la vía del diálogo, a pesar de que con frecuencia me encontré con posturas maximalistas que no respondían a la defensa de los intereses de los trabajadores, sino a una motivación fundamentalmente política.

He de reconocer que muchos de los líderes de Comisiones Obreras actuaron a cara descubierta, con coraje y plena convicción. Recuerdo entre ellos a Eduardo Saborido Galán, a Fernando Soto Martín y a Francisco Acosta Orge. Nunca los vi arredrarse ante las dificultades de sus empeños ni abatidos ante los riesgos que soportaban. A ellos podía asistirles el derecho a combatir aquél sistema, pero yo tenía el deber ineludible de defenderlo.

Existió también otra oposición, de carácter minoritario, pero la que protagonizaron  los comunistas fue la que acudió a la calle más activamente para proclamar sus objetivos y reivindicaciones. Siempre he creído que los hombres capaces de luchar con valor por una idea, aunque yo la conceptuara equivocada, merecen el mayor respeto y yo jamás se lo regateé.

Se me acusa también de falangista, como si el hecho de serlo me desacreditara públicamente. Pero en este caso no puedo ni voy a defenderme porque quiero afirmar con orgullo y la cabeza bien alta, que he sido, soy y seré mientras viva, falangista. No creo que haya existido un ejemplo más limpio de nobleza en la política que la de José Antonio Primo de Rivera, que hizo de la justicia social una bandera superadora de las hemiplejias de una derecha montaraz e insolidaria y de una izquierda marxista y revolucionaria. Debo proclamar en este momento que quien más ha agradecido el empeño de mi vida política no han sido los poderosos de mi tiempo, sino gentes sencillas: banderilleros, vendedores en puestos de la calle, presos de origen político o no a los que tuve la fortuna de poder ayudar. Capataces de fincas, hombres de campo, gentes sencillas que testimonian sin alharacas que el ideal joseantoniano de justicia social y reconciliación nacional por el que ahora se me trata de condenar, fue nuestro verdadero afán.

Y finalmente se me acusa con especial crudeza de ser leal a la memoria del anterior Jefe del Estado, Francisco Franco Bahamonde, a quien se le dirigen toda clase de insultos, pese a que ya está desde hace más de 41 años sometido al juicio de Dios y de la historia. Que la lealtad y la coherencia política sean consideradas un descrédito, dice mucho del talante democrático de quien formula la acusación. Pero no me arrepiento ni me arrepentiré jamás de haber servido a España y en este caso, al pueblo de Sevilla, bajo el mandato de un hombre excepcional al que algún día, cuando el tiempo deje pasar la tormenta de las pasiones y la objetividad se abra paso entre las nubes del odio y del rencor, se reconocerá como uno de los mejores gobernantes que ha tenido España, dejando a su muerte una nación mucho mejor, más fuerte, justa y cohesionada que la España rota de la que tuvo que hacerse cargo en una de las horas más trágicas de su historia.

Finalmente se hace referencia a un supuesto proceso contra mí instruido por una juez argentina del que hasta la fecha no he tenido conocimiento alguno salvo por la prensa, pues es inmensamente mayor el empeño publicitario que han puesto sus promotores que su rigor jurídico - que es ninguno-, urdiendo una iniciativa política dirigida en la sombra por quienes en España no pudieron llevar a término su inicua y prevaricadora instrucción penal, por carecer a todas luces de fundamento legal alguno. Pero por no rehuir ninguno de los aspectos que tan apasionadamente se vierten en esa proposición, reitero en este momento que entre mis responsabilidades públicas en el gobierno de la nación jamás estuvo la de dictar sentencias o condenas de ninguna clase, ni siquiera la de su validación o consentimiento, pues tales competencias estaban claramente delimitadas por la legalidad vigente.

En definitiva, la proposición aprobada, lejos de ofrecer argumentos relativos a cualquier circunstancia de mi persona que pudiera desacreditar el honor o distinción concedida, se basa en mi propia biografía política, en las responsabilidades que ostenté y fundamentalmente, en el hecho de haberme mantenido fiel a mis principios, es decir, que no he renegado de mis ideas, ni de mis lealtades, pese a que éstas se encuentren hoy a años luz de lo políticamente correcto.

El acuerdo de la Diputación no discute en modo alguno los méritos que pudieron tenerse en cuenta por la Diputación al tiempo de concederme la medalla. Ni siquiera se molesta en tomarlos en consideración, sino que parte de la premisa absolutamente mendaz y aberrante de que ni yo ni ninguna de las personas que sirvieron a España desde cualquier cargo público entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975 pudo realizar labor positiva alguna por su pueblo, ciudad o su nación ya que todos ellos participaban de la supuesta maldad de aquél sistema, salvo claro está, aquellos que decidieran posteriormente abjurar de sus principios y creencias. Es tal el desafuero, es tan grande la injusticia que ello supone para muchos de aquellos alcaldes y cargos públicos de aquella época, muchos de los cuales no querían serlo por las cargas que implicaba su servicio, que no podría yo dormir tranquilo si permaneciese en silencio mientras se ofende de esta forma tan cruel e injusta su memoria y el recuerdo de su buen hacer.

Si los miembros de la Diputación deciden con la fuerza de sus votos –que no de la ley- retirarme la medalla que hace más de 40 años tuve el honor de recibir, lo harán por odio, ignorancia y animadversión política a las ideas que represento y a la España en la que tuve el honor de servir, en un ejercicio sublime de sectarismo histórico, pero no podrán decir jamás que con mis palabras o mis hechos haya podido yo desacreditar jamás el honor que me concedieron sus predecesores. Podrán decir que no he cambiado de bandera y tendrán razón, pero yo siempre podré mirar atrás con la íntima satisfacción del deber cumplido, sobre todo, con aquellos sevillanos que más lo necesitaban.

Hasta el último aliento de mi vida, con medalla o sin ella, llevaré a Sevilla en mi corazón y pido a Dios que derrame su bendición sobre esta tierra a la que entregué los mejores años de mi vida y sobre todos y cada uno de los miembros de esa Diputación, especialmente a los que me odian sin conocerme, a quienes de todo corazón perdono.

Termino invocando de nuevo a Camus y haciendo mía su afirmación de que “existe una filiación biológica entre el odio y la mentira” y advirtiendo con él a todos y cada uno de ustedes que “allí donde prolifere la mentira, se anuncia la tiranía.” Con esta advertencia y el ferviente deseo de concordia para todos, me despido con este soneto que es expresión viva de mi más profundo sentimiento hacia esa tierra.

SEVILLA

Toda la luz del mundo derramada
en la bóveda azul de tu ancho cielo.
Sevilla es lumbre, manantial y suelo
de una esperanza en el dolor labrada.

