Ante la gravísima hora que vive España, amenazada en su
unidad, rescato el artículo que mi
publicó el 22 de junio de 1978 en ABC. Se estaba elaborando la
Constitución, concretamente el Título VIII y el artículo -que fue tachado de
alarmista y dio origen al primer pie de artículo de ABC desvinculándose del
contenido del artículo- resulta leído hoy estremecedoramente profético. Lo advirtió en 1978, lo siguió haciendo hasta
que Dios le dio vida y no había que ser un visionario para verlo. Tan sólo
había que ser decente y honrado, cosa que no eran la gran mayoría de los
políticos de la transición.
Hay silencios limpios, serenos,
honorables, y hay, por el contrario, mutismos envilecedores, oscuros y
serviles. Hay silencios claros, como el que Maragall ponía en el alma de los
pastores. Silencios respetuosos, emocionados, pero hay también silencios sombríos
y culpables, silencios del alma, silencios escandalosos, capaces de arruinar,
por sí solos, el sentido de toda una vida y de desmentir la autenticidad de muchas de las lealtades que ayer se
proclamaban estentóreamente, con risueña
comodidad, sin la presencia de adversarios amenazantes.
Callar en esta hora significa no
solamente desentenderse por completo de un pasado que, de alguna forma,
honrosamente nos obliga, sino también una huida de las exigencias del presen
te y un volver la espalda al reto del futuro. Se atribuye al viejo filósofo Lao
Tse la propiedad de una sentencia tan significativa como sobrecogedora: Los más
grave padecimientos -escribía-que
gravitan sobre el corazón del hombre, los constituyen el dolor de la
indiferencia y el silencio de la cobardía.
Creo que somos muchos los españoles que,
sin tener el ánimo propicio a
pronosticar catástrofe, coincidimos en considerar los momentos que vive hoy
nuestra patria como graves y decisivos.
La Constitución española se está
elaborando en estos días. En el seno de la Comisión Parlamentaria, constituida
al efecto, han pasado sus preceptos en medio de silencios estruendosos, hurtados,
contra todo pronóstico y esperanza, al gran debate nacional. La consecuencia es
que la Constitución no sólo no
despierta ningún entusiasmo -lo que la época romántica
del constitucionalismo-, sino que está
sumiendo a nuestro pueblo en la confusión y en la perplejidad, al ofrecerle
ambigüedades sospechosas que, a cambio de oportunistas consensos de hoy,
anuncian larvados enfrentamientos de mañana.
Son muchas las cuestiones graves
que han quedado así aplazadas a una interpretación más o menos audaz de los Gobiernos y los
legisladores venideros. No voy a referirme a temas como el divorcio, la
libertad de enseñanza, la
estructura del poder judicial y otros
que han sido enunciados. Hay uno, sin
embargo, que es el que, en estos momentos, como español, más me duele y me
preocupa, más me indigna y desasosiega: La sospecha de que esta Constitución pueda
ser instrumento liquidador de algo tan sustantivo como nuestra propia identidad
nacional. Atentar contra ella supone
un crimen sin remisión posible y una traición a nuestra propia
naturaleza histórica. Pienso, pues, que la esencialidad española debe quedar siempre al margen de cualquier
alternativa y fuera, por tanto, de diferencias ideológicas.
Una Constitución sólo se
justifica en el intento de articular la concordia de un pueblo y no propiciar
antagonismos y enfrentamientos. Una
Constitución ha de estar dotada de un
ver dadero sincronismo y no acierto a ver en su articulado actual una
auténtica confluencia conciliadora; la normativa existente nada tiene que ver
con el consenso, porque mientras aquélla se asienta en los
principios -acaso pocos, pero imprescindibles- que deben configurar el ser
nacional y la voluntad de un proyecto común de futuro, más allá de las
opiniones de los partidos, éste se
establece sobre la ambigüedad y el travestismo político de las palabras aptas
para acoger, bajo su equívoco ropaje, los más escandalosos
cambios de sexo. No se pretende la
exaltación de la diversidad, sino el
puzzle. No se busca la necesaria
descentralización, sino el mosaico gratuito. Estamos asistiendo a una
malversación de fondos históricos.
