Mañana, José Antonio -mi hermano mayor- cumple 50 años, y a mí me sigue pareciendo muy joven (señal inequívoca de que yo también me estoy haciendo mayor). Cualquiera que le conozca sabe lo difícil que resulta hacerle un regalo original. Por eso, mientras pienso qué puede hacerle ilusión, he decidido dedicarle unas líneas en esta mi humilde tribuna.
No creo que haya en el mundo mejor hermano que él. Cargó desde muy temprano con el peso de la primogenitura –de ocho hermanos- y decidió que debía aliviar a mis padres, en tiempos de dificultades, de la enorme carga que representábamos ocho bocas que alimentar, ocho cuerpos que vestir y ocho mentes que educar. Para ello abandonó el mundo durante casi cuatro años, en los que erosionó no sólo las coderas de sus chaquetas, sino también el mármol blanco de su habitación, que también era la mía. Y aquél muchacho travieso de quien los jesuitas tan poco esperaban, venció con tesón y sobre todo con amor, la imposible enredadera de la Ley hipotecaria. Todavía me emociono al recordar el abrazo en el que nos fundimos un frío día de diciembre de 1986, tras escuchar el número que todos teníamos agarrado en las entrañas.
Desde entonces ha sido para mis padres un hijo ejemplar y un segundo padre para todos nosotros. Sabe disfrutar intensamente de la vida, pero no se siente a gusto si los que le rodean no pueden hacer lo mismo. Sabe dar sin esperar nada a cambio y es que su cuerpo no está hecho a la enorme medida de su corazón.
Dios le ha concedido, aunque algo tarde, el enorme regalo de la paternidad. O quizás, en el momento oportuno, cuando los demás hermanos ya no le ocupamos -y preocupamos- tanto y puede dedicarse en cuerpo y alma a la que se ha convertido –con tu permiso, querida cuñada- en la verdadera dueña de su corazón: su hija Ana, a quien dedico estas líneas, felicitándola de corazón en la celebración de un día especial en el que la Providencia quiso que vinieran al mundo las dos personas que, con el tiempo habrían de darle la vida….y el amor.
LFU
No creo que haya en el mundo mejor hermano que él. Cargó desde muy temprano con el peso de la primogenitura –de ocho hermanos- y decidió que debía aliviar a mis padres, en tiempos de dificultades, de la enorme carga que representábamos ocho bocas que alimentar, ocho cuerpos que vestir y ocho mentes que educar. Para ello abandonó el mundo durante casi cuatro años, en los que erosionó no sólo las coderas de sus chaquetas, sino también el mármol blanco de su habitación, que también era la mía. Y aquél muchacho travieso de quien los jesuitas tan poco esperaban, venció con tesón y sobre todo con amor, la imposible enredadera de la Ley hipotecaria. Todavía me emociono al recordar el abrazo en el que nos fundimos un frío día de diciembre de 1986, tras escuchar el número que todos teníamos agarrado en las entrañas.
Desde entonces ha sido para mis padres un hijo ejemplar y un segundo padre para todos nosotros. Sabe disfrutar intensamente de la vida, pero no se siente a gusto si los que le rodean no pueden hacer lo mismo. Sabe dar sin esperar nada a cambio y es que su cuerpo no está hecho a la enorme medida de su corazón.
Dios le ha concedido, aunque algo tarde, el enorme regalo de la paternidad. O quizás, en el momento oportuno, cuando los demás hermanos ya no le ocupamos -y preocupamos- tanto y puede dedicarse en cuerpo y alma a la que se ha convertido –con tu permiso, querida cuñada- en la verdadera dueña de su corazón: su hija Ana, a quien dedico estas líneas, felicitándola de corazón en la celebración de un día especial en el que la Providencia quiso que vinieran al mundo las dos personas que, con el tiempo habrían de darle la vida….y el amor.
LFU