Yo te llevo por dentro de mis venas
en brazos de mi afán enamorado.
Mi corazón en vilo, alborotado,
palpitando en el borde de tus penas.

Parece que fue ayer y ya es mañana.
Mi tiempo en las orillas de tu río
se ha dormido detrás de mi ventana.

Empañada con gotas de rocío,
tu imagen entre estrellas se desgrana
con ramos de azahar en mi albedrío.



16 de noviembre de 2016

José Antonio, modelo de nobleza

Artículo publicado en Historia en Libertad
Fue Enrique de Aguinaga quien acertadamente ha definido a José Antonio como arquetipo. Y si contemplamos su figura y su trayectoria cuando se cumplen 80 años de su asesinato “legal” por el gobierno de la II República, su condición de modelo se agiganta con la simple comparación con los políticos que padecemos en la España de la segunda restauración.
La vida política de José Antonio es lo menos parecido a la historia de una ambición. Muy al contrario, es la nobleza la verdadera fuerza motriz que impulsa todo su itinerario político y frustra sus planes de dedicarse por entero al ejercicio del derecho. Porque la verdadera vocación de José Antonio era la de abogado, profesión que jamás abandonó del todo y en la que brilló con luz propia desde sus primeras actuaciones profesionales hasta la extraordinariamente lúcida y rigurosa defensa que de sus hermanos, su cuñada y de él mismo realiza ante el Tribunal Popular de Alicante que le condenaría a muerte, no en función de un criterio jurídico sino en el cumplimiento de las órdenes políticas del gobierno de la República.
Esa nobleza es la que le lleva a asumir desde muy temprano la defensa de su apellido frente a los despiadados e injustos ataques de los que está siendo objeto la obra de su padre, con una elegancia y un estilo que serán siempre su seña de identidad. Sirva como muestra su impecable réplica al Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Sr. Bergamín, ante una velada insinuación a su apellido en la Sala del Tribunal Supremo:
“En cuanto a mí, señor Bergamín, que nunca olvido ni olvidaré mi apellido y cuanto debo de cariño y respeto a quien me lo ha dado, lo sé perder en cuanto visto esta toga. Si alguna antipatía, recelo o rencor tiene con él Su Señoría, debió también haberlo olvidado, pues aquí no somos más que dos letrados que vienen a cumplir su misión sagrada de pedir justicia para el que la ha menester y hemos dejado—yo por lo menos lo hago siempre—con el sombrero y el gabán en la Sala de Togas, cuanto sea ajeno a nuestra misión—la más divina entre las humanas—para revestirnos, con este ropaje simbólico, de la máxima serenidad, la máxima cordura, la máxima pureza.”
Es esa noble causa y no ninguna ambición de poder –que podía ser legítima- la que le lleva poco a poco a entrar en política para defender, primero, la memoria y la obra de su padre, para formular después con enorme brío y patriótica emoción, la síntesis de un movimiento político que superase la secular hemiplejia de los partidos políticos al uso; es ese impulso cabal el que lleva al joven Marqués de Estella a granjearse la antipatía de rancios caciques y ociosos señoritos para defender con pasión una justicia social superadora de la lucha de clases, para defender en definitiva, frente a la insolidaridad de una derecha con resabios caciquiles, el sueño de la patria el pan y la justicia, pero especialmente para los que no tenían pan, pues carecían de patria y de justicia.
Con apenas 30 años, el joven José Antonio inaugura un lenguaje nuevo. En la atmósfera turbia y espesa de la república se abre paso el ímpetu de su movimiento por su frescura y sobre todo, por su estilo, que comienza a granjear la antipatía de tirios y troyanos. Al recelo y antipatía de la derecha, pronto se le une el odio frontal de una izquierda violenta, sectaria y marxista que no tarda en causar las primeras bajas entre sus jóvenes falangistas. José Antonio, el hombre de fe, se resiste hasta la contumacia frente a quienes lo empujan a la venganza porque adivina en el horizonte los negros presagios de la espiral de violencia que comenzaba a sembrar de sangre los pueblos de España. Era perfectamente consciente de su responsabilidad sobre unos jóvenes que estaban dispuestos a seguirle hasta la muerte.
Es entonces, en respuesta a voces amigas que le aconsejan retirarse y volver a cultivar con sosiego su vocación primera, cuando la nobleza de espíritu aparece de nuevo como resorte para contestarles: “me sujetan los muertos”. Y es que su vida estaba ya irremisiblemente ligada al sacrificio de los que cayeron por una bandera que él mismo había llamado a defender alegre y poéticamente.
Todavía tendría tiempo de dejar en el mundo de los vivos un testimonio estremecedor de su nobleza de espíritu. Fueron tal vez sus últimas horas las que encumbran definitivamente en el olimpo de la historia a un hombre cuya memoria debería ser patrimonio común de todos los españoles. Desde la sinceridad con la que se despide de su amigo Rafael Sánchez Mazas: “Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y describiendo una macabra pirueta (…) Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de sacramentos y recomendaciones de alma, es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional…” , a la profesión de fe hacia su tía Ma: “Dos letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. (…) Dentro de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez, que me ha de mirar con ojos sonrientes”. Y, finalmente la sublime declaración de su testamento: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia”.
A José Antonio no le han hecho justicia los unos ni los otros. Ni los que quisieron mitificarlo olvidando que era un hombre y orillando parte sustancial de su doctrina, ni los que siguen odiando su nombre porque jamás quisieron entender su mensaje. José Antonio era la negación del sectarismo, la perfecta síntesis de la revolución y la tradición, epítome de la elegancia y el estilo y en definitiva, de la nobleza en lo político y en lo personal. Pero sobre todo, un ejemplo de un español orgulloso de serlo y sentirlo hasta el final, del que todo español cabal debiera sentirse orgulloso, porque por encima de sus ideales, José Antonio es patrimonio común de todos los españoles.

Luis Felipe Utrera-Molina

27 de octubre de 2016

El odio cabalga sin bridas. Por José Utrera Molina


No hay calificativo suficiente para valorar el daño histórico y moral que todavía se sigue produciendo en España en virtud de la ley de memoria histórica, alumbrada por Rodríguez Zapatero y mantenida por Rajoy.  La lógica de esa ley –si es que alguna tiene- está visceralmente quebrantada. Ya hace años que aquél nefasto gobernante ofreció en bandeja de plata a Santiago Carrillo el derribo ilegal de la última estatua de Franco que había en Madrid, como regalo de cumpleaños. Posteriormente, han ido cayendo uno tras otro cientos de monumentos o placas que hagan relación a cualquier personaje que tuviera alguna relación con la media España que no se resignó a ser pisoteada por el comunismo en 1936.  En Barcelona, se expone para público aquelarre la figura de un Franco decapitado para alborozo de unos pocos cobardes que dan rienda suelta a sus más bajas pasiones. En otros lugares se amenaza expresamente a Ayuntamientos con la retirada de subvenciones haciendo oídos sordos a la voluntad de los vecinos de mantener su identidad y su historia.

