Querida mamá:
He
querido dejar pasar unos meses para escribirte, algo más tranquilo, lo que he
sentido desde que el Señor ha querido llevarte con Él.
Al
despedirme de ti, al pensar que no ya voy a comer contigo los miércoles y los
viernes, ni voy a echar la tarde de los domingos con todos los hermanos
alrededor tuyo, se me hace un nudo en la garganta porque, aunque en los últimos
años escuchabas más que hablabas, tenerte cerca, poder marcar el teléfono y
escuchar tu voz al otro lado, me hacía sentir que el niño que aún hay en mí,
aún no había desaparecido.
Desde
que se fue papá, hace ocho años, has seguido siendo el pilar de nuestra
familia. Sin la menor queja has venido aceptando las limitaciones cada vez
mayores de tu enfermedad con una invariable sonrisa. Hasta el final siempre has
respondido con un “divinamente” cuando te preguntábamos ¿Cómo estás?. Y ahora
los ocho andamos como desorientados, buscando los recuerdos de una maravillosa
niñez que contigo parece haberse marchado para siempre. Con un vacío en nuestro
corazón que sólo encuentra consuelo en saber que te hemos acompañado hasta el
final, todos juntos, con el mismo cariño y ternura que tú nos regalaste a lo
largo de tu preciosa y fecunda existencia, como a ti te gustaba, viéndonos
unidos y más hermanados que nunca en el dolor, y también en la esperanza. Qué
privilegio haber podido despedirnos de ti durante una semana dándote las
gracias, regalándote mil besos, acariciando tus manos, diciéndote una y mil
veces te quiero, y rezando junto a ti.
Tú
has sido siempre la piedra, la fortaleza en la que se han refugiado todos
nuestros temores y el hombro sobre el que hemos derramado nuestra impotencia. Hoy
sé bien que papá nunca hubiera sido lo que fue sin tu constante y desinteresado
apoyo, tu amorosa entrega, tu callado sacrificio, tus vacunas de realidad
contra sueños imposibles y, sobre todo, por la extraordinaria confianza en Dios
que ha sido el verdadero motor de tu vida.
Tú nunca tuviste
miedo, porque desde niña depositaste tu confianza en Dios y esa confianza jamás
sufrió merma alguna. Esa es una de las lecciones vitales más importantes que
nos has dejado. Tu ausencia de temor no
era sino obediencia a un destino del que nunca desconfiaste. Así lo confesabas
en tu diario “yo vivo confiada y contenta permaneciendo siempre con la
incógnita de qué ocurrirá mañana”.
Recuerdo
cómo nos contabas los temores de papá cuando decidiste construir la casa
familiar de Nerja: ¿Y si no podemos pagarla? y tú le contestabas: “pues la
vendemos y no pasa nada”. Esa ausencia de temor fue la que te llevó a apoyarle sin
fisuras en el momento más crítico de vuestras vidas, cuando con 50 años y ocho
hijos aún pequeños, papá decidió elegir el camino más difícil por un imperativo
de lealtad y de coherencia. Fueron
implacables con él por no abjurar de lo que había sido y vinieron tiempos de preocupaciones
y apreturas. Comimos tantas lentejas que las aborreciste, pero nunca dejaste de
confiar en Dios y a fe que Él no te abandonó.
Papá no pudo describirlo mejor: “Debo
dejar constancia que lo poco de bueno que ha podido tener mi vida lo debo
enteramente a mi mujer. En ella encontró mi pasión su freno, mi impaciencia su
sosiego, mis arrebatos la calma. Palió mi dolor con inagotable ternura y compartió
riesgos, ilusiones y sueños, alimentando de continúo mis esperanzas.
Inteligente, abnegada y leal. Sus ojos, muy claros, jamás se empañaron en la
simulación o en el engaño. Hemos respirado juntos, hemos sufrido juntos. Ha sido
mi lazo vital. Su confianza venció siempre mis desesperaciones, alegrando mi
corazón con el tierno preaviso de la mira de un Dios nunca ausente en su vida.
Su intuición fue siempre casi mágica y su amor ha llenado de luz de aventura de
mis sueños.”
Te
fuiste de nuestro lado pocos minutos después de que terminase el día 22 de
febrero. Fue un 22 el día en que papá se te declaró y estrelló su reloj contra
la pared de tu portal de la calle San Lorenzo para que el tiempo se detuviese
en aquél mágico instante; un 22 que celebrabais siempre de novios como una
fecha talismán y en el que invariablemente papá te regalaba un libro con una
dedicatoria a su estilo: “Dicen que Garcilaso murió por asaltar él primero
una fortaleza. Vale la pena morir por asaltar soñando la fortaleza inmaculada
de tu amor”; un 22 tuvisteis vuestro primer hijo y un 22 nos despedimos de
papá en su marcha a los luceros.
Durante
estos meses, muchas cosas han cambiado. Nos has dejado un vacío imposible de
llenar y empezamos a vivir una nueva vida sin ti. La primera semana santa sin ti,
el primer 10 de junio sin llevarte nardos, y ahora el primer verano…todo se hace muy
cuesta arriba pero la vida sigue y tenemos que acostumbrarnos a tenerte, de
otra manera. También ha habido momentos
buenos, como la recuperación de María del Mar, el nacimiento de Alonso (el 44) y la boda de Ignacio, que seguro
os habrán llenado de alegría y en Nerja las rosas han vuelto a brotar como siempre, los helechos están frondosos y los jazmines llenan tu jardín de ese perfume que tanto te gustaba.
Lo
que no ha cambiado nada es la unión y el cariño que nos tenemos los ocho. El
estar juntos, el apoyarnos los unos en los otros, es el mejor legado, el mayor
consuelo y, al mismo tiempo, el mejor homenaje que podemos haceros. Nunca
podremos agradeceros bastante el enorme ejemplo recibido de entrega, de amor y
de sacrificio que nos habéis dado.
Sigue
cuidándonos desde arriba con papá. Seguro que ahora estás aún más guapa de lo
que te hemos visto nunca. Yo seguiré diciéndote “te quiero” cada noche y tu
presencia permanecerá en nuestro corazón hasta el fin de nuestros días.
Gracias.
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