En el curso de una entrevista concedida a la televisión francesa TF3 en febrero de 2016, el Rey D. Juan Carlos reveló la siguiente anécdota: "Días antes de morir, Franco me cogió la mano y me dijo: Alteza, la única cosa que os pido es que preservéis la unidad de España. No me dijo 'haz una cosa u otra', no: la unidad de España, lo demás... Si lo piensas, significa muchas cosas".
Apenas un mes antes de su muerte, la mañana del sábado 18 de octubre de 1975 -según conocemos por el testimonio de su hija Carmen- Franco se encerró en su despacho para escribir el que sería su testamento político. En su último mensaje pidió a los españoles perseverar “en la unidad y en la paz”; “alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España” y añadió finalmente lo siguiente: “Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la Patria.”
No es casual que Franco mencionase hasta tres veces la palabra “unidad”. En su testamento político no hay mención alguna al Movimiento Nacional, a los Principios Fundamentales o al Ejército. En los umbrales de su muerte, el viejo general, con la perspectiva de sus casi 83 años de vida y 39 años en el poder, consciente ya de que el edificio institucional que había construido iba a ser rápidamente desmontado, quiso advertir a su sucesor y a todos los españoles, sobre lo que consideraba esencial y acaso más frágil, consciente del peligro latente que representaban para España los movimientos centrífugos, agazapados durante su mandato a la espera de mejor ocasión.
No tardaron mucho los nacionalismos periféricos en sumarse con entusiasmo al proceso de la transición, tras el Real Decreto-ley 20/1977 sobre Normas Electorales que les concedía un peso político asimétrico y desproporcionado con el que poder condicionar el futuro de la nación y el título VIII de la Constitución de 1978 que establecía un marco competencial a las autonomías propio de un Estado Federal. Sólo puede achacarse tan peligrosa claudicación a la irresponsabilidad de quienes pilotaron la transición, embriagados en el empeño conseguir consensos que poder exhibir como medallas al precio que fuera. Las pocas voces que en aquél entonces se alzaron advirtiendo del peligro que todo ello entrañaba para la unidad nacional (Fernández de la Mora y mi padre, entre otros) fueron silenciadas y condenadas al ostracismo, acusados de sostener pretensiones cavernarias, contrarias al progreso y a la modernidad.
Hoy, 45 años después de la muerte de Francisco Franco, la unidad de España está herida de muerte. Durante las últimas décadas, los otrora nacionalistas -ya abiertamente separatistas- han jugado hábilmente sus cartas arañando concesiones de los distintos gobiernos de izquierda o derecha que han ido socavando de forma progresiva la presencia de España en Cataluña y en las provincias vascongadas y la conciencia de pertenencia a una patria común. Primero fueron cesiones fiscales y política lingüística, luego vendrían las competencias de educación, orden público, supresión del servicio militar, etc., que han utilizado siempre con patente deslealtad con el objetivo de extirpar de raíz cualquier seña de la españolidad de esas tierras.
Ahora, cuando la unidad de España agoniza en manos de un gobierno social-comunista, amancebado con quienes no disimulan en reivindicar las repúblicas vasca y catalana, y algunos -el primero, el rey D. Juan Carlos- se rasgan las vestiduras ante el denigrante espectáculo que la actualidad cotidiana nos depara, es momento de recordar la clarividencia del hombre que llevó sobre sus hombros el peso de nuestra patria durante 40 años y que, al rendir la vida ante Dios, quiso advertirnos y pedirnos que veláramos por lo esencial.
Nadie, o muy pocos, quisieron escucharle entonces y el tiempo se ha encargado de darle la razón, cumpliéndose los pronósticos más sombríos. Asistimos atónitos e impotentes a la deconstrucción progresiva de la nación más antigua de Europa, mientras se desactivan con precisión de bisturí las únicas instituciones que la Constitución consagra como garantes de la unidad indisoluble de la patria: la Corona y las Fuerzas Armadas.
Dicen los hombres de la mar que el momento más oscuro de la noche es el que precede a la aurora y conviene no olvidar que nuestra Patria ha sabido resurgir de sus cenizas en peores coyunturas. Si Dios quiere que España no perezca en manos de sus enemigos, algún día habrá de rendir homenaje y desagravio a quien puso hasta el final, por encima de toda mira personal, la defensa de la sagrada unidad de la nación española.
Luis Felipe Utrera-Molina