Mientras todo esto tiene lugar ante la indiferencia de la mayoría, se mantiene afrentosamente el público homenaje a los verdaderos causantes de la guerra civil, Prieto y Largo Caballero,  golpistas en el 34 y revolucionarios en el 36, quienes pisoteando el derecho, por cobardía o convicción quisieron entregar España a la Internacional comunista. Y el Ayuntamiento de Madrid, no contento con eliminar de su callejero todo nombre que pudiera recordar al régimen anterior o a los que lucharon en el bando nacional, va a dedicar un espacio público al siniestro Teniente Castillo, instructor de las milicias del Frente Popular y mito del ejército rojo. En definitiva, los que buscamos y quisimos la reconciliación, hemos terminado recibiendo la revancha de mano de los que no están dispuestos a olvidar su derrota.


 Pero nadie dice nada. No existe una pública denuncia de tan  burdo sectarismo.  ¿Cómo es posible que no haya un clamor para denunciar tamaña felonía?  ¿Es que los españoles hemos perdido, ya no el instinto sino la mínima razón, que endereza la figura del ser humano?.  

Hoy vuelven a estar de moda las corrientes más criminales y canallescas de nuestra historia. Vuelven orgullosos y desafiantes los puños en alto y las banderas rojas se despliegan ufanas, ante la cómoda indiferencia de una mayoría silenciosa.  Mientras tanto, los hijos y los nietos de tantos miles de españoles que dieron su vida por Dios y por España, permanecen agazapados, silentes, consintiendo que se injurie públicamente la memoria de sus antepasados, que profanen sus tumbas y borren su recuerdo de la memoria colectiva.

Yo tengo ya demasiada edad para luchar sólo contra esta tremenda injusticia. Pero  mientras el pozo de odio está completo y vierte sus excrementos sobre la Historia, los que guardamos todavía el recuerdo de una España grande y limpia, preferimos morir a contemplar con indiferencia y cobardía la victoria de la mentira y la escandalosa manipulación de nuestro pasado más reciente.

Yo me declaro en pública rebeldía contra esta ley sectaria que levanta muros entre hermanos y aventa de nuevo las arenas ensangrentadas de otro tiempo y de otra época.  Pocos escucharán mi clamor, pero quisiera morir con la certidumbre de que hasta el último momento de mi vida, he respetado la verdad y he rechazado el odio. Un odio que se ha convertido en torrente sin que se levante una mínima pared, un endeble muro que contenga el atroz mensaje de indignidad que representa la Ley de la Memoria Histórica.


JOSÉ UTRERA MOLINA

20 de octubre de 2016

"COMUNISTAS"·


Hay que reconocer que Josif Stalin sabía lo que hacía cuando apostó por el agit prop sabiendo que así aseguraba la victoria a largo plazo del comunismo en la batalla del lenguaje, una de las trincheras clave para lograr el poder.

Más de 60 años después de la desaparición física del mayor genocida que han conocido los tiempos, cualquier actuación violenta es calificada sistemáticamente de fascismo aunque provenga claramente de las filas del comunismo o sus aledaños.  A pesar de que el fascismo se ha convertido en un fantasma residual con tintes xenófobos que poco tiene que ver con las teorías de Marinetti y D’Anunzio, se crea así una íntima asociación entre violencia y fascismo y entre intolerancia y fascismo, dejando a salvo al comunismo que, pese a ser el movimiento político que más terror, muerte y opresión ha sembrado sobre la faz de la tierra, sigue apareciendo socialmente como una ideología más, equiparable a la socialdemocracia, el liberalismo o el conservadurismo y por consiguiente, merecedora de general respeto.  Nadie en su sano juicio se atreve a definirse públicamente como “fascista”, mientras proliferan en España las demostraciones públicas en las que se enarbolan alegremente banderas rojas con la hoz y el martillo y los diputados de Podemos no disimulan a la hora de levantar el puño izquierdo en el Congreso de los Diputados. 

La última muestra la tenemos en los recientes sucesos de la Universidad Autónoma de Madrid, en la que unos encapuchados, de tinte claramente comunista impidieron violentamente una conferencia de Felipe González. Pues a pesar de que todos ellos no ocultaban provenir de los aledaños del mundo comunista, la prensa de forma unánime los califica de “fascistas”, insulto que ha desplazado a cualquier otro en nuestro panorama político y que sirve tanto para calificar –o descalificar- a los violentos o intolerantes como para que éstos lo utilicen como sambenito de cualquiera que no comulgue con sus ideales revolucionarios.  Así podemos ver cómo mientras los alborotadores llamaban fascista a González, los medios les llaman fascistas a ellos. A ver quién lo es más.

Pero nadie les califica como lo que son: COMUNISTAS. A estas alturas de la historia, el comunismo no ha pagado el precio político e histórico que corresponde a sus horrendos crímenes y aún hoy, a periodistas y políticos les produce pudor o temor reverencial utilizar el término como insulto o mera calificación.  Produce estupor escuchar a comunistas como Pablo Iglesias hablar en nombre de “la gente”, del “pueblo” o de los “trabajadores”, con el bagaje criminal que el comunismo lleva a sus espaldas.  No eran precisamente aristócratas ni capitalistas los 6 millones de campesinos ucranianos ni los 2 millones de las cuencas del Kubán, Don y   Volga y de Kazajstán que murieron literalmente de hambre con terribles episodios de canibalismo en el Holodomor mientras la Unión Soviética exportaba grano y cereales a manos llenas. No hacían otra cosa que seguir fielmente la enseñanza de Lenin, quien no dudó en afirmar que “para destruir la desfasada economía campesina, el hambre será el preludio del socialismo y destruirá la fe, no sólo en el zar, sino también en Dios.”. Y no en vano fue el hambre, junto con el terror y la esclavitud una de las señas de identidad del comunismo.

