Cuando los principios se miden en
número de votos se pone al descubierto el cinismo de quienes dicen defenderlos.
Surgen así los “consensos sobrevenidos”
y la necesidad de conseguir “amplios
espacios de consenso”, que no son sino eufemismos para evitar decir lo que
realmente se piensa: que sólo se está dispuesto a defender los principios mientras
ello no implique peligro para mantener el poder.
La soledad sonora en la que la
dirección del Partido popular ha dejado al Ministro de justicia en la defensa
de los derechos del concebido no tiene otra lectura que la del coste electoral
que los expertos demoscópicos –con el inefable Arriola, señor de Villalobos, al
frente- anuncian para el partido si decide seguir adelante con su reforma de la
ley del aborto.
Decía Winston Churchill que la
diferencia entre un político y un estadista es que el primero piensa sólo en las próximas elecciones y el segundo,
en las próximas generaciones. Abraham Lincoln no habría pasado a la historia si en
lugar de empeñarse en aprobar la decimotercera enmienda hubiera apostado por la
comodidad de mantener las cosas como estaban, pues la esclavitud gozaba de un
amplio consenso entre los norteamericanos, tanto o más que el que, según Cospedal
existe sobre la nefasta legislación sobre el aborto de 1985.
La defensa del derecho a la vida
del niño no nacido choca frontalmente con la inercia egoísta de una sociedad
anestesiada incapaz de escandalizarse ante las histéricas invocaciones de un
supuesto derecho de la mujer a decidir sobre la vida de su hijo como si fuera
parte de su propio cuerpo. No es difícil encontrar paralelismos con la
esclavitud pues los amos se consideraban con derecho a decidir sobre la vida de
sus esclavos. La negación de la evidencia científica –que el embrión es un ser
humano diferente de sus progenitores- lleva a los partidarios del aborto a
abrazar sin despeinarse los postulados eugenésicos del profesor Mengele sobre
la selección de la raza bajo el pretexto del daño psicológico a la madre, que
no es sino otro macabro eufemismo para enmascarar la cómoda evitación del
sacrificio.
Defender políticamente la vida
frente a la cultura de la muerte tan consensuadamente
instalada en nuestra sociedad por los postulados del materialismo más cobarde e
insensible requiere un ambicioso plan de pedagogía social, pero sobre todo exige valentía, coraje y una profunda convicción por encima del
cálculo electoral, tres virtudes que, desgraciadamente, no parece que adornen a
nuestro presidente del gobierno ni a su corte, lo que me hace temer que el
recorrido del actual anteproyecto será corto y frustrante y que Mariano Rajoy no pasará
a la historia como un verdadero estadista.
LFU