Tal es el caso del término “nacionalidades”, auténtica bomba de
relojería, situada, consciente o
inconscientemente, por los muñidores del
consenso, bajo la línea de flotación de la unidad nacional.
No pretendo entrar en
disquisiciones semánticas o históricas que, por otra parte, se han hecho ya y
se harán -así lo espero-con mucha mayor autoridad. Como político o como simple
español de a pie no puedo ver en ese término otra cosa que la enquistada
pretensión de una explotación futura amparada
en su reconocimiento constitucional.
El que afirma que el problema de aceptar o no la voz nacionalidades se
reduce a una cuestión terminológica, o no tiene sentido de la política, ni de
la Historia, o no obra de buena fe. En
política no hay palabras inocuas cuando
se pretende con ellas movilizar
sentimientos. El término nacionalidad
remite a nación o Estado. Cuando
alguien dice recientemente que Cataluña es la nación europea, sin Estado, que
ha sabido mantener mejor su Identidad,
resulta muy difícil no ver,
por no decir imposible, que se está
denunciando una «Privación del ser», que
tiende «A ser colmado para
alcanzar su perfección»,
y preparando una sutil
concienciación para reclamar un día ese estado independiente a que la imparable
dinámica del concepto de nacionalidad
habrá de conducir hábilmente
manejada. El propuesto
cantonalismo generará la hostilidad entre vecinos, la rencilla aldeana y el
despilfarro del común patrimonio. Se está haciendo la artificial desunión de España
y, además, sin explicarle al
pueblo lo que le van a costar las tarifas. Se quiere parcelar lo que está
agrupado, malbaratando siglos de
Historia. Cuando otros se esfuerzan en
aglutinar lo distinto, aquí se pretende
desguazar lo aglutinado y cuando se sueña con una Europa unida aquí parece como si se persiguiera el
establecimiento de pasaportes interiores
que habría que mostrar cada vez que cruzáramos una región.
Frente a esta peligrosa ambigüedad
hay que afirmar, una y mil veces, que la nación española es una y no
admite, por tanto, subdividirse en nacionalidades. España creó hace siglos una nueva fórmula de
comunidad humana, basada en una realidad geográfica, cultural e histórica. Fue
un hallazgo moderno, con sentido de
universalidad. Cambiar el curso de la
Historia, incorporando a la nueva Constitución estímulos fragmentadores, es
mucho más que un disparate colosal, es alentar hoy la traición de mañana, y me anticipo a negar mi acto de fe en una
Constitución que se inicia con esta amenaza.
Creo que hay que robustecer el
hecho regional, que hay que descentralizar a ultranza, que hay que armonizar la
unidad y la diversidad, pero creo que
nadie puede
romper la unidad nacional porque
eso representaría el
secuestro de la libertad de España y la
dolorosa hipoteca de su destino.
Pienso, finalmente, que hay
quienes tienen derecho a su silencio; hay quienes no pueden,
en modo alguno, ser ofendidos por su mutismo; hay quienes pueden callar
con humildad y compostura, y hay,
también, quienes ya tienen helados sus silencios porque la muerte les acogió
sin que conocieran esta posible y
próxima desventura, pero creo
que los que ayer repitieron hasta la afonía, desde
tribunas públicas notorias, la invocación de España una, los que hicieron la
fácil retórica de la unidad, los que nos explicaron sus valentías a los que,
por razón de edad, no conocimos contiendas ni trincheras, no tienen derecho al silencio. Podrán, tal
vez padecer el dolor de la indiferencia, en cuyo caso son dignos de
compasión y de lástima, pero si se
callan hoy por miedo o se esconden por utilidad y conveniencia, no
encontrarán en los demás justificación
posible y, por supuesto, ellos mismos no podrán redimirse del drama íntimo de
su autodesprecio.
Callar cuando la unidad de España está en peligro sería la peor de las
cobardías. Yo, al menos, no quiero dejar de sumar mi voz a las que, con
escándalo y alarma, se levantan frente al riesgo clarísimo de perdería. Quiero
que se sepa que no todos los españoles estuvimos de acuerdo en quedarnos sin Patria.
(ABC, 22 de junio de 1978)