El comunismo se ganó a pulso, a lo largo de todo el siglo XX, el principal puesto de horror en la historia del exterminio de seres humanos. En el “Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997)”, escrito por profesores universitarios e investigadores europeos y editado por el director de investigaciones del equivalente al CSIC en Francia, se cifra en cerca de cien millones de seres humanos las víctimas del comunismo contando las de la Unión Soviética, República Popular China, Vietnam, Corea del Norte, Camboya, África, etc. ,  afirmando que «puso en funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir el terror como forma de gobierno»
Con sus 20 millones de víctimas, el padrecito Stalin, al que dedicaron laudatorios poemas Neruda y Alberti, superó ampliamente a Adolfo Hitler en el ranking del terror y la barbarie, pero a tenor de la reverencia y predicamento que sigue teniendo el genocida georgiano entre los comunistas irreductibles, podría decirse que eligió mejor a sus víctimas, entre los más miserables e indefensos de la tierra.

Ya va siendo hora de llamar a las cosas por su nombre y de que, al igual que sucede con el nazismo, nadie pueda enarbolar con impunidad y sin vergüenza una bandera comunista en ningún país del mundo, que representa sin lugar a dudas, el símbolo supremo de la mentira, la opresión, el terror y la barbarie. 


LFU

22 de septiembre de 2016

Un error histórico: la supresión del Servicio Militar Obligatorio. Por José Utrera Molina



Soy un veterano defensor de las virtudes verdaderamente excepcionales que constituyen el núcleo central del Ejército español. Yo fui en época lejana, oficial de la Milicia Universitaria, pero tengo en mi modestísima historia ejemplos de militares realmente ilustres que murieron heroicamente en nuestra contienda africana y que después en uno y otro bando mostraron la generosidad de su valor y el empeño en servir el color de unas banderas. Yo viví intensamente mi etapa militar en Granada. Si alguien me preguntara qué parte de mi vida me gustaría revivir, yo afirmaría que las horas que pasé sirviendo al Ejército español. Supe entonces de las deficiencias de las estructuras que entonces conformaban el Ejército en general y me esforcé junto a otros compañeros en limar aquellos aspectos que podían ennegrecer el sentido de la milicia. Yo la viví intensamente junto a mis soldados, a los que todavía recuerdo y me ofrecen en una lejanía misteriosa, el homenaje de sus recuerdos y la referencia a tareas ejemplares.

Mi propia experiencia, la vivida a través de mis hijos y mi relación con muchos altos jefes del Ejército español me hicieron ver la necesidad de modernizar sus estructuras y realizar transformaciones estructurales que evitasen que el servicio militar obligatorio quedase como un tiempo perdido en la vida de los jóvenes.  Pero nunca pensé que todo un ministro de España pudiese despacharse llamando “puta mili” al servicio militar obligatorio al tiempo de liquidar una de las conquistas más razonables de la revolución francesa como precio para obtener el apoyo puntual del separatismo catalán y corrupto.

Discrepo fundamentalmente con los elogios que el Sr. Rupérez hace en su tribuna de hoy en ABC a la liquidación del Servicio Militar Obligatorio, precisamente cuando otros países de nuestro entorno, como Francia y Alemania, vuelve a poner sobre el tapete la conveniencia de recuperarlo como elemento vertebrador de la nación ante la crisis de identidad que padecen.  Lo que el Gobierno Aznar vendió como una liberación para los jóvenes no era sino la claudicación del Estado renunciando a uno de los instrumentos más relevantes para la formación de los jóvenes en la conciencia de pertenecer a una nación y su compromiso con su defensa.

Traté con soldados que cambiaron totalmente su vida después de permanecer en los cuerpos de los diferentes ejércitos. Algunos eran analfabetos y salieron de las filas del Ejército siendo caballeros bien templados. Otros, oriundos de pueblos remotos que salieron por primera vez de sus terruños descubriendo la rica variedad de nuestra patria. Todos aprendían por primera vez el valor del servicio y del sacrificio, las virtudes y servidumbres de la disciplina y la importancia del juramento a la bandera, convertido en un verdadero sacramento laico que marcaba la vida de cada joven español.  Los que reclamaban su liquidación sabían muy bien lo que hacían y los que la aceptaron pagaron un altísimo precio por el apoyo que recibieron con el patrimonio de todos los españoles.  Aquellos apóstoles de la modernidad dilapidaron en un juego de naipes lo que había representado de ejemplaridad y de educación el Servicio Militar Obligatorio y la trascendencia del mismo como elemento vertebrador de la nación.

Que el alistamiento a la milicia tenía indudables defectos era evidente. Debieron reducirse y concentrarse los tiempos de permanencia y dotar de una mayor operatividad al período de servicio, intensificando la formación profesional y técnica de cara a su utilidad profesional al término del servicio.  

Soy lo suficientemente generoso para calificar de error muy grave y de funestas consecuencias aquella decisión dictada por la irritante frivolidad del Sr. Trillo y la irresponsabilidad histórica del Sr. Aznar, al que faltó perspectiva y sobró soberbia. Desde luego que no fue una medida ejemplar, sino populista. Ejemplar hubiera sido remangarse y reformar a fondo el servicio militar para conjugar las necesidades de modernización del ejército con la necesaria vertebración territorial de nuestra patria y la nueva realidad social de la juventud. Pero era fácil vender como circo lo que no fue sino una vergonzante claudicación ante quienes pretendían socavar la unidad de España.

Respeto por supuesto la opinión del Sr. Rupérez expuesta en esa tribuna, pero no la comparto y alzo nuevamente mi voz para evitar que se silencie el clamor de quienes creemos que España debería recuperar, convenientemente actualizado, el servicio militar de todos los jóvenes españoles, corrigiendo así un error histórico que no ha servido sino para poner en cuestión la integridad futura de España. El derecho y el deber de defender a España sigue siendo un mandato constitucional que obliga a todos los españoles, pero que el Estado ha renunciado a garantizar. Y los resultados de su eliminación lejos de ser motivo de alabanza han de ser razón suficiente para comprender el alcance de errores irreparables.

Jose Utrera Molina

Alférez de la Milicia Universitaria y Cabo Honorario de la Legión

13 de septiembre de 2016

El imperio de la mentira

No hay duda de que el nuevo estalinismo del siglo XXI es la imposición de una determinada visión de la historia o de un proyecto social por decreto ley o por imposición de las mayorías parlamentarias. Los legisladores no buscan ya el bienestar y el progreso de los ciudadanos sino su aleccionamiento y uniformidad, para asegurarse la permanencia en el poder.

Buena prueba de ello son, por un lado, la ley de memoria histórica, que impone una visión maniquea y sectaria de la segunda república, guerra civil, posguerra y del régimen de Franco y las leyes LGTBI que pretenden imponer a niños y mayores un modelo de familia y sociedad al gusto del lobby homosexualista.

Decía Albert Camus que la mentira es el mayor enemigo de la libertad y precisamente de eso se trata, de amordazar voces y conciencias libres para así poder moldear a la sociedad a su antojo. Llueven las querellas contra cualquier prelado o sacerdote que se limite a predicar la doctrina católica sobre el amor y la familia, crece la agresividad contra la Iglesia católica y ya se están viendo alguno de sus frutos, como la quema de dos iglesias e imágenes sagradas. Por otro lado, no faltan las voces que pretenden acallar a cualquiera que ose decir que el alzamiento de 1936 no fue contra la república sino contra un proceso revolucionario marxista que había sepultado a la república desde 1934 y se propone la tipificación del delito de negacionismo en relación con el régimen de Franco, tratando de equipararlo al nazismo y no, por supuesto, al comunismo, que todos sabemos que era una arcadia feliz en la que murieron 100 millones de seres humanos por sus propias culpas.

“Me nefrego” era un lema del fascismo italiano de los años 20 para aglutinar el descontento de un pueblo en claro divorcio con su clase política. Me importa un bledo, su traducción más fidedigna y es que hay que perder el miedo ante la apisonadora progre que arrasa tranquilamente por donde pasa ante la inexistencia de obstáculos relevantes en una sociedad eminentemente cobarde y acomodaticia. Que nos llevan las querellas, que nos persigan por decir lo que pensamos, pero no podemos callarnos ni permanecer impasibles ante la destrucción deliberada y sistemática de todo un orden moral de principios.

Tenemos que decir en voz alta que el aborto es un crimen horrendo del que algún día se avergonzará la humanidad entera; que la única familia merecedora de protección es la formada por el matrimonio de un hombre y una mujer, que no sólo es el único acorde con la ley natural, sino que además asegura la continuidad de la especie; que no existe el derecho a tener un hijo sino el derecho de un hijo a tener un padre y una madre porque es la única forma en la que puede desarrollarse plenamente como persona, y que todo esto no entra en colisión con el debido respeto y consideración que cualquier homosexual se merece por su condición de persona y para nosotros, de hijo de Dios.

Tenemos que proclamar en voz alta que nuestros padres y abuelos no eran criminales al servicio de una tiranía; que se levantaron contra la imposición de una tiranía marxista que desencadenó la mayor persecución religiosa que recuerdan los siglos, con más de 8.000 religiosos asesinados y miles de templos arrasados; que ir a misa, tener un crucifijo o un rosario en casa era causa suficiente para ser condenado a muerte por un tribunal popular; que levantaron con esfuerzo e ilusión una España rota y miserable convirtiéndola en la novena potencia industrial del mundo, con un nivel de convergencia en términos de renta per cápita con el resto de Europa superior al 80%  y con la deuda pública en el 7,3 % del PIB; que en 1975 los españoles –salvo unos pocos radicales- ya estaban reconciliados y habíamos conseguido olvidar la guerra civil y que gracias a Zapatero y a sus secuaces se han vuelto a abrir unas heridas que habían dejado de sangrar hace décadas.

En esta lucha por la libertad no encontraremos amparo en ningún partido político, alineados todos en lo políticamente correcto y con pocas ganas de pisar callos incómodos. Los partidos de la derecha sociológica sólo se mueven por los sondeos por lo que, salvo que seamos legión, harán oídos sordos a nuestras inquietudes. Es la sociedad la que puede cambiar a estos partidos, ya que éstos han renunciado a cambiar la sociedad, dejando todo el proyecto social en manos de la izquierda, menos comodona y más comprometida.

Me importan una higa las prohibiciones estalinistas y la asfixiante imposición de los lobbies minoritarios. Pienso seguir siendo libre y proclamando lo que pienso. Cueste lo que cueste.


LFU

6 de septiembre de 2016

¡PAZ A LOS MUERTOS! por José Utrera Molina

El hombre vive siempre entre el estupor y el asombro, entre la sorpresa y el dolor, entre lo inconcebible y lo racional. Confieso que me he quedado corto. Recuerdo en mi niñez un acto público en el que  intervenían los representantes más cualificados de la comunión tradicionalista.  Recuerdo una de las frases que se grabaron en mi corazón: “era el mes de julio, el de las cerezas, y hasta los árboles de Navarra daban requetés”. ¿Dónde fueron -pregunto yo- alguno de los restos de aquellos tercios legendarios que murieron por el ideal de una patria distinta? ¿Dónde están hoy los descendientes de aquellos cuadros verdaderamente  prodigiosos que lucharon sin rencor y sin ira por una España diferente? ¿Acaso todos han muerto? ¡Qué pena!. Siempre he creído  que el temblor de la memoria en los muertos, apenas si podía olvidarse.

La vejez -decía Cicerón- es el espía de la muerte”. ¡Cuánto olvido doloroso e inútil hay en las páginas amarillentas de nuestro pasado!. La historia no es nunca una lección definitiva de ejemplos, sino más bien la referencia de la versatilidad, del cambio inútil, del regreso decadente de la situación aprovechada.

La pretensión del Ayuntamiento de Pamplona de exhumar en un acto de postrera y pública humillación  los restos mortales de los Generales Mola y Sanjurjo del panteón en el que llevan enterrados 80 años es una colosal vileza que confío no cuente con la complicidad más o menos encubierta de la autoridad episcopal y que, al menos,  ha tenido ya una respuesta gallarda de la familia de Sanjurjo a la que me desde aquí me uno emocionado.

Nunca creí –y eso que mi andadura política fue bastante larga- que el odio fuera una serpiente de cabeza tan afilada. Nunca creí que en España se pudieran  reabrir de forma tan miserable y tan canalla, 80 años después, las heridas de aquella triste y cruel contienda entre hermanos, utilizando para ello nada menos que las cenizas de los muertos.  Los huesos de Sanjurjo, Mola y de seis jóvenes requetés caídos en la contienda reposan en paz desde hace décadas en el monumento a los Caídos que el pueblo de Navarra levantó en su día y que el Ayuntamiento proetarra quiere convertir en sala de exposiciones. No se me ocurre mayor refinamiento en el odio ni en la crueldad, aunque no debería extrañarnos dado el jaez de la mayor parte de los ediles del consistorio. 

Echo de menos alguna voz relevante que censure este intento verdaderamente criminal, al menos por un imperativo ético elemental. Todos en silencio, todos enmudecidos. Pensando en las cenizas de los caídos podría decirse aquello que escribió Quevedo: “serán cenizas, más tendrán sentido, polvo serán, más polvo enamorado”. Sirviendo a una u otra causa, los combatientes de la Guerra Civil española no merecen un trato vejatorio de esta naturaleza. Es un desdén histórico intolerable, una ofensa gravísima a la esencia de la historia española. Por favor, dejen en paz a los muertos, que los vivos ya representan el aire tenebroso de otra escena. Yo no fui nunca requeté pero admiré la pureza de aquellos amigos míos, que marcharon a los frentes andaluces y volvieron envueltos entre nardos y claveles al cementerio de Málaga. Eran mayores que yo, pero con mis 90 años no les olvido, como  jamás he despreciado a los que luchaban en trincheras contrarias.

Ojalá  algún día, las cenizas de los caídos de uno y otro bando de los que lucharon en la Guerra Civil española rompan paredes, destrocen los muros y salgan otra vez a la calle a decir: “No, no es esto, por Dios”. Pido y exijo respeto a los españoles que murieron por una causa que ellos creyeron tan noble como para morir por ella y que hoy son escarnecidos por el odio y la indignidad por unos seres que no merecen –ni quieren- llamarse españoles. Yo, en mi insignificancia política, clamo hoy en contra de esta pretensión  y levanto mi brazo ante los  féretros que quieren profanarse, con el  dolor y la pena de que 80 años después las cenizas de unos muertos puedan envilecer de nuevo la concordia entre los españoles. ¡¡¡Por favor, Paz a los muertos!!!

José Utrera Molina
Cabo honorario de la Legión

5 de septiembre de 2016

¿A quién representan sus Señorías?


El sistema liberal parlamentario surgido de la Constitución de 1978 está basado teóricamente en el principio del mandato representativo en virtud del cual, la relación representativa de los diputados y senadores proviene de sus electores, sin que en el ejercicio de su función representativa quepa la imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter partidario. Es más, el artículo 67.2 de la Carta Magna prohíbe expresamente el mandato imperativo, si íoasbien dicha prohibición no está pensada tanto en el de los electores sino en el de los partidos políticos.

Pero la realidad es que los partidos políticos, verdadero “electorado” de diputados y senadores –cuyos sanedrines deciden quién se presenta y quién no- han convertido en papel mojado la norma constitucional, estableciendo en la práctica un férreo mandato imperativo sobre los representantes en Cortes, anulando de forma absoluta su carácter representativo, mediante sanciones y amenaza de exclusión.

Ello convierte a diputados y senadores en auténticas comparsas o mariachis perfectamente prescindibles, pues bastaría con que las direcciones de los partidos elegidos apretasen el botón correspondiente con el número de escaños obtenidos cada vez que toca votar y nos ahorraríamos los españoles el sueldo de 350 diputados y 266 senadores, más el gasto inherente a sus escaños.

Esta realidad incontestable adquiere tintes verdaderamente escandalosos en el actual escenario surgido del resultado dos elecciones sucesivas y a las puertas de unas terceras. Naturalmente sus Señorías han percibido puntualmente sus emolumentos y generosas indemnizaciones  por la disolución de las cámaras, pero salta a la vista que ninguno de los 350 diputados se considera concernido por la opinión de sus electores –y contribuyentes- sino que obedecen ciegamente las consignas de su verdadero electorado, que no es otro que la cúpula de su partido.  Ni una sola voz entre tantos parlamentarios –tampoco los que presumen de ser “las fuerzas del cambio” o “la nueva política”- se ha dignado alzarse para reivindicar el mandato representativo y tratar de desbloquear la situación, incluso enfrentándose al criterio de sus partidos. Ninguno de ellos siente el peso de otra responsabilidad que la de seguir sin rechistar la disciplina establecida por quienes han tenido la amabilidad de colocarlos en tan provechoso cargo. 

Siendo las cosas así, tal vez habría que plantearse si el sueldo de sus señorías debe salir del bolsillo del contribuyente o de las arcas de sus partidos, porque a éstos deben su escaño, sólo ante ellos responden y sólo a ellos obedecen.  Medios y analistas se rasgan las vestiduras ante la contumacia de los partidos en el actual bloqueo pero nadie denuncia el verdadero cáncer de nuestro sistema que no es sino la falta clamorosa de representatividad –y de dignidad- de los representantes del pueblo que asisten tan cómodos como impávidos al juego de estrategia de los jefes de sus partidos -quienes, con olímpico desprecio a España y a los españoles, sólo se guían por las perspectivas de poder- olvidando que las prebendas de su cargo vienen de su condición de representantes de la soberanía popular y son los ciudadanos los que empiezan a estar ya hasta las narices de tanta desvergüenza y falta de responsabilidad.

Más vale honra sin escaño que escaño sin honra, pero mucho me temo que se disolverán de nuevos las cámaras y no habremos visto a ni uno sólo de los 616 padres de la patria reclamar en voz alta su derecho y su deber de velar, antes que por los intereses de sus partidos,  por los intereses de España y de los españoles, a quienes en teoría representan y de quienes reciben sus pingües emolumentos.    

Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

Abogado

2 de septiembre de 2016

De vuelta de todo

Regreso de mi retiro nerjeño –durante el cual he evitado tanto la prensa como la televisión- y compruebo que pocas cosas han cambiado.

La situación de bloqueo político no es sino el reflejo purulento de la infección del bipartidismo, que seguramente saldrá reforzado tras un año de parálisis que no ha sido óbice para que sus señorías reciban pingües emolumentos e incluso generosísimas indemnizaciones por “despido”.

Me llegan noticias de que el Ayuntamiento pro-etarra de Pamplona pretende profanar los sepulcros de los generales Mola y Sanjurjo, pero con la ley en la mano y la oposición de las familias, tengo mis dudas –con reservas- de que finalmente puedan llevar a efecto tamaña vileza. Como es habitual, los malos suelen hacer las cosas mal y a veces no sirven ni para serlo, pero en esta España que vivimos toda barbaridad es verosímil.

Por otro lado, la ofensiva del lobby gay contra la libertad de pensamiento de los católicos no ha hecho más que empezar. Cuenta con la inestimable ayuda de la infumable e inconstitucional ley de la tatuada hortera Cristina Cifuentes y el silencio de algunas jerarquías eclesiásticas que parecen avergonzarse de la doctrina de la Iglesia y del derecho natural.

Otro curso comienza y promete ser intenso. Habrá que estar atento y no dejar de rezar. Sobre todo esto último. Encomendémonos a Santa Teresa de Calcuta que el próximo domingo llegará por fin a los altares.   

Un abrazo a todos


LFU

22 de julio de 2016

Millán Astray y Unamuno. Toda la verdad

La comisión de la "memoria" -mejor dicho de la desmemoria del Ayuntamiento de Madrid, propone sustituir la calle de Millán Astray por "Avenida de la Inteligencia". Una deliberada humillación basada en una mentira histórica profusamente aireada por la propaganda izquierdista sobre los sucesos del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, que desde hace mucho, historiadores serios como Angel David Martín Rubio,  Luis Togores y Luis Suárez, se han encargado de desmentir con datos incontestables. Reproduzco aquí el análisis de Moisés Domínguez Nuñez y Angel David Martín Rubio.  

Vencerán (por el momento, porque la Verdad siempre vencerá al final), pero no convencerán

LFU

12 de octubre en Salamanca
Pero la mayor sorpresa, y la que en buena parte ha motivado y orientado esta investigación, fue comprobar que los protagonistas de nuestra historia fueron testigos de excepción del episodio vivido el 12 de Octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca y acerca del que tanto se ha escrito, especialmente para desacreditar al bando nacional y a sus referentes ideológicos. Y es que los tres: falangista, requeté y legionario aparecen impávidos en la histórica fotografía que recoge el momento en que Unamuno abandona el edificio acompañado por el Obispo de Salamanca, don Enrique Pla y Deniel, todos ellos captados por la cámara en medio de una abigarrada multitud que saluda brazo en alto y parecen gritar consignas: una escenografía muy similar a la de tantos actos del momento recogidos por la prensa.

(1) Unamuno (2) Obispo Pla y Deniel (3, 4 y 5) Acompañantes habituales de Millán Astray
(1) Unamuno
(2) Obispo Pla y Deniel
(3, 4 y 5) Acompañantes habituales de Millán Astray
Podemos aducir al respecto unas palabras del periodista Jon Juaristi:
«En mi biografía de don Miguel (Taurus/Fundación Juan March, 2012), aduje que, en la fotografía tomada a la salida del paraninfo, el anciano rector aparece rodeado de jóvenes falangistas que cantan o gritan consignas brazo en alto, pero no lo acosan ni intimidanMás bien parecen darle escolta. ¿De quién o quiénes lo protegen? Obviamente, del general Millán Astray y de sus legionarios.
En su recientísimo libro –Historias de falangistas del sur de España. Una teoría sobre vasos comunicantes (Renacimiento, 2015), Alfonso Lazo Díaz observa exactamente lo mismo en la fotografía de marras. Diputado socialista desde1977 a 1996, Lazo volvió a sus tareas en la Universidad de Sevilla como profesor e investigador».
Es decir, que tan Jon Juaristi como Alfonso Lazo hacen una afirmación, a nuestro juicio sustancial, y que compartimos: que los jóvenes falangistas no acosan ni intimidan a Unamuno sino que gritan sus consignas y saludan brazo en alto, todo ello con más entusiasmo que agresividad.
Ahora bien, a la luz de lo que venimos exponiendo, la segunda parte de la cuestión tiene que recibir una respuesta radicalmente distinta. Y es que no solamente los falangistas no estaban protegiendo a Unamuno «del general Millán Astray y de sus legionarios» sino que eran éstos -y más concretamente la propia guardia personal y de confianza de Millán Astray- la que está ejerciendo con eficacia sus funciones de facilitar el acceso de la ilustre comitiva al vehículo dispuesto al efecto. Se puede comprobar, en efecto, que junto al coche, al que ya habría subido la esposa del Generalísimo, Carmen Polo (quien a instancias del propio Millán Astray sacó cogido de su brazo a Unamuno) aparecen el falangista, el requeté y el legionario que hemos visto, sistemáticamente junto el general en sus actos oficiales durante los meses de agosto y septiembre de 1936.
En síntesis, esta fotografía -poniéndola en relación con las que vimos en Cáceres y en tantos otros lugares- viene a respaldar la versión del suceso de Salamanca que da el propio Millán Astray y que, sustancialmente, fue expuesta por Luis E. Togores en su biografía del General (cfr. ob. cit. págs.. 202-203). Resulta también coincidente con los datos aportados por otros testigos presenciales. Así, José María Pemán recuerda que Unamuno se despidió de él «y ello demuestra que el ambiente no era tan arrebatado…» (ABC, Madrid, 26-noviembre-1964, pág. 3: La verdad de aquel día) y Ximénez de Sandoval califica la interrupción de Millán Astray «en tono de arenga militar» y rematada con el «¡mueran los intelectuales!». Pemán y Sáinz Rodríguez protestan… y el General rectifica: «¡los malos intelectuales!». Doña Carmen Polo de Franco sale del brazo de Millán Astray, con Unamuno al otro lado; los dos la despiden. «Millán se volvió a Unamuno y, como si nada hubiera pasado, dijo: ¡bueno, don Miguel, a ver cuándo nos vemos! Cuando usted quiera, mi general. Se dieron la mano. Y Millán, sin soltar la del glorioso escritor, gritó: ¡vamos, muchachos, el himno de Falange!» (cit. por José María GARCÍA ESCUDERO, Historia política de las dos Españas, Madrid: Editora Nacional, 1976, 1493-1484). Es fácil entender que los presentes respaldaron la invitación del general y continuaron cantando el Cara al Sol mientras doña Carmen y Unamuno flanqueados por el Obispo de Salamanca salían del edificio universitario para dirigirse al coche oficial de la esposa del Generalísimo, que habría de conducir a Unamuno a su domicilio. El momento previo a que éste se subiera al vehículo es el inmortalizado por la fotografía que venimos glosando.
Es decir, no estamos ante la imagen de un enfrentamiento entre la inteligencia de Unamuno y la supuesta sin razón de Millán Astray, sino en la acertada resolución de un momento de tensión del que, eso sí, supieron sacar partido aquellos sectores de la España nacional que estaban descontentos con el apoyo que el rector salmantino había dado al Alzamiento Nacional dado el ideario heterodoxo y el carácter intempestivo del profesor. En efecto, fue en el Casino de Salamanca y por la tarde del mismo día donde sí abuchearon Unamuno y su destitución como Rector se debió a una iniciativa académica en la que no cabe atribuir ninguna iniciativa al Cuartel General y menos aún al propio Franco. El 31 de diciembre del mismo año fallecía Unamuno y su cadáver fue llevado a hombros de falangistas que dieron respaldo de oficialidad a su entierro. Pocos días antes, desde las páginas de ABC, el Marqués de Mondéjar, monárquico alfonsino vinculado al grupo de Acción Española, había glosado elogiosamente la exclamación de Millán Astray: (ABC, Sevilla, 15-diciembre-1936, págs.3-4: El oportunismo intelectual)

18 de julio de 2016

LA HISTORIA Y EL 18 DE JULIO. Por José Utrera Molina



Asistimos a un momento histórico que nos llena de perplejidad, desesperación y destemplanza.   Para los que vivimos intensamente el régimen nacido de la guerra civil, resulta absolutamente irreconocible la imagen que los medios de comunicación ofrecen de aquella España, desdibujada, oscurecida, descontextualizada y manipulada de forma burda por el odio cainita que aún contamina y envenena la convivencia entre los españoles.  El relato “oficial” que se propone sobre las causas y los orígenes de la contienda fratricida, no tiene el menor parecido con la realidad de las raíces y el momento en que se produce el Movimiento Nacional.   Lamentablemente, muchos de los testigos de aquél momento ya no pueden dar testimonio vivo de la verdad y muchos de los que lo hicieron en vida son hoy cuidadosamente silenciados por motivos de corrección política.  Pese a que no faltan los que me atribuyen más años de los muchos que acumulo para tratar de acusarme de “crímenes de guerra”, yo contaba tan sólo 10 años el 18 de julio de 1936, por lo que no pude participar en una guerra que yo sólo pude vivir con el asombro infantil que correspondía a mi corta edad, y que rápidamente destrozó las notas de ingenuidad de toda una generación de niños españoles.

Hay determinadas actuaciones que ya no me producen el efecto dañino que desean mis adversarios, como el borrar los rótulos de las calles, romper la tradición de avenidas y descolgar los cuadros de unas horas que no han muerto aún en mi memoria.  Para retirar honores antes hay que ser depositario de los mismos y aquellos que obran con el corazón emponzoñado de odio, carecen de la necesaria auctoritas para hacerlo.

Pero es mi obligación moral y me encaro –creo que con gallardía- para aclarar algunos extremos para el juicio sereno que merece un periodo histórico tan singular.  En primer término, niego una y otra vez, de forma categórica que el Alzamiento Nacional fuese obra exclusiva de unos militares rebeldes y ambiciosos.  La mayor parte del ejército tenia plena conciencia del grave riesgo de desaparición de una Patria a la que nunca habían abandonado. Las consignas que llenaban las calles anunciaban la amenaza cierta de una dictadura del proletariado que habría liquidado la esencia misma de España. Lenin había dicho que España sería la primera en entrar en esa órbita política indefendible y Largo Caballero no disimulaba en sus discursos tan delirante propósito. La desaparición de cualquier autoridad, la pérdida de cualquier legitimidad en un gobierno abandonado al sectarismo y a la aniquilación del adversario, hizo surgir en las raíces de España un clamor de justicia y de verdad que recogió el ejército encabezando un pronunciamiento popular que lamentablemente fracasó en su inicial propósito, ante el enorme poder acumulado por un frente popular que había acaparado los resortes del poder. El levantamiento de un pueblo para conseguir la defensa de su identidad duró así tres largos años, porque el comunismo estaba dispuesto a vender muy cara su derrota.

El 18 de julio es para mí el día del coraje, de la fe, del valor, de la intrepidez de levantar banderas para que acogieran en sus pliegues el ansia insatisfecha de millones de españoles. Fueron escasos los medios con los que contaron aquellos que levantaron una bandera de defensa de las esencias españolas, pero la fe en la victoria y sin duda la asistencia desde el más allá de Aquél al que quisieron borrar del alma de España, hizo posible el triunfo en una contienda dolorosamente fratricida.

Hace algunos días, el padre Garcia de Cortázar escribía sobre las clases medias, sin mencionar que las clases medias nacieron gracias al triunfo del 18 de julio. Y están ahí pregonando su existencia frente al odio silencioso de los que no admiten el resultado de una contienda que se hizo dolorosamente necesaria. Hablar en estos momentos de clases medias sin mencionar a quien las dotó de personalidad histórica y contribuyó a que mantuvieran el orgullo de sus rescates y de su dolor, me parece una infamia y una injusticia. El propio Franco, al terminar su obra y su vida, cuando le preguntaron qué legado dejaba,  dijo: “la clase media” porque él se había afanado en su creación y mejora para que sirviese de antídoto contra el peligro de la lucha de clases.

Se hicieron decenas de miles de viviendas sociales e innumerables instalaciones sanitarias que cristalizaron una revolucionaria aspiración social. Yo había sido testigo de aquellos pañolones negros puestos a las puertas de las viviendas de los más humildes pidiendo sufragios para poder hacer frente a los enterramientos. Súplicas generalizadas de ayudas por los que nada tenían. La respuesta social del Régimen fue inmensa, por mucho que se empeñen en negarla los que creen que el 18 de julio fue una partida ganada por los artesanos del rencor y del odio.

Reconozco que la paz fue, en sus inicios, una paz armada porque mantuvo la defensa de aquellos ideales por los que la mejor juventud española había sacrificado sus vidas y los mayores sus propias haciendas. Pocos hacen alusión al enorme sacrificio humano que representó la Guerra Civil, cargando sólo sobre una parte unas responsabilidades compartidas.  En esta época de asombrosos disparates, de increíbles voluntades de revancha, cuando el flamear de aquellas banderas rojas parecen otra vez ondear el odio latente, yo vuelvo a defender con toda mi alma y con todo el conocimiento de la historia,- a mis 90 años- aquella España limpia y grande que no puede ser escarnecida por el rencor, desdibujada por la mentira y vituperada por el odio.

España salvó su sed, impidió que nuestro pueblo cayera bajo la tiranía de la Unión Soviética y se levantó sobre un solar destrozado el moderno edificio de una España nueva. Si alguien me preguntara qué denominación histórica definitiva haría del 18 de julio, diría que fue el día de la fe en el sueño de una España transformada. En aquella transformación están las clases medias que ahora algunos sugieren que nacieron de la nada.

Los autores de aquel hecho histórico ya no pueden defender lo que hicieron. Sus voces están calladas bajo pesadas losas y muchos de sus hijos se avergüenzan de su sacrificio, mientras asistimos a la insólita resurrección de los que quieren ganar, 80 años después, una guerra que sus mayores provocaron, sembrando de mentiras los libros de historia, reivindicando los signos de aquel tiempo de terror y de miseria y borrando de nuestras calles cualquier huella de una España digna que jamás podrá perecer.

En la aurora de estos días se señalan todavía para los que quedamos, muchos rayos de luz que acogen el sacrificio y el heroísmo de muchos españoles y el perdón para aquellos que provocaron la injusticia, el odio y la reivindicación rencorosa. Alcemos pues con orgullo y sin miedo las banderas del 18 de julio. En ellas está también la sangre de muchos de mis familiares asesinados, que perdieron la vida en frentes contrarios, pero a los que unía en el fondo, un amor a una España rejuvenecida para no quedar reducida a la súplica histórica de un mundo que no nos comprendía.

Ni me avergüenzo, ni me olvido. Mis diez años nacieron a la sombra de sus banderas, y mi vida entera ha estado siempre dedicada al servicio de España. No conozco ni el odio, ni la revancha, ni la envidia y quise siempre una España moderna levantada sobre sus cimientos y que diera al mundo una palabra de resurrección y de vida.



José Utrera Molina